Götterdämerung. Mariela González

Götterdämerung - Mariela González


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un pagaré. Hay confianza, hombre.

      —Es para mí —intervino entonces Viktor. Suspiró—. Qué demonios, es mía. Es una larga historia, pero este botarate perdió ayer mi chaqueta con algo dentro. Algo importante que debo recuperar.

      El vendedor lo miró y entendió por su expresión que no debía seguir preguntando. No tenía la misma confianza con Viktor que conmigo, pero lo respetaba, más de lo que se podía decir de otros sastres de la zona. Si le hubiéramos explicado el percal lo habría entendido sin problemas. Al fin y al cabo, es uno de los míos, un trasgo que se siente más cómodo en las ciudades que en los montes. Pero a Vik le gusta mantener su intimidad y no contar a cualquiera que su alma está metida en un recipiente que apesta a judías. Es comprensible si ya tienes fama de estar pirado.

      Nos indicó con un gesto que entrásemos en El Perchero Real. Nos golpeó el característico olor a cuero, a telas de procedencias difíciles de identificar y que evocaban las tierras lejanas de Catay o las Indias. El maremagno de sombreros en las estanterías, de bastones, de chalecos y abrigos colgando de las paredes hacía pensar en aquella tienda como una ciudad reducida, con habitantes invisibles que cobraban vida durante la noche y se marchaban dejando todo desordenado durante el día. En un rincón más allá del mostrador se encontraba la zona de segunda mano: un baúl abierto de par en par de donde sobresalían en desorden las mangas y las perneras de pantalón. En el suelo, a su lado, vimos un saco gris.

      —Supongo que os referiréis a lo que me trajo Diemisser esta mañana, en cuanto abrí. Esta ropa vieja no tiene mucha salida, pero la suelo dejar aquí un par de semanas. Si no se vende, la llevo al hospicio. Veamos... —Se agachó, rebuscó en el saco y no tardó en sacar la chaqueta de Viktor—. Es la única que hay, de modo que debe de ser la que buscáis.

      —Oh, sí. Por favor —suplicó mi amigo, extendiendo las manos—, dejadme comprobar los bolsillos.

      Bocchier palpó el pecho, introdujo la mano en los bolsillos interiores. Se quedó quieto unos instantes. Y después se puso la chaqueta.

      Tengo que justificar este gesto, y es que se trató de un acto reflejo, inevitable para él. De entre todo el pueblo feérico, los trasgos somos los más miméticos. Algunos, como yo, disfrutamos vagando de aquí para allá, divirtiéndonos con las posibilidades que ofrece la civilización humana. Pero hay otros que han convertido las ciudades en su ecosistema. Del mismo modo que siempre ha habido trasgos de bosque, como mi familia, de montaña, de valle o de cueva (los más raros, y es que a los gnomos no les gusta compartir los territorios), hay muchos que se vinculan a las tabernas, a las fábricas, a las granjas. Y algunos, los más comunes, a objetos cotidianos como la ropa. Es el caso de mi amigo Sigmund.

      El tendero cerró los ojos, degustando las hebras de esencia en la chaqueta como un niño que sorbiera un plato de sopa. Inspiró, entrelazó su Glamerye con la historia contenida en aquella prenda. Viktor sabía lo que estaba haciendo, de modo que fue educado y no se quejó, aunque lo vi apretar los puños contra los muslos. Pero no pudimos evitar sorprendernos cuando Bocchier habló.

      —Así que la dejaste. Tuviste que escoger y elegiste al arte antes que a ella —murmuró el trasgo. Tarareó algo con los dientes apretados, se balanceó—. Ella te culpó durante mucho tiempo y tú lo sentiste. Envió esa culpa hacia ti, a través del aire, de los pensamientos. Y después se hizo tuya, se enredó en tu ser. Pero ya fue demasiado tarde cuando quisiste recuperarla.

      Tragué saliva y miré a mi amigo. Bajaba la mirada hacia sus zapatos, pero no replicó ni interrumpió aquella suerte de trance, a pesar de lo que significaba.

      —Has intentado odiarla —siguió Bocchier, aún con los ojos cerrados —. Te has esforzado. No es tan fácil. Ella se ha marchado con otro, ha triunfado en lo que tú no pudiste. Te ha dado todo para que la odies, pero no puedes. Porque sigues escribiendo su nombre detrás de cada verso que sale de tu pluma. Y así será durante mucho tiempo…

      —Basta, Sigmund. Gracias —decidí intervenir. Me aproximé, le tiré de la manga, provocándole un sobresalto y despertándolo —. Está claro que es su chaqueta, sí.

      Se la quitó, con una sonrisa de disculpa dirigida a ambos, y me la entregó. Palpé el bolsillo y saqué la lata. Aliviados, comprobamos que no presentaba ni un rasguño. Aunque algo me llamó la atención: la tapa estaba un tanto menos apretada de lo normal. Probablemente Diemisser no había dicho la verdad; seguro que la había encontrado y había tratado de abrirla, sin éxito. Me encargué en su día de sellarla para que no pudiera ser abierta por manos mundanas, ni siquiera a martillazos. Os lo he dicho: me preocupo por mi amigo, aunque a veces tenga estos problemillas de memoria cuando juego a las cartas.

      Pero algo sí me quedaba claro, a la vista de aquello. Bocchier no se había vinculado a los residuos de Viktor en su chaqueta, sino a su propia alma.

      ****

      Viktor sacó su pipa y la bolsita de hierba que le había regalado su amigo el poeta oriental. Yo no recordaba el nombre, ni de la hierba ni del tipo. Zhang o Ziang, o alguna otra palabra de ortografía imposible. Un olor extraño y salvaje, a sal y a arena, se elevó de la cazoleta cuando dio la primera calada. Un perro arrugó la nariz y gruñó al pasar por nuestro lado.

      —Sigmund Bocchier es otro de tus compañeros de borracheras —me habló al fin. La tienda había desaparecido ya tras nosotros; habíamos girado la esquina y tomado una callejuela encharcada y silenciosa, de vuelta a nuestra habitación—. No cabe la posibilidad de que le hayas hablado… bueno, de que le hayas contado sobre mis cosas, ¿cierto? Y de que hayáis decidido gastarme una broma pesada.

      —Sé que a veces soy un poco cretino. Pero puedes estar seguro de que nunca te haría una jugarreta en la que estuviera implicada tu alma… o Erin.

      Mi compañero asintió con la cabeza. No dijo nada, mirando el cielo entre los tejados, las nubes perezosas que se desgajaban del horizonte.

      —¿Crees en el destino, Gus? —soltó de pronto—. ¿Crees que el mundo es un mosaico compuesto por alguna gran mente y nosotros no hacemos más que movernos entre las teselas? ¿Que nuestro único papel es el de intentar no pisar en falso y destrozar el dibujo?

      —Creo en el desayuno —respondí —. Sobre todo, a esta hora. ¿Vamos a ir a tomarnos algo?

      —Oh, vamos. Después de la que has liado, lo menos que me debes es un poco de filosofía barata. —Viktor sonrió, exhalando una bocanada de aquella hierba marina—. No son ni las diez de la mañana y sin previo aviso el pasado ha venido a mí a darme dos bofetadas. Si creyera en el destino, bien parecería que está intentando darme un tirón de orejas. Recordarme quién soy. Pero no entiendo el motivo.

      —Bueno, Vik, tú sabes tanto como yo. Lo ves a diario con ese ojo derecho tuyo. O algo parecido. La realidad no es un mosaico inmovible, donde cada pieza tiene un único lugar, sino un tapiz sin tejer. Tenemos todas las hebras delante para elegir y entrelazar las que deseemos. Las agujas son nuestro albedrío.

      —Que tengamos lo mismo delante no significa que veamos lo mismo, recuérdalo. Entonces no crees que haya un tejedor supremo, una fuerza superior por encima de nuestras voluntades. Qué triste. —Vik me miró con fingida decepción.

      —¿Quién podría creer eso, en estos tiempos que corren? —repuse—. Desde que los dioses dejaron de ser ideales metafísicos en un panteón lejano y se convirtieron en algo mucho más espeluznante y terrible. En políticos.

      —Ah, touché —se rio mi compañero—. En todo caso, si lo que ha sucedido esta mañana es una señal…—Se encogió de hombros—. Bueno, a lo mejor debería estar atento a lo que quiere mostrarme.

      No dijimos nada más en un buen trecho, hasta llegar casi a la altura de nuestro hostal. Sabía que Viktor se había sumido, como tantas otras veces, en la contemplación del dibujo que ansiaba recrear en su tapiz. Por mi parte, el estómago empezaba a acusar la lejanía de mi última comida. Unos metros adelante, el viejo Günther estaba abriendo la puerta de su taberna. Decidí que poner un plato de beicon delante de mi amigo sería un buen método para terminar de saldar mi deuda de aquella


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