Götterdämerung. Mariela González
irredentos tan interesados en el fondo de los libros por la mañana como en el de las botellas por la noche. Si uno conocía las esquinas y las tabernas adecuadas terminaba por toparse siempre con las mismas caras y por aprenderse los nombres. Quizás, incluso, acabase formando parte de alguno de los clubes de los que surgían incontables artistas con ganas de comerse el mundo. Al final, lo que la mayoría devoraba era el orgullo y el dinero de sus padres.
Aquel baile de máscaras, el alma de la ciudad, tenía su máxima expresión en eventos como aquel: la recepción en el palacio Boisserée, uno de los centros culturales más relevantes. Los dos hermanos que ostentaban el apellido, Sulpiz y Melchior, poseían una notable colección de pintura y gustaban de fastos como aquel de vez en cuando para presumir de ella. Que el propio Goethe les hubiera obsequiado con una visita años atrás, expresando sin rodeos su admiración e incluso componiendo un poema para la ocasión, había significado un increíble impulso y les había otorgado un halo casi divino. Corría el rumor, además, de que estaban planteándose cerrar el palacio y mover la colección a Stuttgart en unos meses. Siendo como eran almas inquietas, historiadores de pura cepa, los hermanos estaban deseosos de cambiar de aires y asumir nuevos retos, quizás en Colonia o en Munich. Así que tal vez aquella noche fuera una de las últimas en las que el público podría contemplar la pinacoteca. Nadie en su sano juicio querría perder la oportunidad.
Las reuniones sociales eran momentos anhelados por todo el que quisiera labrarse un nombre y estrechar las manos adecuadas. Cierto que muchos de los estudiantes de Heidelberg eran hijos de nobles o comerciantes ricachones y se sentían allí como peces en el agua, pero otros, por el contrario, pertenecían a familias más humildes, nuevos burgueses que de la noche a la mañana veían abrirse ante sí un destino diferente. A estos se les distinguía por sus ademanes vacilantes, por la risa forzada y la notoria incomodidad con la que todavía se desenvolvían en las conversaciones. Aunque no por sus ropas, sus pañuelos y sus sombreros, igual de costosos y con los mismos adornos de moda que el resto.
Había que ser un buen observador, sin embargo, para darse cuenta de aquellos detalles nimios. Viktor lo era, por naturaleza y por obligación. Así que se entretenía con aquello, de pie en un rincón del gran patio que daba entrada al palacio, con una copa de champán en la mano. La antesala de la recepción era siempre el mejor momento para aquella labor de etología social que tanto le gustaba. Ya había calado a un jovenzuelo rubio, de mirada despierta, con una barba que le recorría el mentón y los laterales de la cara recortada de manera irregular. Sus risotadas exageradas y el nervioso movimiento de su mano derecha, con la que no sabía muy bien qué hacer (entraba en uno de los bolsillos de su chaqueta, salía, se frotaba el brazo izquierdo, hacía aspavientos un tanto amanerados en el aire), le delataban. ¿Sería su primera fiesta del estilo? ¿Estaría intentando impresionar, tal vez, a alguno de los nobles tiesos y emperifollados con los que charlaba en un corro? Sin duda, su padre le había hablado de lo importante que era cultivar amistades provechosas.
Pasó cerca otra clase de persona a la que conocía bien, que enseguida atrajo la atención de Viktor. El hijo de familia rica que deseaba que se lo tragara la tierra. Era un muchacho de rostro melancólico y granujiento, que no debía de superar la veintena. Sabía cómo disparar sonrisas encantadoras y acertar en la persona exacta, y los espontáneos gestos de cortesía, expresados en todas sus modalidades, revelaban su procedencia. Pero sus ojos traían a la superficie algo muy distinto. El hastío, la ensoñación del que desea volar lejos de las costumbres forzadas y del devenir de la rutina. Un alma dividida, para quien aquella noche resultaba no un solaz sino una pequeña tortura.
A Viktor le cayó bien enseguida aquel tipo. Era uno de los suyos.
No pudo enfrascarse mucho rato más en su catalogación de las almas humanas, puesto que Gus apareció a su lado surgido de la nada. Llevaba una copa en cada mano, la punta de la larga nariz y sus pómulos de huesos marcados tenían un ligero tinte carmesí. Quizás no le gustara la decisión que había tomado Viktor aceptando el trabajo, pero no podía evitar sentirse en su salsa. La cabra tiraba al monte y el trasgo a las libaciones.
—Mira que te gusta este rollo lúgubre, Vik —le soltó sin más, meneando la cabeza—. Todavía falta un rato para que abran las puertas, y ya que no nos queda más remedio que hacer esto, intenta pasar el rato de manera agradable. Por cierto, no he visto por ningún lado a tu patrón —pronunció estas palabras deprisa, como si le quemaran—. Hazte un favor y ve a probar los dátiles con miel de aquella mesa. Y ya que estamos, dale un poco de cháchara a la muchacha pelirroja que está al lado. Ya la he pillado mirándote tres veces por lo menos. Puede que haya oído hablar de ti y te reconozca.
Viktor no pudo evitar desviar la mirada hacia donde señalaba su amigo. Veintipocos, delgada, de mejillas coloreadas. No parecía mala compañía.
—Como si haber escuchado historias sobre mí fuese buena señal—replicó, en cambio—. Si me hubiera leído, cosa que no creo que puedas saber solo con su mirada, ¿cómo iba a identificarme?
—Dedícale una de esas sonrisas melosas tuyas y seguro que entonces sí que habrá leído algo. Venga, pedazo de cenizo.
—Gus... —Viktor se apartó para que dejara de darle golpecitos en el hombro y de tirarle del cuello del chaleco. Lo estaba arrugando, diablos—. Gus. Cálmate. Esa mujer tiene un motivo poderoso para relamerse como dices. Sí, seguro que se ha dado cuenta de que soy poeta. Y ya se sabe lo deliciosos que resultan los poetas para las súcubos.
La sonrisa del trasgo se congeló en sus labios. Giró la cabeza, contempló a la muchacha con los ojos entrecerrados. Un brillo de curiosidad que Viktor conocía de sobra asomó entre las rendijas.
—¿Es un súcubo? ¿Estás seguro de eso? ¿Como es que no he notado su Sayo?
—Tú sabrás cuántas copas llevas encima. ¿Alguna vez me he equivocado? Es más —Viktor se dio un toquecito con el dedo en el parche, con desgana—, ¿alguna vez puedo equivocarme?
Su amigo había enmudecido. Mejor dicho, había decidido cambiar el rumbo de la conversación. Ahora, sus ojos chisporroteaban.
—Vaya. Pues entre nosotros se cuentan cosas interesantes sobre las súcubos. Creo que voy a intentar darle palique, ya que a ti no te interesa. Si me dejas el campo libre, claro. Lo hago por ti. ¿Cómo podría dejar que se aprovechara de la energía de mi amigo?
—Por supuesto. Tú siempre eres así de desinteresado —Gus soltó una carcajada antes de alejarse, arreglándose la corbata.
Viktor estiró la espalda y retomó su silencioso examen del patio. En el fondo, le gustaba sentirse superior a aquellos ricos de pega. No solo por el conocimiento de la psique humana del que se jactaba, claro, eso era solo una pequeña parte. Era mucho más interesante escudriñar la historia detrás de la historia. Ese segundo plano que su ojo le hacía ver.
Identificar al súcubo que ahora charlaba con Gus no había sido más que un juego de manos del prestidigitador que guarda mucho más en la manga. La mujer no era el único de los seres feéricos que campaban por el patio, utilizando sus artes para mimetizarse entre los humanos comunes, aquella habilidad que llamaban Sayo. La fusión entre mundos que había supuesto la apertura de los Senderos, siglos atrás, había traído la aceptación generalizada entre los mortales y los mitos, pero todavía había quien prefería mantenerse en secreto, quizás para evitar los prejuicios más difíciles de erradicar. Nadie tenía por qué saber que su panadero preferido había sido, en otro lugar y otro mundo, un ogro con afición a cocinar niños. O que esa encantadora dama, bajo su tersa y deliciosa piel, escondía una arpía... en el sentido más literal de la palabra. Algunos, como su amigo Gus, en poco o nada se diferenciaban envueltos en su Sayo de cualquier truhan de taberna, de esos que se batían en duelo en los callejones por no haber querido tocarse el ala del sombrero en un encuentro.
Pero el ojo derecho de Viktor se lo revelaba todo de una sentada, en un torbellino que no pocas veces le mareaba o causaba arcadas. Los Sayos caían ante su mirada incluso aunque tuviera puesto el parche, tal era la simbiosis de aquel corazón de trasgo con su mente. El mundo era una aurora boreal constante de energías condensadas, algunas resplandecientes y espectaculares, otras volubles, que crecían y decrecían