Götterdämerung. Mariela González
y me lo enseñó.
Lo que había sucedido en la universidad, ocho años atrás.
El destino no es idiota. No había querido que el hombre que estuviera meando a mi lado aquella noche fuera un pobre diablo o un vagabundo. No, Viktor DeRoot era un tipo listo, un estudioso. Provenía de una familia de latifundistas holandeses establecidos en la lejana Albión, pero no había querido seguir sus pasos, heredar las tierras y convertirse en un viejo gordo cuya mayor emoción fuera contar monedas encima de su panza. Había dejado el hogar atrás siguiendo la senda de los versos y los libros, decidido a que algún día su nombre estuviera en la portada de uno de ellos. Llegó a Heidelberg con diecisiete años y se unió a una de las asociaciones de estudiantes que proliferaban como setas en aquella época de renacimiento cultural. Nunca había tenido demasiado éxito con sus poemas, aparte de haber publicado en alguna que otra gaceta literaria de poca monta. Sabía que en Heidelberg podría desarrollar sus inquietudes mejor que en cualquier otro lugar y se esforzó como el que más en sus estudios en la universidad. Entabló las amistades necesarias, conoció a la gente adecuada, y con veintiún años ya estaba trabajando como asistente de profesor. Era un cabrón precoz, sí.
Las nuevas teorías artísticas, las ideas de Goethe y Herder, estaban en pleno apogeo cuando él se incorporó al seminario de Literatura. Y las asimiló entusiasmado. Al fin y al cabo, eran muy parecidas a lo que había sentido desde su adolescencia, cuando las palabras eran sus más íntimas amigas: sabía que detrás de la poesía había algo más, la capacidad de elevar los espíritus y los sentidos más allá de lo mundano. La universidad de Heidelberg, imbuida por la filosofía de los nuevos tiempos, estudiaba el uso de los poemas como medio para manipular el espíritu humano, moldearlo y explotar sus potencialidades ocultas. La composición de los versos, la cadencia, los estilos de rima, las aliteraciones... El ritmo y la estructura, en esencia, podían crear un patrón que provocase diversos efectos, y no hablo en términos abstractos. En otros lugares, en otras universidades, se había conseguido provocar estados reales de alegría, tristeza, ansiedad o sumisión. Se habían mejorado capacidades físicas específicas: fuerza, agilidad, percepción visual. Incluso decían que en Londres se habían inducido sueños premonitorios con la ayuda de los poemas de Blake. Algunos todavía lo ven como magia burda, pero es el signo de nuestra época: la unión entre el arte y la lógica, convertidas en el gran instrumento del hombre. Igual que el pueblo feérico y el mortal han fusionado sus mundos en uno a través de los invisibles Senderos que los unen, transitables para quien tenga los medios adecuados. Por supuesto, esa nueva realidad también influye, claro. Desde el Tiempo de la Unificación, el mundo humano se ha inundado del Glamerye de los fae, y el arte lo ha absorbido como una esponja, alcanzando nuevos límites.
Viktor había querido ir todavía más allá de todo eso.
Llevaba un par de años como asistente, devorando libros y estudios, cuando se atrevió a mostrar a los demás una nueva teoría de su propia cosecha: la idea de que la poesía pudiera manipular no solo el espíritu humano sino también el feérico. Incluso los más progresistas menearon la cabeza ante semejante atrevimiento. La esencia de los fae era muy distinta, le dijeron. El Glamerye no funcionaba igual que la sangre o el cerebro; sus rudimentos eran aún algo inexplorado, incognoscible. Nada les aseguraba que la ciencia de los versos tuviese el mismo efecto en ellos. Y, desde luego, a Viktor le iba a resultar muy difícil encontrar a ningún sujeto, ya fuera trasgo, silfo, sumpall o gnomo, con quien experimentar.
Aquel último punto era el que más preocupaba a mi amigo. Lo comprobó por sí mismo cuando intentó contratar a trasgos para sus experimentos, en los barrios bajos; se llevó unos cuantos insultos e incluso alguna paliza como respuesta. De nada le servirían sus apuntes y sus notas si no podía aplicarlas. De manera que empezó a trabajar día y noche en la composición de un poema que condensara todo aquello que quería demostrar. Se esforzó por conseguir un efecto de llamada que atravesara la misma realidad: si podía atraer a un ser feérico de otro plano recitando aquellos versos, ante la presencia de sus colegas, no les quedaría más remedio que admitir que llevaba razón. Y muchos se adscribirían a su causa.
Cinceló las palabras en forma de estacas, trazó los quiasmos como un lazo, suturó cada verso como un pescador que no quiere dejar el menor resquicio en su red. Hasta que llegó el gran día.
En el estrado, delante del seminario en pleno, declamó como nunca lo había hecho, con toda la fuerza de su deseo. Había pensado en atraer a un individuo pequeño que no se sintiera demasiado molesto por el atrevimiento; un silfo de campo, de los que vivían en el tejado de la universidad. Una leve manifestación le valdría: quizás una ráfaga de viento o un frío inusitado en la sala. Algo así podría servirle como punto de partida para mitigar la incredulidad.
El poema terminó. Y entonces, tanto Viktor como sus compañeros se dieron cuenta de que llevaba razón. A un nivel que jamás hubieran imaginado. No fue un pequeño silfo, que quizás solo habría gruñido y mentado a sus madres por lo bajo al ser arrastrado allí. Lo que se materializó ante ellos fue nada menos que un ifrit de dos metros de altura, una de esas criaturas orientales a las que tanto les gusta viajar. Y bastante cabreado. Un segundo después, toda la sala estaba en llamas.
Un fuego feérico no es un fuego normal. Se extendió enseguida por los pasillos, como una lengua ávida. Entró en las aulas y sorprendió a numerosos estudiantes y profesores en mitad de las clases. La evacuación no fue tan veloz como habría sido necesario y decenas de personas quedaron atrapadas entre el humo y las llamas. Y ya os podéis imaginar el destino que corrieron muchos de los libros contenidos en los seminarios.
El juicio se celebró un mes después, aunque por suerte las amistades de Viktor evitaron un mal mayor: consiguieron que su pena se redujera a ser recluido en la cárcel de estudiantes durante seis meses. Todo fue catalogado de «accidente», como si hubiera sido una explosión en el laboratorio de química. La universidad le fue vetada de por vida, eso sí. Se tardó cerca de un año en reconstruir todo lo que había sido dañado (la generosidad del duque de Baden fue un tanto menor en aquella ocasión) y en recuperar los libros consumidos por las llamas. Por supuesto, las habladurías se extendieron con celeridad por toda la ciudad. Había nacido Viktor el Loco, un chiflado pirómano que no era de fiar y al que más valía evitar en todo momento, ya fuera en las aulas, en las tabernas o en las tertulias literarias.
Cuando el recuerdo de mi amigo terminó de mostrarse en mi mente aquel día, tardé un buen rato en reaccionar. El sabor de la hiel impregnaba mi paladar. Me sentía desdichado, confuso, calcinado por un fuego cuyos rescoldos no se apagarían jamás. Eran los sentimientos que Viktor había traspasado a mi alma. Nunca hubiera imaginado que los seres humanos pudieran sentir el dolor con tanta intensidad.
No habíamos vuelto a sacar el tema hasta entonces, cuando Janus Diemisser se había quedado con su alma por error. Y volví a sentir las llamas quemándome las entrañas mientras abandonábamos la universidad.
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Sigmund Bocchier limpiaba los cristales de su establecimiento a conciencia, y desde luego estaba haciendo un buen trabajo, porque vio nuestro reflejo en ellos en cuanto giramos la esquina.
—¡Gustavo Trasaño! —me saludó, alegre. Era uno de los pocos que pronunciaba sin problema mi apellido ibérico, con aquella eñe traicionera para los germanos—. ¡Y su amigo el poeta! ¿A qué debo el honor? —Se giró y nos miró de arriba abajo; supe que estaba evaluando nuestro aspecto. En cuanto traspasáramos el umbral de El Perchero Real nos aconsejaría sobre el cambio de vestimenta que más nos convenía.
—Sigmund, amigo mío. —Me adelanté y le estreché la mano. Hablé sin preámbulos—. Estamos buscando una chaqueta que...
—¡Perfecto! ¡Tengo lo que mejor te viene! —me interrumpió al momento—. Me ha llegado nuevo género de Francia, justo lo que llevan los escritores de prestigio, ¿eh? —Me guiñó un ojo y yo le sonreí, respondiendo a su complicidad sin demasiado entusiasmo. Había otra media docena de personas que sabían que yo era Gustav Busch, seudónimo con el que publicaba mis poemas y cuentos en la gaceta local, pero a Bocchier le gustaba fingir que era un secreto compartido. Se sentía orgulloso de ello y lo demostraba utilizando un epíteto tan generoso como «escritor