Götterdämerung. Mariela González

Götterdämerung - Mariela González


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Sois muy amable, herr DeRoot. —El guardia parecía emocionado y no se esforzó por ocultarlo—. Será un honor para mí. Ahora, sin embargo, me temo que debo pediros que apuréis ese plato o me retrasaré más de lo prudente en la ronda.

      Viktor se conminó a acabar con la masa blanca de unas cuantas cucharadas, y lo hizo pasar todo por su gaznate mediante el agua fresca del vaso. Se despidieron con una inclinación de cabeza. De nuevo, la celda y la soledad se dieron la mano para cerrarse en torno a sus ominosos pensamientos.

      No obstante, ahora asomaba un resquicio de luz, por increíble que le hubiera parecido minutos antes. No solo las palabras de halago del guardia lo habían animado. También estaba aquella idea, peregrina todavía, que se había empezado a insinuar entre las sombras de su conciencia. Si le salía bien… bueno, si le salía bien podía meterse en muchos problemas nuevos. Pero a la vez salir de aquel atolladero.

      ****

      Sin un rayo de luz solar que se filtrase por las rendijas de las paredes, tan solo con la iluminación del pasillo entrando por el ventanuco de la puerta, no había nada que dijese a Viktor cuánto tiempo transcurría. Para una mente como la suya, que necesitaba aprovechar y exprimir cada instante del día en cosas provechosas, aquello era una lenta tortura.

      Primero probó a inspeccionar la celda. En la cárcel de estudiantes, durante las semanas que había estado preso, había podido descubrir todo un submundo inscrito en las paredes. Citas, versos, declaraciones de amor o de odio, nombres grabados con trazos enérgicos como un desafío al paso de los siglos. Dibujos, caricaturas, sátiras en formas más o menos evidentes. Cada uno de los jovenzuelos que había pasado por allí, cumpliendo penas que podían ir desde una borrachera hasta el agravio al cuerpo de profesores o la destrucción de documentos, había dejado una hebra de su historia de algún modo. Para Viktor, aquel mosaico de vidas había resultado fascinante desde el primer momento. Casi se lamentó cuando lo soltaron: sintió que no había sido capaz de encontrar o recomponer todas las historias de los cautivos que estuvieron allí antes que él. Con la perspectiva de los años, acabó por pensar que había sido una experiencia enriquecedora, a solas con aquella miríada de voces silenciosas. La humillación y la deshonra del incidente en la universidad casi quedaron mitigados un tanto.

      Pero si aquella reclusión había sido catártica, esta otra era infame, vejatoria. Poco halló en las paredes, inspeccionándolas a tientas a la trémula luz. Nombres grabados a duras penas, muchos ya desvaídos e ilegibles; quejas hacia algún que otro miembro del Consejo Administrativo de la ciudad o insultos al alguacil. Nada ingenioso, ningún mensaje preclaro o enigmático al que dar vueltas. Ninguna clave secreta. Aquellas cuatro paredes no solo le estaban privando de su libertad. Más terrible aun: también de cualquier estímulo, de todo lo que no fuera percibir el mundo desde la mirilla gris que utilizaban el resto de mortales comunes. Durante un breve tiempo fue un cambio soportable, un alivio. Después, sin embargo, todo su ser empezó a quejarse como si le faltara el agua, como si la sangre se le estuviera secando y convirtiendo en una pasta que a duras penas bombeaba su corazón.

      Se entretuvo tratando de hilar versos. Tanto aquel entorno como la conversación con el guardia lo habían llevado a pensar en sus poemas. Se los imaginaba desamparados en su buhardilla, preocupados por que no hubiera regresado desde la noche anterior. Eran como gatos, esquivos e independientes por el día, ávidos de su calor y atención por las noches. Dio gracias cuando el guardia volvió a aparecer y por tanto pudo saber, o entrever, qué hora era. El atardecer, al menos. Era la hora en la que Gus hacía su ronda habitual por las tabernas y trataba de improvisar alguno de sus poemas picantes. Si había suerte, si le caía en gracia al tabernero y la concurrencia, volvía con algunas monedas y una botella para endulzar la cena. Se preguntó cómo se estaría tomando su amigo todo aquello. Al fin y al cabo, el alma de Viktor estaba en un tarro de judías custodiado por aquel trasgo despreocupado, pero el corazón de este latía en su cuenca derecha, y tampoco debía de sentirse tranquilo sin saber cómo estaban tratando a una parte tan vital de su ser.

      El guardia le dijo su nombre, Albrecht, y además de una cena consistente en un plato de lentejas apelmazadas y un vaso de vino blanco le llevó una hoja de papel doblada en cuatro partes, que le ofreció con un leve temblequeo. «Mi poema», le dijo. En el que estaba trabajando en aquellos momentos, el único que le parecía bueno como para enseñarlo a «alguien como él». Pese a que no era el mejor admirador que podría desear, Viktor no pudo evitar un ramalazo de orgullo.

      Lo desdobló, lo leyó con atención. Era demasiado ripioso en algunos puntos, pero en otros había buenas metáforas, inspiradas en las de poetas conocidos. Por algún sitio había que empezar siempre. Sonrió, miró a Albrecht con toda la amabilidad que fue capaz de componer en su gesto cansado. No era material inservible, sobre todo para su plan.

      —No está nada mal —aseguró, y añadió un silbido de fingida admiración para reforzar sus palabras. El guardia se hinchó de placer—. Será para mí un honor ayudaros a mejorarlo, si no os importa que mis manazas toquen vuestra obra.

      —¡Por favor! Cómo iba a importarme. No os imagináis cuánto os lo agradezco. No tengo conocidos que me ayuden a mejorar mi escritura. Creo que el destino, si bien cruel con vos, ha sido propicio en nuestro encuentro. —No debía de estar pensando mucho en lo que decía si consideraba que podía consolar a un cautivo con aquella frase, se lamentó Viktor.

      —Eso sí, necesitaría una pluma. O un lápiz al menos. Algo para que pueda escribir y anotaros mis consejos.

      —Hum… —Albrecht miró por el ventanuco y bajó la voz hasta dejarla en un susurro—. Puedo tratar de conseguiros un lápiz. No me será difícil pasarlo. Una pluma, me temo, podría causarme mayores problemas si fuera descubierta.

      —Claro, lo comprendo. Con un lápiz será suficiente.

      —En tal caso, mañana mismo lo tendréis, bien temprano.

      —Una última cosa —añadió Viktor, mientras terminaba el plato de lentejas deprisa—. ¿Ha dado Lake señales de vida? ¿Alguien más ha preguntado por mí?

      —No he escuchado nada, ni de manera oficial ni, ya sabéis, por otros medios. Lo lamento. No obstante, no hay notificación sobre la fecha de vuestro juicio. Eso puede ser una buena señal.

      —Claro —musitó el poeta. Apuró el vaso, se limpió los labios con una mano—. Confiemos en eso. Gracias, Albrecht.

      Quedó un momento pensativo, inclinado sobre las rodillas. Escuchó los pasos alejarse sin prisa y descorrer el cerrojo de otra celda. Así que nada de Lake, pero al parecer Gus tampoco había montado una de las suyas para tratar de sacarlo. No sabía qué pensar de eso.

      Dio vueltas al papel en sus manos, recorrió los dobleces, leyó el poema una vez más, poco a poco. Cerró entonces los ojos y trató de visualizar lo que faltaba, abriendo la puerta a aquellas ideas y aquel mundo en miniatura. No era sencillo conectar con la melodía de otra mente, pero su ojo derecho le facilitaba las cosas. De su habilidad indagando en otros dependía que su plan tuviera éxito.

      ****

      Albrecht regresó a la mañana siguiente, y además del plato de gachas y el agua le llevó un lápiz de punta roma, como había prometido. Se lo entregó con rigidez, escondido bajo la manga, sin mediar palabra ni dejar de mirar por encima de su hombro. Parecía más un acto reflejo que otra cosa, pues Viktor dudaba que ningún compañero fuese a espiarlos de pronto a través del ventanuco. No obstante, agradeció el recelo. El tipo parecía de fiar, no le estaba tendiendo una trampa. Tal vez por ello notó un atisbo de culpabilidad que se aprestó en acallar.

      Viktor tocó la punta del lápiz con un dedo, luego lo apretó contra el papel. Su trazo era débil, pero al mismo tiempo no haría ningún ruido al escribir y por tanto no levantaría sospechas. Asintió con la cabeza en dirección a Albrecht, haciéndole ver que estaba satisfecho. Apenas se marchó, se levantó del camastro, se sentó de cara a la pared del fondo y apoyó el papel sobre ella. Sus ojos se convirtieron en escalpelos que comenzaron sin demora la incisión en aquellos versos.

      Llevaba muchos años sin hacer aquello, y tenía miedo, por supuesto. Miedo de haber


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