Götterdämerung. Mariela González
bien, a decir verdad. Yo era un chiquillo interesado en la juerga. A mi manera, ya me entiendes. Desmembrar gente y devorar niños era mi idea de una noche de diversión. Santa Marta acudió un día a mi cueva y por algún motivo, pese a mostrarse frente a mí con las manos desnudas, no fui capaz de matarla. Un halo de serenidad como nunca había sentido me recubrió al verla. Sentí cómo entraba por cada poro de mi piel y limpiaba la oscuridad que me embargaba. Y me senté y la escuché. Hablamos durante horas.
»Sí, podemos decir que me domó. No me avergüenza la palabra. —Se encogió de hombros—. Empecé a verlo todo con otro prisma: me di cuenta de que podía utilizar la energía poderosa que me había dado la naturaleza para algo más. Le sugerí acudir a uno de los pueblos que había estado atemorizando a pedir perdón. Y aquí es donde la historia oficial difiere un poco. Ella me dijo que no lo hiciera. Que no lo entenderían, pero que se encargaría de que todos pensaran que había muerto para que pudiera marcharme lejos y rehacer mi vida. Y así lo hizo: entre los dos fabricamos una imitación, un burdo muñeco hecho con trozos de otros animales que ella llevó al pueblo. Los habitantes se entretuvieron destrozándolo a lanzazos y pedradas, y de ahí viene esa fiesta a la que aludió Gus.
»Me fui a vivir mi vida, ocultándome en montañas lejanas. Reflexioné durante siglos. Y cuando la Unificación tuvo lugar, cuando se abrieron los Senderos, por fin encontré un propósito: ahora podía convivir con los humanos y ayudarles para redimir mis pecados. Nuestro Señor me dijo que tuviera paciencia y al final obtuve mi recompensa —concluyó, llevándose una mano al pecho y apretando el crucifijo.
El cristianismo, obsoleto pero presente como un poso de los viejos tiempos (a través del calendario gregoriano, de nombres en las ciudades que hacían referencia a su santoral), jamás había dejado de fascinar a Viktor por su aparente incoherencia. Y lo cierto era que rara vez había tenido la ocasión de hablar con nadie al respecto. No la desaprovechó.
—¿No te ofenderás si te pregunto algo sobre tu religión? Sé que no nos conocemos apenas, y también sé lo hermético que puede ser vuestro culto.
—Cuando has vivido tanto como yo, eso de las ofensas se convierte en algo muy relativo. La mayoría no pasan de ser como la picadura de un tábano —repuso Tarasque—. Soy todo oídos.
—Siempre me ha intrigado cómo puede pervivir el cristianismo después del Tiempo de la Unificación. —Animado por la actitud abierta de su interlocutor, el poeta habló sin tapujos—. Un día, los grandes dioses de los panteones más importantes se aparecen, tan reales y tan poderosos como decían las canciones, y toman el control. Pero ni rastro del Dios cristiano, de su hijo o ese Espíritu que le hacía de heraldo. Y sin embargo los fieles no se enfadan ante esta ausencia, sino que la utilizan para confirmar su fe. Se encuentra en el Más Allá, dicen, manteniendo la promesa de la vida eterna. Es demasiado difícil de creer.
El hombretón calló un momento, masticando la manzana en silencio, con la mirada perdida. Durante un momento Viktor temió haberle ofendido. Quizás se había pasado de directo… hasta que otra de aquellas sonrisas bonachonas volvió a dibujarse de parte a parte en su rostro
—Esa contradicción que te desconcierta es el motor que impulsa nuestra fe. Nuestro Señor no necesita materializarse en forma de carne para que creamos en él; de hecho, ya lo hizo enviando a su hijo antes de que la Unificación tuviera lugar. Dichosos aquellos que, sin ver, creen —salmodió—. Nuestra fe es robusta como para resistir la tentación de los falsos ídolos, los que se coronan con trompetas y oro, y sentir la conexión con nuestro Dios sin necesidad de llamarle káiser, zar o rey.
Seguía siendo incomprensible, se dijo Viktor, aunque prefirió no insistir. Carecía de lógica o raciocinio, aunque no siempre eran estos la argamasa de las convicciones humanas, eso sí que lo sabía bien. En un mundo en el que cada vez más personas caminaban sin rumbo, con el alma vacía, no podía recriminar a quienes se instaban a perseguir lo intangible, fueran cuales fuesen sus motivaciones.
—Y si hubieras conocido a Marta —Tarasque añadió en voz baja, como para sí—, tal vez habrías entendido mejor qué es la fe.
****
Gus se había quedado clavado como un pasmarote al pie de la escalinata, otra vez, contemplando el barco por encima de su cabeza. Ahora que la luz del sol entraba por las vidrieras de la capilla, tiñéndolo todo de una agradable iluminación tornasolada, pudo examinarlo mucho mejor que la noche anterior. El casco estaba abierto y le habían colocado engranajes, hélices y palas similares a las que llevaban las máquinas de vapor que se extendían con rapidez por Europa, o los piróscafos que tan populares empezaban a ser en el Rín. Aunque esta clase de embarcación podría surcar el océano, o al menos eso le decían los rudimentarios conocimientos de mecánica que poseía y el enorme mástil que ostentaba, plegado en su centro.
—Sigue fascinándome que podáis trabajar tan panchos con ese mastodonte que podría caeros encima —el trasgo comentó aquello mientras se aproximaba sin necesidad de levantar la voz, pues la acústica de la capilla amplificaba cualquier sonido—. Y esos cables, ¿cómo pueden sostener...? Oh, bueno, dejadme adivinar. Glamerye, ¿verdad?
Erin estaba sentada a una mesa con un legajo de papeles frente a sí. Mara, que no se hallaba lejos, le vio llegar sin demasiado interés: estaba en el suelo con una caja de herramientas al lado, enfrascada en una especie de… ¿animal mecánico? Era mucho suponer, puesto que solo se distinguía una caja que hacía las veces de cuerpo y cuatro patas articuladas y un tanto desmadejadas. La «criatura» tenía las tripas fuera, es decir, un gran número de ruedas dentadas, cables y muelles que la mujer encajaba con manos hábiles en su interior.
—Sí, los cables que sujetan el barco están reforzados con Glamerye —confirmó Erin—. Sé que suena a excusa de un escritor de folletines baratos, pero hemos descubierto muchos usos para él. Si os quedáis por aquí un tiempo tendrás ocasión de comprobar todo lo que hemos logrado.
La perspectiva de indagar en aquello y descubrir cómo empleaban el Glamerye a voluntad entusiasmaba a Gus, no podía negarlo. Los extraños ingenios y los trajes que se repartían por la sala encendían su imaginación. Aunque su fuerte como autor eran las rimas y cuentecillos indecorosos, si algo le gustaba como lector eran aquellos libritos de historias asombrosas que se valían de los avances en mecánica y tecnología para elucubrar sobre un futuro distante y fabuloso. En él, los ornitópteros ascendían hasta la mismísima luna, las guerras se libraban con armaduras que otorgaban poderes impensables, y de los confines del universo llegaban invasores a poner las cosas difíciles a los dioses del planeta Tierra. Relatos sorprendentes que algunos llamaban «fantasías lógicas», puesto que intentaban entroncar de algún modo con el raciocinio, aun yendo de la mano del inevitable pacto de ficción. Erin también había publicado varios cuentos de ese tipo, sin mucho éxito, por lo que sabía. Gus los había leído, no obstante, como aficionado fiel que era, y ahora que veía su taller entendía de dónde había sacado algunas de sus ideas.
Aquella era la obsesión de su amigo Vik. Una mujer inquieta que se atrevía con diferentes disciplinas y géneros, igual que tantos otros artistas de la época. Su carácter debía de ser fuerte si se había quedado con su propio apellido en lugar de adoptar el Wilkins al casarse. Era el recuerdo imborrable, el remordimiento enquistado en el alma de Viktor. La progresiva lejanía y la amenaza del olvido habían espoleado la desesperación del poeta con el paso de los años; por más que este lo negara, el trasgo lo había notado en cada uno de sus versos, en sus pinturas sombrías. Se sabía al dedillo la historia de su vida como hermanastros y su separación posterior, y comprendía que estaba fuera del alcance de su compañero desde hacía mucho. Se preguntaba cómo influiría eso durante el tiempo en que tuvieran que convivir en la abadía.
—Lo cierto es que ese barco es uno de nuestros prototipos más antiguos. —Erin dejó un momento los papeles que examinaba y miró al techo con orgullo. Sus grandes ojos parecían siempre inquisitivos. Se dio golpecitos en el mentón con un lápiz, pensativa—. Nuestra idea era crear un medio de transporte marítimo con mayor autonomía. Algo que comunicara Europa con América de manera eficiente y pusiera fin al aislacionismo. «Poca cosa», ya ves —rio—. Hemos abandonado el proyecto y quizás sería