Götterdämerung. Mariela González
no cabía duda, y eso que Gus no tenía ni idea de aquello. No había más que compararla con el resto de jóvenes a su alrededor. Erin, aun sin pretenderlo, desde la naturalidad en sus gestos, relucía como una piedra preciosa en medio de un montón de arena.
A su lado se encontraba Algernon Wilkins. Filántropo y expedicionario, hombre hecho a sí mismo a partir de una fortuna legada por el trabajo de su familia en la industria maderera; quizás uno de los nombres más conocidos de aquella sala. Vestía una levita negra y unos pantalones grises, muy en consonancia con el vestido de su esposa. A diferencia de esta, su cabello era oscuro, incluso su tez, a pesar de su procedencia inglesa. No había más que mirarlos para darse cuenta de la unión férrea que había entre ambos. Aunque cada uno mantenía una conversación distinta, en ocasiones parecían intervenir en la del otro; no con afán de controlarlo o de interrumpir sino de hacer algún apunte, alguna broma que era celebrada con una sonrisa y un asentimiento. Gus no podía escucharlos, pero no era nada complicado advertir aquellos gestos cómplices, aquellas miradas devotas, y lo que significaban.
«Maldita sea, Vik». El trasgo notó que la escena le taladraba el pecho, allá donde debía estar su corazón huido. «Tendrías que rendirte a la evidencia de una vez, con solo verlos».
Viktor lo sabía, por supuesto. Lo sabía desde hacía mucho. Lo sabía entonces, a apenas un par de metros de ellos. Solo, pese a las decenas de personas a su alrededor. Abandonado como un navío con las velas rotas en la inmensidad de aquella sala.
Había anhelo en la mirada del poeta, donde parecía concentrarse toda su alma. Cariño preñado de recuerdos, de palabras nunca pronunciadas y de otras fallidas. El arrepentimiento y la culpa entrechocando sus floretes, hiriendo en el lance cada uno de los puntos débiles del hombre. El deseo de volver a tocar aquellos brazos blancos y enredar sus dedos en los tirabuzones, de sentir aquel aliento contra el suyo. Durante un momento, Gus temió que su amigo fuera a acercarse más, a cometer una insensatez. Lo vio levantar un tanto las manos hacia Erin. ¿Iba a llamarla? ¿A presentarse frente a ella, en medio de su conversación?
Por fortuna, el momento de alarma pasó pronto. Viktor bajó las manos. A Gus le pareció que sonreía, si es que aquello era posible. Aunque su simbiosis no era tan fuerte como en los primeros días, en aquel momento, como antaño, el trasgo volvió a notar la conexión muy profunda en su pecho. Tanto que él mismo soltó un gemido en voz baja ante el aguijonazo. Resultaba difícil explicar qué era aquel dolor. Aquella tristeza que, no obstante, se sentía satisfecha con el breve encuentro. Con saber que estaba respirando el mismo aire que ella.
«Así que solo deseabas esto», pensó Gus, observando cómo Viktor se alejaba de Erin y Algernon, cómo serpenteaba entre la muchedumbre hasta colocarse al lado de una de las pinturas y centrarse en su contemplación.
Tomó un tercer pastelito, lo masticó bien esta vez, pensativo. Quizás esperaría un poco más antes de contarle todo aquello del súcubo. Tampoco tenía tanta importancia.
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Ya hacía tiempo que le iba bien en la vida siendo un cobarde, y no iba a cambiar eso ahora.
Viktor trató de calmar el apresurado latido de su corazón. De sus dos corazones: por si fuera poco, la cada vez mayor concurrencia de la sala y los sentimientos encendidos con el baile y la música provocaban un estímulo creciente en su ojo derecho. Era una de aquellas ocasiones en las que ni siquiera cerrar el párpado tras el parche le ayudaba. El palpitar no cesaba, la sensación que comenzaba como un leve pinchazo se iba convirtiendo poco a poco en una estocada que empezaba a cavar hasta su cerebro. Porque allí, claro, cada una de las energías estallaba en un color, una imagen, incluso un sabor. No siempre era sencillo contenerlo. Aquel espectáculo de fuegos artificiales que era su sinestesia, que en condiciones normales y controladas suponía un alimento para su creatividad, en reuniones desordenadas como aquella se convertía en un castigo enloquecedor.
Eso, por una parte. Por otra, la presencia de Erin, tan cercana, tan ajena a él, lo había afectado más de lo que quería admitirse a sí mismo. Estaba seguro de que lo tenía todo dominado, después de tanto tiempo, tantas noches meditando y fraguando en su alma la resignación. Pero no era así.
Se plantó frente a una pintura del período holandés, Las siete alegrías de la virgen, de Hans Memling. No le llamaba demasiado la atención, como casi nada del arte cristiano, que se le antojaba vacuo (que todavía siguiera existiendo gente aferrada a aquella religión, rezando a un Dios ausente y silencioso, le resultaba un misterio), pero su sobriedad sirvió para calmarle un poco. Recorrió la escena despacio, deteniéndose cuanto podía en los detalles, tratando de desgranar la historia. Le gustó lo pragmático de sus colores y de los gestos de sus personajes, como si ninguno tuviera nada que ocultar o que mostrar más que lo que quedaba a simple vista. Aquel ritual de concentración en una obra siempre actuaba como un bálsamo para su alma. También fue así entonces, aunque en menor medida. Ninguno de sus mecanismos de defensa cotidianos servía frente a todo lo que Erin provocaba en su ánimo, lo que desenterraba en su memoria.
Había sido demasiadas cosas a la vez para Viktor. De niños, cuando sus padres la adoptaron tras morir los de ella, una hermana a la que martirizar tirando del pelo y hacer rabiar con tonterías. Un poco más crecidos ya, compañera de confidencias, y sobre todo de descubrimiento de escritores y poemas. Nació en ambos a la vez el deseo de experimentar con las palabras, de conseguir que encajaran para darle explicación a ese sinsentido que era el mundo. Y ya mayores, como parecía destinado, el amor.
«El amor cobra demasiadas formas, como todos estos desgraciados de aquí», se dijo Viktor con amargura, mirando a su alrededor y desviando enseguida la vista, volviéndola de nuevo al cuadro para evitar el mareo. La había amado, por supuesto, con una fuerza y una devoción que ahora, desde la distancia de los años, se le antojaban arrebatadoras. Pero también había amado el mundo de los versos, la promesa de la vida ilustrada. La ilusión del arte. Y se había decidido por esta otra clase de amor, a sus brazos había encaminado sus pasos y su espíritu. No quedó resquicio para otra cosa. No quedó lugar para Erin.
Ahora, sin embargo, cada rincón vacío de su alma aullaba su nombre.
¿Cómo podía recriminarle nada? Que, después de esperar contra toda esperanza, de suplicarle con misivas, hubiera dejado el recuerdo de Viktor atrás. Y hubiese recompuesto su vida con alguien que la merecía mientras él cometía un fallo tras otro, enterrando sus esperanzas y metas. Cuando él se afanaba por abrirse camino en la universidad, lamiendo las botas a cuanto profesor avinagrado encontraba, ella empezaba a despuntar en círculos literarios modestos, con su poesía sutil y acerada. Cuando él se dejaba llevar por el ansia de reconocimiento y el narcisismo, intentando alcanzar las cimas de la Alta Poesía, ella publicaba pequeñas obras y empezaba a recibir a sus primeros pupilos: jóvenes aspirantes a poeta que la buscaban para que les enseñara cómo encontrar su voz.
Al final, mientras él se convertía en un paria, cuando veía las costuras y las sombras detrás del mundo que había idealizado, ella llegaba a su destino. Como soñaron ambos sentados en el jardín de su casa, en el tiempo en que todo parecía nuevo y alcanzable.
Y Algernon, su marido, parecía un buen tipo, por qué no decirlo. Viktor lo miraba de reojo, no sin cierta ansiedad; le parecía que siempre cazaba su escrutinio y le devolvía el gesto con desafío. Era una tontería, claro. Ni siquiera sabía que existía. Dudaba que Erin le hubiera hablado de ese medio hermano, medio novio tontorrón perdido en el pasado. Aquel hombre, otro de tantos nobles volcados en el fomento de la cultura y el progreso, era respetado y admirado, sobre todo en una ciudad como Heidelberg. No parecía haber hipocresía o dobles intenciones en su interés por las artes: se decía que él también pintaba, escribía, componía, al tiempo que buscaba nuevos talentos a los que apadrinar, nuevas investigaciones que alentar. Un compañero a la medida de Erin, no cabía duda.
«Mejor que yo. Dónde vamos a parar».
La sonrisa torcida en su rostro, los recuerdos amargos, debían de saltar a la vista, puesto que Yon’Fai, que apareció de pronto a su lado, se extrañó al verlo.
—Herr DeRoot —dijo, casi sobresaltándolo —. ¿Os encontráis bien? Tenéis mala