Götterdämerung. Mariela González

Götterdämerung - Mariela González


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No pudo evitar un mohín de disgusto. Pese a todo, recordó las palabras de Gus: no iba a dejarse llevar por los prejuicios. Le habían sacado de la cárcel sin demasiado esfuerzo, y desde luego aquel taller impresionaba bastante. Quizás tenían más de un as guardado en la manga. Y seguro que no le costaba demasiado tirarle de la lengua a Algernon y saciar su curiosidad, si había tiempo para charlas.

      —La verdad es que suena todo muy interesante. —Gus tomó la palabra, con educación, advirtiendo que Viktor se había quedado sumido en sus pensamientos—. Nos encantará saber más de vuestras investigaciones, y sobre todo de cómo planeáis ir tras Lake. No parece poca cosa, ¿eh? Admiro vuestra valentía, pero estamos hablando del Alto Magistrado, protegido por la administración del káiser Odín, nada menos. Creo que deberíamos discutir sobre eso estando más frescos. Si se me permite la sugerencia, votaría por esa cena caliente y esa buena cama a las que habéis aludido, antes de que Vik se caiga redondo al suelo. Mirad qué cara tiene. —Le pasó un brazo por los hombros y le pellizcó una mejilla, ignorando el gruñido de este.

      —A eso también nos apuntamos los demás —convino Tarasque. Se puso en pie y empezó a recoger las cartas; las monedas, en cambio, las tomó de una vez con su manaza y las guardó en un saquillo, disparando una mirada de advertencia a sus rivales—. Esto se queda como bote para mañana.

      Se dirigieron al refectorio, situado en la planta superior. El lugar donde los antiguos monjes comían y que permanecía intacto desde aquella época, con el mismo cometido: los largos bancos de madera habían servido a las muchachas que habían estudiado allí, y después a los artistas que asistían a reuniones o que pasaban una temporada de retiro creativo. No hubo necesidad de remodelar la sala al adquirir la abadía, les explicó Algernon, más allá de cambiar los bancos que estaban en peor estado y pintar las paredes para eliminar desconchones y humedades. Les contó varias anécdotas referentes a la reconstrucción de algunas zonas o la adecuación de otras, conforme dejaban el taller y atravesaban los pasillos. Para aquel tipo, hablar de cómo había comprado una abadía entera y la había remodelado era tan cotidiano como charlar sobre el precio del pan. Viktor se sintió más miserable que nunca: un mentecato que había accedido a colaborar con Lake por un puñado de monedas. Le atormentaba lo que Erin pudiera pensar si lo más reciente que sabía de él era algo así. Y también se avergonzaba frente a Algernon. Cuanto más pasaba el tiempo, más difícil se le hacía sentir recelos o animosidad hacia aquel tipo. Parecía un hombre honesto, y aquello sí que era un espécimen inusual.

      Juzann y Tarasque se encerraron en la cocina y prepararon en un tiempo récord una sopa de tomates, puerros y calabaza, una mezcla suave que el estómago de Viktor agradeció, agarrotado como estaba después de las emociones. Gus, tan extrovertido como de costumbre, departió de forma animada durante la cena con Tarasque. Al trasgo le fascinaba saber que estaba ante aquella criatura que los grabados pintaban como un lagarto de seis patas con una concha picuda y cola de escorpión. El monstruo que había hostigado los campos franceses durante siglos, según contaban las historias, y que había terminado siendo reducido por las gentes.

      —¡Incluso hay procesiones que conmemoran tu derrota! No solo en Francia, también en Hispania, en el sur. ¿Nunca has estado en ninguna? ¿No te pica la curiosidad?

      Tarasque, lejos de ofenderse o molestarse con aquel interrogatorio (bastante indiscreto, en opinión de Viktor), rio con ganas ante la idea.

      —¿Irías tú a una fiesta para ver cómo te convierten en una marioneta de cartón y te vapulean? Ah, no, no. Ese tiempo ya quedó atrás. Me encanta esta nueva piel, incluso cuando me pica en verano y cuando se me acumulan las flemas en invierno. Y no echo nada de menos esa concha que me estaba destrozando la espalda.

      —Pero tenéis que contarme más —insistió Gus—. Cuánto de lo que se dice es cierto, qué hacéis aquí… Os guardaré el secreto, os lo aseguro.

      —Ya lo creo que sí —intervino entonces Mara, que no parecía estar prestando atención hasta ese momento—. O seré yo quien se asegure de que sueñes con ser devorado por dragones durante una temporada.

      Aunque Gus palideció un momento al escuchar aquello, las carcajadas de Juzann y Tarasque le quitaron hierro al asunto.

      Fue una cena agradable que se prolongó hasta que, como suele suceder, el ánimo decayó poco a poco. Viktor no abrió la boca apenas. Su rostro, no obstante, era del todo elocuente: se hallaba derrengado. Algernon fue quien puso fin a las conversaciones, que a buen seguro podrían haber durado toda la noche, y mandó a cada uno a sus respectivas habitaciones. «Dejemos a herr DeRoot descansar». A los recién llegados les asignó dormitorios contiguos, antiguas celdas de los monjes adaptadas a los nuevos tiempos en cuanto a mobiliario. El poeta agradeció con cada fibra de su ser descalzarse, guardar su ropa en un armario como Odín mandaba y dejarse caer en una cama mullida, que lo abrazó sin soltarlo hasta que el sol volvió a despuntar entre las montañas.

      ****

      Viktor podría haber dormido el doble si le hubieran dejado. Ni le habían acosado las pesadillas, pese a todos los estímulos y revelaciones de la noche anterior, ni había despertado con migraña o dolor en las sienes, lo cual era todavía más extraño. Por desgracia, no estaba seguro de que no fueran a provocárselo aquellos golpes llamando a su puerta.

      Gus apareció cuando la entreabrió, con un rostro mucho más espabilado que el suyo. El trasgo lo mismo trasnochaba que madrugaba sin que le importase lo más mínimo, como se lo pidiera el cuerpo.

      —Hum —Viktor se frotó los ojos, se apoyó contra el marco con desgana—. ¿Es la hora del desayuno? —Por encima del hombro de su amigo, advirtió que las ventanas mostraban ya el resplandor dorado del día.

      —Sí, entre otras cosas —confirmó el trasgo—. También han llegado noticias que tendrías que conocer de primera mano.

      Aquellas palabras bastaron para que Viktor se obligara a quitarse de encima la modorra. No sin cierto fastidio; de alguna manera había confiado en pasar una simple jornada en paz. Pero al parecer era un placer que se le negaba de momento. Se vistió tan deprisa como pudo, repasando un par de veces que cada botón estuviera en el ojal que le correspondía, y por supuesto que ambas solapas del cuello de la camisa estuvieran simétricas. Se desató y se volvió a atar el parche, una manía que tenía cada mañana pese a que no se lo quitaba para dormir. Al cabo de todo este ritual se encontró presentable. Gus le indicó que los esperaban en el refectorio, donde hallaron a Algernon y a Juzann. El djinn se había repeinado la cresta hacia atrás y llevaba uno de aquellos jubones coloridos propios de su tierra; los arabescos en su diseño y los ribetes dorados realzaban su expresión astuta. Ambos tenían un plato repleto de embutidos varios, queso y un par de semmel delante de ellos. A Viktor se le hizo la boca agua.

      —Buenos días, herr DeRoot —saludó el genio, el primero que los vio entrar—. Espero que hayáis descansado y os encontréis con energía. Os vendrá bien para lo que voy a contaros —añadió sin preámbulos. Algernon, todo modales, lo amonestó con la mirada por semejante brusquedad, pero no pareció darse cuenta.

      —Sentaos. Gustavo ya ha desayunado hace un rato, es un tipo madrugador. Te traeré algo mientras habláis, Viktor.

      En un gesto sorprendente en alguien de su posición, Algernon se levantó y se dirigió a la cocina. Ahora que caía, el poeta no había visto servidumbre de ningún tipo en la abadía. Juzann les invitó a sentarse a su lado en el banco.

      —Por cierto, no es necesario el «herr». Podéis llamarme Viktor, si os apetece —aprovechó para decirle al hombrecillo—. Incluso Vik, no tengo inconveniente.

      —A veces me resulta complicado todo este protocolo y palabrería que os gastáis los germanos. Así que me parece bien, cuanto más sencillo, mejor —convino el djinn—. Tampoco yo necesito ningún tratamiento por tu parte; mis silfos colman mis necesidades de respeto. El caso es que de ellos quería hablarte. Verás, como cada mañana, uno de mis pequeñajos acude a traerme las nuevas de la ciudad —explicó, mientras tomaba un tazón de leche caliente que tenía frente a sí y empezaba a removerlo con el dedo—. Chismorreos: me hablan de recién llegados o de gente a la que


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