Götterdämerung. Mariela González

Götterdämerung - Mariela González


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tacto. Apretó los dedos sobre la carne, las puntas centellearon como si de pronto se hubieran transformado en agujas que se clavaran. Un breve instante, un espasmo y un gemido, y aquello fue todo. Aquella malhadada vida se marchaba, como tantas otras, después de haber disfrutado del mundo durante unas horas. Por así decirlo.

      Lo que no se iba era el desagradable sabor del fracaso en su paladar. Y no le gustaba nada. No estaba acostumbrado a eso, maldita sea. Ya iba siendo hora de volver a saborear el hidromiel de la victoria.

      —Voy a ser paciente un poco más. —Se incorporó, se dio la vuelta y se encaró, por fin, con Berner. Le sacaba al menos dos cabezas, pero el hombrecillo decidió humillarse encogiéndose aún más ante su mirada ceñuda—. Has sido obediente, y por ello seguiré dándote una oportunidad. Pero de un tiempo a esta parte no me traes más que decepciones y eso tiene que cambiar.

      —Pondré mi empeño en mantener saludables a los ejemplares de los que disponemos. Necesito entender por qué llegan a este declive repentino —aseguró aquel, abarcando con un gesto amplio las jaulas que tenían a su espalda, de las que emergían multitud de sonidos diferentes—. De hecho, si me permitís la sugerencia, creo que lo más sensato sería paralizar los nacimientos hasta que tengamos asegurado al grupo actual.

      —El tiempo corre en nuestra contra, Berner, no te olvides de eso. Pero si crees que es lo más adecuado, tienes vía libre por mi parte. —Lake estaba impaciente por conseguir resultados, pero no iba a lanzarse de cabeza a un precipicio sin red. No era tan idiota como para contratar a un experto y después desconfiar de su criterio—. Además, si todo va bien, pronto podré traerte a ese tipo del que hablamos. Su colaboración con nuestro proyecto puede cambiarlo todo.

      Una ráfaga cálida los envolvió a ambos en ese momento, apenas hubo terminado la frase. No había ninguna ventana que diera al exterior en la estancia, por lo que enseguida supieron de qué se trataba. El viento caracoleó un instante en torno a ellos, a la derecha de Lake. Giró sobre sí mismo hasta convertirse en un remolino, en cuyo centro parecían danzar una suerte de llamas espectrales; comenzaron a definirse las extremidades, el rostro, el torso. La conocida figura de Yon’Fai se materializó frente a ellos unos segundos después, sólida y tangible. Tieso como un palo, inclinó la cabeza en señal de respeto hacia Lake.

      —Mi señor, me temo que nuestros planes pueden haber sufrido… contratiempos. Tal vez la visita que esperamos tarde un poco.

      ****

      Para una vez que se sentía con ganas de montar gresca y no iba a ser necesario, se dijo Viktor con amargura. Toda aquella adrenalina que le había embargado, desperdiciada. Pues, al contrario de lo que había pensado en un primer momento, aquella no fue una huida espectacular, abriéndose camino con bravura a base de puñetazos y fintas. Nada de eso. Subieron las escaleras, cruzaron el patio empedrado, llegaron hasta el arco de entrada y lo atravesaron saludando con una inclinación de cabeza a los guardias dentro de la garita. Con el rabillo del ojo, sin atreverse a levantar demasiado la mirada, Viktor advirtió que ninguno les prestaba más atención que a una brisa que la incipiente noche trajera frente a ellos. «Dos entraron y dos han salido, eso es todo lo que les interesa», le dijo Gus en un susurro. Pero el poeta sabía que había algo más. Podía notar el cosquilleo del Glamerye en la piel, en el rostro y en los brazos, allá donde le tocaba la tela de la capa. Era evidente que aquella prenda los camuflaba, tal como le había parecido, por medios sobrenaturales. No cambiaba su rostro ni nada parecido, pero lo volvía insignificante a ojos comunes. La clase de semblante al que no hay por qué prestar atención.

      Mantuvieron el ritmo despreocupado durante un par de calles más, pero fue al llegar a una plaza pequeña, rodeada de edificios destartalados y en su mayoría abandonados, cuando el trasgo le dijo que debían apretar el paso. Un carromato pequeño, tirado por un percherón moteado de gris, los esperaba allí. En el pescante había una figura encogida, un tipo rechoncho y de rostro sonrosado que se limitó a indicarles, con un gesto de cabeza y un gruñido, que subieran al interior. A partir de entonces todo fue mucho más rápido. El carromato recorrió calles que Viktor no supo identificar; no ayudaba que el ocaso estuviera ya dando sus últimos coletazos y cada esquina le pareciera igual debido a la iluminación mortecina. Tampoco era de mucha ayuda el que sus párpados, de repente, se hubieran convertido en losas. Hizo todo lo posible por mantenerlos abiertos, pero sabía que no podía culparse de perder aquella batalla. Conocía el porqué de la somnolencia que lo embargaba de repente; la había sentido muchas veces, en el pasado, cuando investigaba con Alta Poesía. Era un gasto de energía inmenso y su mente se resentía, abandonándose al descanso reparador. Con el tiempo había conseguido domeñarla, claro. Pero hacía tanto de aquello. Era un Viktor diferente. Y el de ahora estaba tan cansado…

      Cuando despertó, se encontró tumbado en un diván. Fue emergiendo poco a poco de las brumas de un sueño confuso, donde las montañas iracundas de Albrecht se habían entremezclado con los ojos brillantes y felinos de Lake. Se incorporó sobre los codos, masajeándose las sienes, para descubrir que el carromato se había convertido en un espacioso salón de paredes blancas recorridas por estanterías. Grandes ventanales hacían entrar de lleno la luz del atardecer que moría, y a sus pies advirtió una alfombra de colores rojo y dorado que ocupaba casi todo el suelo.

      Gus estaba sentado a una mesa redonda, en el centro del salón, en una silla medallón del estilo que tanto gustaba a los franceses. Tenía frente a él un cuenco con uvas que comía con parsimonia, chupándose los dedos. Al verlo removerse, soltó un graznido de alegría. Se giró y separó otra silla de la mesa.

      —¡Bienvenido de vuelta! Tuve que traerte a cuestas hasta aquí, como si fueras un saco de patatas. Diría que has ganado algo de peso, ¿eh?

      Viktor respiró hondo y consiguió girarse sobre el costado, sentarse e, incluso, ponerse en pie tras unos segundos de vacilación sin ceder al mareo. Aceptó la invitación y ocupó la silla junto a su amigo. La visión de las uvas le hizo la boca agua, pero notaba la garganta encogida y pastosa; no creía que pudiera comer nada todavía.

      —¿Dónde estamos? —inquirió tras carraspear.

      Gus se rascó la barbilla, dejando algo de zumo en el vello.

      —Tenía muchas ganas de que me preguntaras eso. Te va a encantar la respuesta. —Sonrió de oreja a oreja y dejó pasar unos segundos antes de proseguir, uno de sus trucos de orador que le funcionaba bien en las tabernas—. ¿Recuerdas ese rumor que corre por Heidelberg sobre un grupo de humanos y fae que resuelve algunos de los problemas menores de la ciudad? Esos que no suelen interesar a la policía bastante para que muevan sus gordos traseros. Trifulcas, estafas, desapariciones de gente que no tiene suficiente dinero en los bolsillos…

      —Sí, sí. Claro que lo recuerdo —interrumpió Viktor—. Los Metomentodos, como los llaman por ahí. Más de una vez me he quejado de que me quitaban el trabajo.

      —Y de que no te intentaran reclutar, de eso también. —Gus no pudo evitar reírse entre dientes—. Pues bien, resulta que estamos en su, hum, guarida —vaciló. Echó un vistazo a su alrededor durante un instante y le pareció que la palabra no era la más adecuada—. Su… ¿sede? En fin, el caso es que han sido ellos quienes te han rescatado. Y son gente muy interesante. Gente influyente, capaz de mover una red invisible de contactos para sacarte de la cárcel sin alboroto. Aunque me temo que tú te encargaste de hacer justo lo contrario —meneó la cabeza.

      —Gente que posee artefactos y argucias feéricas. —Viktor decidió pasar por alto el comentario del «alboroto»—. No me negarás que esas capas que nos pusimos estaban hasta arriba de Glamerye.

      —Sí, bueno. Gente con muchos recursos, en resumen. Ni te imaginas de quiénes te hablo. En fin, lo mejor será que vayamos a verlos. Solo una última cosa. —Se inclinó hacia él, su rostro se mostró de repente severo—. Ten la mente abierta, ¿de acuerdo? Intenta no dejarte llevar por los prejuicios cuando salgamos de aquí.

      —Te recuerdo que llevo tu corazón incrustado en la cara; mi mente está bastante abierta desde entonces.

      Abandonaron la sala y cruzaron un pasillo de suelo tapizado hasta llegar a otra puerta. El trasgo llamó con los nudillos


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