Götterdämerung. Mariela González

Götterdämerung - Mariela González


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con cortinas vaporosas en las ventanas, una mesa baja en su centro, un par de sillones a su lado. Quienes se sentaban en ellos se pusieron en pie al verlos.

      Algernon Wilkins y Erin Davies.

      ****

      Algunas veces, el nombre acudía a las conversaciones como motivo de risas y burlas; otras, en cambio, se mencionaba con respeto. En algunas ocasiones, incluso se hacía con gratitud. Lo cierto era que no había una opinión sólida en Heidelberg sobre Los Metomentodos, de quienes se hablaba desde hacía muchos años. Nadie sabía quiénes formaban ese grupo, o si existía siquiera: para algunos no era más que un mito, una historia surgida de los susurros en los callejones y los cotilleos de la universidad, como consecuencia de ese espíritu idealista que movía a gente anónima a buscar alternativas a la pasividad de las autoridades. Se decía que no solo se dedicaban a resolver nimiedades, sino que también ayudaban con asuntos peliagudos de vez en cuando, como el secuestro del hijo de los Busiek o el del incendio de la panadería de herr Heven. Incluso habían ayudado a aplacar los ánimos cuando se había desatado cierta tensión en el barrio judío. De eso último no hacía más que dos o tres semanas. Un problema que empezaba a despuntar en bastantes ciudades de la Confederación y podía haberse vuelto mucho más serio. Cuando se comentó que Los Metomentodos habían estado implicados, muchos dejaron de pensar en ellos como poco más que unos ridículos entrometidos.

      «Si es que existían, claro», se volvió a recordar Viktor. Al final no dejaban de ser rumores. Se mencionaban nombres, pero nadie sabía decir a ciencia cierta quiénes formaban el enigmático grupo. El poeta había participado más de una vez de las chanzas, no podía negarlo. Aunque, como decía Gus, también había deseado alguna que otra vez que Los Metomentodos fueran reales, a pesar de que el nombre fuera tan humillante. Le resultaba agradable pensar que alguna gente todavía se levantaba por las mañanas con algo más que sus propias metas e intereses en la cabeza. Que la justicia no estaba solo en manos de los adoctrinados y los poderosos. Pese a todo, ni en sus sueños más locos habría pensado que se acabaría topando con ellos. Y mucho menos que uno de sus miembros tendría el rostro de Erin.

      El estupor no había terminado de disiparse de la mente de Viktor cuando Algernon se adelantó y extendió una mano hacia él.

      —Herr DeRoot, cuánto me alegro de teneros al fin por aquí. Es todo un placer. —Los modales de Viktor actuaban por su cuenta, por muy ofuscada que estuviera su cabeza, así que estrechó la mano sin dudar un instante—. Confío en que el viaje no haya sido demasiado agitado.

      —Herr Wilkins —se limitó a decir el poeta, aturdido—. Os debo una. Aunque no sé qué podría hacer un poeta miserable como yo por vos.

      Miró a Erin, esta vez sin vacilación y sin disimulo. La mujer lo saludó con un cabeceo y una sonrisa leve.

      —Vik, me alegro de verte.

      El diminutivo. La calidez en su tono. Sintió que todo aquello equivalía a un abrazo durante minutos interminables. No sabía decir cuántas veces había evocado su voz, esforzándose por recordar la inflexión, el acento. Le aterraba llegar a olvidarlos, que su memoria hiciera confluir las palabras con las de tantas otras gargantas anodinas que tenía que escuchar a lo largo del día. Y ahí estaba, de nuevo real, hablándole a él. Contra todo pronóstico.

      Pero quien ocupaba ahora su campo de visión y reclamaba su atención, le gustara o no, era Algernon. El tipo de rostro bien afeitado, ojos grandes y sinceros, y cabello como el ala de un cuervo, como habrían dicho en Escocia, volvió a tomar la palabra enseguida.

      —¿Sabéis dónde estáis? Quizás hayáis escuchado hablar de este sitio, el lugar por el que toda la vida cultural de Heidelberg nos conoce.

      Viktor desvió la mirada hacia la ventana. La oscuridad y las cortinas no dejaban ver demasiado de las montañas que parecían rodearles, o algún otro edificio que destacara sobre ellas. Sin embargo, el nombre acudió enseguida a su memoria. Era lo más probable.

      —Supongo que en la abadía Neuburg. Donde soléis reuniros con aspirantes a artista que buscan vuestro mecenazgo y ofrecéis la posibilidad de exponer a los pintores sin recursos. —«Donde Erin da a menudo clases de escritura», añadió para sí.

      —Exacto. Como bien decís, me gusta organizar reuniones aquí con promesas del mundo artístico. Intento pensar que es mi pequeña aportación al maravilloso ambiente de esta ciudad. Y, por favor, apeadme el tratamiento —rogó—. Podéis llamarme Algernon.

      —Lo mismo digo entonces. «Viktor» es suficiente —dijo este. Empezaba a notarse un tanto más relajado, aunque no tenía sentido retrasar más el quid de la cuestión—. No os he agradecido como es debido que me hayáis sacado de la cárcel…

      —…Y te preguntas por qué, claro. No le demos más vueltas, es hora de hablarlo. Por favor, sentaos los dos, si os apetece. —Algernon señaló los sillones, a ambos lados de la mesita de té. Había un tercero, un tanto más apartado. Gus, mudo hasta entonces, declinó la invitación con un movimiento de cabeza.

      —No os preocupéis por mí, prefiero estar de pie.

      Sin esperar al movimiento de los demás, Erin se sentó en el sillón más alejado. Aquello fue una punzada más para Viktor. ¿Quería estar todo lo lejos que pudiera de él? «Es lógico, si Algernon está manteniendo una conversación contigo, que os permita sentaros cara a cara», le dijo con fastidio su parte racional. «Déjate de chorradas». Así pues, tomó asiento en uno de los sillones restantes y el otro hombre hizo lo propio. El poeta estaba a suficiente distancia como para poder mirar a los dos, y para poder entrever el gesto de Erin en cada momento sin parecer indiscreto.

      —Lo primero es hablar de la fiesta de los Boisserée, supongo. Estábamos al tanto de que algo inusual iba a suceder allí —comenzó Algernon —. Supongo que esto lo ignoras, pero todos los poetas que participaban en el recital, aquellos cuyos poemas tuviste que investigar, habían sido invitados por ese hombre que te acompañaba, Yon’Fai. Es una de las personas de interés que vigilamos en Heidelberg gracias a nuestra red de contactos. De lo que no sabíamos nada hasta esa misma noche era de tu presencia allí y tu alianza con Lake. Y eso añadía un detalle todavía más extraño a la situación.

      —Como cualquiera sabe, el nombre del Alto Magistrado Lake no es buena señal en ninguna situación —intervino Erin. Viktor no tuvo claro si aquel «como cualquiera sabe» era una alusión a su insensatez. El tono de la joven, no obstante, no parecía mostrar sarcasmo alguno—. Cuando te vimos junto a Yon’Fai, nuestras alarmas saltaron. Y ahora parece evidente que te han querido utilizar como chivo expiatorio. Sus verdaderas intenciones todavía nos son desconocidas, sin embargo.

      —Conocemos tus habilidades —añadió Algernon—. Sabemos cómo te ganas la vida. No te voy a mentir: también seguíamos tus pasos desde hacía tiempo. Gustavo ha tenido a bien confirmarnos nuestras sospechas y explicarnos la historia completa, lo que ocultas bajo el parche de tu ojo. Desde luego, no sois gente corriente. —Un ribete de admiración genuina se advirtió en aquella frase—. Y entiendo bien por qué alguien como Lake puede estar interesado en ti: si está preparando alguno de sus engaños y quiere desviar la atención de él o alguno de sus simpatizantes, no podía encontrar herramienta mejor que tú.

      Viktor miró a Gus con un cierto aire de reproche. Este le sostuvo la mirada, pero no dijo nada; no con palabras, al menos. La conexión entre ambos les permitía comunicarse de un modo más sutil. No se trataba de algo diáfano, como la telepatía que pretendían dominar los ilusionistas de los teatros, pero desde luego bastante similar, o eso les parecía. El poeta notó que su ojo derecho vibraba y un mensaje tranquilizador le llegaba desde la mente de su amigo, surcando aquel invisible hilo que unía sus almas como si fuera un telegrama. «Relájate de una vez. Estos dos son de confianza», le decía. Decidió hacerle caso: Gus podía ser muchas cosas, pero no un insensato sin ganas de sobrevivir.

      —Lake lleva mucho tiempo interesado en mí como «herramienta»—confesó con un suspiro avergonzado—. Lo que se cuenta por ahí es verdad: he trabajado más de una vez para él en los últimos cinco años. A veces me encargaba tonterías insignificantes,


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