Götterdämerung. Mariela González
compañero aquí presente es testigo. Gracias por vuestro servicio, herr DeRoot. Y por vuestra sinceridad.
Una campanilla resonó de repente en manos del encapuchado. Un sonido límpido, cristalino, más fuerte de lo que cabría esperar.
Las puertas de la habitación eran enormes y también silenciosas, como correspondía a una habitación de aquellas características. Un estudio necesitaba privacidad. Quizás, de haber sido otro tipo de estancia, Viktor habría escuchado antes cómo se abrían tras de sí, pero fue demasiado tarde cuando se percató. Demasiado tarde también cuando se giró al notar aquellos pasos de botas pesadas. Nada pudo hacer frente a los brazos que le aferraron por los suyos, inmovilizándole, ni por supuesto para esquivar el golpe en el lateral derecho de la cabeza, su punto ciego, que lo dejó sin sentido.
CAPÍTULO 2
Algún día, esa maldita manía suya le iba a jugar una mala pasada. A lo mejor ese día era justo entonces, se dijo Gus; uno tan bueno como cualquier otro para llevarse un escarmiento. Mejor dicho, tal pensamiento surgió de aquella parte de Gus racional y seria que lo miraba cada mañana desde el otro lado del espejo, confiando en que madurase. En cambio, la parte despreocupada que solía tomar el control demasiado a menudo no podía dejar de reír. Como le sucedía casi siempre que un sentimiento extremo le acosaba.
Si algo le parecía demasiado divertido se reía a carcajadas, claro. Como todo el mundo. Pero también le pasaba lo mismo cuando tenía demasiado miedo. O en situaciones de tensión, como aquel momento preciso. No podía explicar a aquel alguacil con cara de sapo que en realidad estaba preocupado, angustiado por la suerte de su amigo… y que por eso mismo le había dado por reír sin parar. Tampoco serviría de nada contar semejante sinsentido a los dos guardias flacuchos, bastante más jóvenes que su superior, que flanqueaban su mesa, quienes no dejaban de mirarse con desconcierto el uno al otro. Demasiado tenían con dar el tipo en aquella situación imprevista como para encima lidiar con un desquiciado.
Logró refrenarse, aunque le llevó un par de minutos al menos. Se irguió, se limpió las lágrimas y respiró muy hondo hasta calmar los retortijones de su estómago. Se atusó la perilla, trató de recomponerse la camisa y… ¿la corbata? Ya no la llevaba puesta. A saber en qué momento la había perdido o se la había arrancado, corriendo a toda prisa desde el palacio Boisserée hasta allí.
—Veamos si me ha quedado claro —dijo al fin. El alguacil-sapo no parecía muy dispuesto a repetir nada, por la manera en que entrecerró los ojos y temblaron las bolsas bajo estos—. Mi amigo Viktor está retenido en prisión por conspiración contra el duque de Baden. Por tratar de asesinarlo mediante Alta Poesía contenida en un poema que él dice no haber escrito, cuando ni siquiera se había apuntado como uno de los participantes en el recital de hoy. ¿Lo he entendido bien?
—No os dejáis nada, pero estáis retocando bastante la realidad. No me extraña, viendo lo poco que os ha afectado la situación. —Estaba claro que el arrebato histriónico de Gus no ayudaba a darle credibilidad a su discurso—. En todo caso, no hay mucho más que hablar. Hay otras personas ahí fuera a la espera de ser atendidas. Vogel os acompañará fuera de la comisaría.
—No, todavía no hemos terminado —replicó el trasgo dando un paso atrás, a la defensiva. Se había desahogado y ahora parecía que su lado severo (el cenizo, como lo llamaba en su fuero interno) iba a encargarse del asunto—. Todo esto es una ridiculez orquestada de manera tan burda que me sonroja pensar en ello. Mi compañero ni siquiera sabía de la celebración en el palacio Boisserée hasta hace tres días, cuando recibió esta invitación. —Sacó de un bolsillo de su camisa el sobre que les había entregado Lake, arrugado, y agitó el papel de su interior frente a las narices de los tres presentes—. Podéis, no, debéis preguntarle al responsable de ella. El Alto Magistrado Lake. ¿Acaso el testimonio de un par de desconocidos, que jamás habían visto a Viktor en su vida, es suficiente para una acusación de ese calibre?
—Os hemos hablado de las pruebas hasta donde nos está permitido, herr Trasaño. Sois vos quien se aferra a un sinsentido como es una presunción de inocencia que cae por su propio peso. —El alguacil se incorporó y apoyó las manos sobre la mesa, crispando los nudillos. Muchos años de rango le habían enseñado a mantener la compostura, pero se veía que estaba deseando dar un buen sopapo a aquel rostro moreno e impertinente—. Decís que no estaba apuntado como participante en el recital… sin embargo, tenemos su nombre en una solicitud formal que nos ha traído Melchor Boisserée, aprobada y firmada. El poema lleva su nombre y es de su puño y letra. Tenemos dos testigos que confirman que señaló al sobre hechizado, y desde luego no hay nadie que pueda identificar algo así aparte de él. Aquí todos conocemos a herr DeRoot y sus habilidades —añadió, con una mezcla de desprecio y burla en su voz—. Sabemos a qué se dedica, cómo utiliza sus artes sobrenaturales. Él mismo ha puesto los clavos en su ataúd.
Gus tragó saliva. No le gustó aquella comparación, aunque el cenizo intentó tranquilizarlo. «No van a mandarle a la horca por un atentado fallido, idiota». Sin embargo, no podía estar seguro de nada mientras el nombre de Lake estuviera mezclado con todo aquello. Maldita fuera su estampa arrogante, maldito fuera el día en que se había plantado en su puerta con aquella petición tan tentadora para dos pobres diablos sin blanca como ellos.
Maldita fuera la debilidad de Vik, incapaz de negarse a la posibilidad de un atisbo de Erin en aquella fiesta.
El trasgo apretó los puños. Si no argumentaba otra cosa, si no contrarrestaba todas aquellas evidencias…
—Si no tenéis nada más que decirnos, ni os apetece reír más, hemos terminado —habló el alguacil, interrumpiendo sus pensamientos—. Os rogaría que para cualquier otro tema esperaseis al juicio. Se informará, como es habitual, en la hoja de avisos. Ya sabéis dónde está la puerta.
Gus gruñó entre dientes, pero se cuidó bien de que nadie escuchara aquellos epítetos poco favorecedores dirigidos hacia la madre y la hermana del alguacil. Se dio la vuelta antes de que uno de los guardias lo agarrara del brazo. Le habría gustado tener una capa para hacerla ondear con gesto ofendido al marcharse.
Abandonó la comisaría. Se apoyó en la pared junto a la puerta, se frotó los ojos cansados con las palmas. Por inercia aferró el zurrón que llevaba siempre en la cintura, en el que guardaba el tarro de judías, un gesto que se había convertido en reflejo cuando necesitaba calmar los nervios. Algún que otro curioso rondando los alrededores se le quedó mirando. Eran pocos, tal vez cuatro o cinco: chismosos que ya habían escuchado lo sucedido en el palacio Boisserée y querían enterarse de algo, aunque fuera de pasada. Gus sabía lo que buscaban. No necesitarían demasiada información para empezar a moldear su historia y contarla a cuantas orejas quisieran prestarles atención. A la mañana siguiente ya estaría montado el rumor, una quimera con decenas de patas, ojos y bocas correteando de puerta en puerta. La simple fama de Viktor ya agregaba interesantes apéndices a la criatura. ¿Que aquel poeta loco había intentado acabar con el duque de Baden? ¿Estaba regresando a las andadas? Inaudito. Las historias de un desgraciado que tropezaba una y otra vez con la misma piedra eran las favoritas en las tabernas de Heidelberg. Incluso en los círculos académicos y artísticos, por supuesto. Pese a aquella impostura, a aquella pretendida imagen de sobriedad y elitismo de sus miembros, nadie se libraba del placer de cotillear y disfrutar con el pesar ajeno. El mejor remedio para no pensar en el propio.
A nadie escapaba la amistad de Gus con Viktor, el hecho de que fueran compañeros de correrías. Había quien insinuaba que eran amantes, el trasgo lo sabía bien. No era algo a lo que prestase atención, pero lo último que deseaba en aquel momento era ser el blanco del escrutinio y los susurros desde lejos, de las miradas socarronas de un puñado de imbéciles sin nada mejor que hacer después de la cena. Así que decidió enfilar de vuelta a su habitación. Nada podría hacer, al menos hasta la mañana siguiente.
«No voy a descansar hasta encontrarte, Lake.