Götterdämerung. Mariela González
o que el artefacto en cuestión se había utilizado como prueba para ganar un juicio dudoso.
»Al final, supongo que me pudo la conciencia, la ética o lo que sea. Decidí alejarme de él, hace ahora cerca de un año. Hasta la fiesta de los Boisserée. Menudo imbécil estoy hecho. —Suspiró de nuevo. Se habría dado una bofetada si no hubiese quedado demasiado raro en aquel momento—. Tendría que haber sospechado.
—Bueno, dejemos las culpas y los remordimientos a un lado —dijo Algernon. Se levantó y se dirigió a un armario pequeño junto a la ventana, del que sacó una botella de lo que parecía coñac—. Estamos de tu parte, eso es lo principal. Y es el motivo por el que buscamos a Gustavo y decidimos ponernos en marcha en cuanto nos enteramos de lo que te había sucedido.
—Significa entonces que me creéis, ¿verdad? —El poeta sintió un inmenso alivio al expresar aquello. Rechazó con un gesto la copa que le ofrecía Algernon. Gus y Erin sí la aceptaron: el filántropo vertió con un elegante juego de manos un chorro de coñac en cada una, terminando con una tercera para él—. No tengo nada que ver con ese poema de la fiesta, y menos aún con ninguna conjura contra el duque de Baden. De todos modos, sigo sin entender del todo por qué os habéis arriesgado por mí. No tengo claro si ha sido mero altruismo o… esperáis algo concreto.
—Claro, claro. Es justo que empecemos a descorrer algunos velos—concedió Algernon, ahora de pie junto al ventanal, dando un sorbo pensativo a su copa—. Comenzamos por esta abadía. Hay mucho más en ella de lo que conoces hasta ahora. Te encuentras en la sede de la Sociedad Secreta para el Mantenimiento de la Paz entre Realidades. O… el lugar de reunión de Los Metomentodos. —Hizo una pausa, escrutando los rostros de su audiencia, y soltó una carcajada—. No pongáis esa cara. Sabemos lo que se dice de nosotros, y bueno, ese sobrenombre no nos molesta. Eso es lo que hacemos: ayudar a que la vida en Heidelberg sea un poco más sencilla metiendo las narices donde no nos llaman.
—También puedes llamarnos «la Sociedad», a secas. Ya le he dicho más de una vez que necesitamos un nombre más corto —apostilló Erin. La sonrisa que bailaba en su rostro tenía un aire entre divertido y orgulloso.
—Ah, sí, estamos abiertos a sugerencias. En todo caso, operamos de manera extraoficial, como te habrás imaginado. Somos pocos, pero vamos encontrando aliados de confianza con el tiempo —explicó Algernon—. Es por ello que nuestra información no fue todo lo exacta que hubiéramos deseado. Pero no nos hemos equivocado en lo importante: la fiesta fue el punto de inflexión, y algo más tuvo que suceder en ella de la mano de Lake y Yon’Fai. A la mañana siguiente, tras tu detención, muchos de los asistentes comenzaron a sentirse enfermos. Han sufrido una fiebre extraña, aunque no se teme por sus vidas. La versión oficial que se ha estado propagando por la ciudad atribuye el mal a los trabajos de Alta Poesía perpetrados por tu pluma. Se dice que causaste estragos envenenando la comida, que se pudo impedir el atentado contra el duque por los pelos y quién sabe qué otros cotilleos.
—Estoy ampliando mis habilidades para el mal. —Viktor rio sin alegría—. Por qué no me sorprende. El pirado de DeRoot vuelve a las andadas, como a tantos les gustaría. —No, no le sorprendía, pero no dejaba de ser un giro nada agradable para su tranquila vida. De pronto volvió a sentirse agotado. También se convenció del todo de que ese plan de huida suyo había sido una idea pésima. Era el momento de mencionarlo, ya que estaba.
»Hay algo que no os he dicho todavía, y creo que va siendo hora —prosiguió—. Cuando vino a buscarme, Gus me encontró en el pasillo de la cárcel. Me había escapado de la celda engañando a uno de los guardias y usando Alta Poesía. Nada demasiado serio: tan solo creé un golpe de viento, empleando un poema tontorrón, para hacer saltar la puerta. Un truco bobo, pero dada la situación es posible que haya añadido un poco más de aceite al fuego.
Ahora fueron los esposos quienes intercambiaron una mirada preocupada.
—Es una historia que me encantará escuchar al completo —dijo Algernon—. Pero, sí, es posible que haya sido una acción desafortunada. En todo caso, lo hecho, hecho está. Estaremos atentos para ver cómo se transmite la noticia.
—Antes hiciste una pregunta que aún no hemos contestado —intervino Erin—. Te hemos sacado de la cárcel no solo porque creamos en tu inocencia, sino también porque confiamos en que te interese descubrir qué trama Lake, y pararle los pies si hace falta. Si te animas a unirte a nosotros, te contaremos más sobre nuestra Sociedad.
El poeta le sostuvo la mirada de manera directa por primera vez. Pensó que ella la desviaría, pero no fue así. No tenía ni idea de qué le pasaba por la cabeza a aquella mujer que en el pasado había creído conocer tan bien. Le interesaba saber en qué embrollo estaba metido, por supuesto que sí… pero, por estúpido que fuera (y sabía que lo era), lo que ansiaba era pasar más tiempo con Erin, aunque fuera hablando del malnacido de Lake.
—No veo muchas opciones, y no me apetece demasiado dejarme ver por Heidelberg ahora mismo. Además, os mentiría si dijera que no siento curiosidad —sonrió, esta vez en dirección a ambos—. Ahora que sé que Los Metomentodos existen, no puedo irme sin saber más.
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Por mucho que todos allí fueran amantes de las palabras, había llegado el momento de mostrar y no de hablar, dijo Algernon. Así que los cuatro abandonaron la sala de té. Viktor había visto grabados del edificio, aunque no hubiera estado nunca, por lo que sabía que su planta tenía forma de u, con dos grandes alas que en su momento habían sido las habitaciones de los monjes benedictinos. Cuando la abadía se secularizó y convirtió en una residencia para señoritas, se ordenó también poner en desuso la capilla, un enorme edificio adosado justo en el ala contraria a aquella en la que se encontraban. Se tapió su entrada; los bancos y la imaginería quedaron dentro, sellados como si de una cápsula del tiempo se tratase. Formó parte de una campaña para reducir los símbolos cristianos en la ciudad, promovida, como no podía ser de otro modo, por el mismo Gobierno. La administración de Odín era inteligente, no cabía duda: sabía que no le convenía entrar en conflicto con aquella religión que todavía mantenía tantos adeptos, pero al mismo tiempo prefería que siguieran manteniéndose en minoría. Las minorías, todo el mundo lo sabe, solo sirven para realzar el atractivo del objeto en cuestión y atraer nuevos entusiastas. Pero al menos eran entusiastas controlados, pequeños grupos fáciles de encauzar al redil que no molestaban demasiado.
Atravesaron un largo pasillo con habitaciones a un lado, ventanas al otro; Viktor no pudo evitar echar una ojeada al inmenso jardín en el exterior, a la fuente de piedra, sobria en su centro, y por supuesto al Neckar, el río que se insinuaba entre los árboles en la lejanía. El valle parecía tranquilo en la noche recién nacida, solitario e independiente como le habían contado quienes habían estado en alguna de las reuniones o seminarios organizados por Algernon. Se sintió a salvo. Por unas horas, al menos.
Giraron al llegar al final del pasillo, entraron en el siguiente ala. Se detuvieron al término de esta, allá donde, según los cálculos de Viktor, el edificio conectaba con la capilla. Una estatua descolorida de algún santo se erguía frente a ellos: vestía una toga, llevaba un libro apoyado contra el antebrazo derecho y una especie de báculo cuyo puño, en forma de serpiente, se retorcía sobre sí mismo. Calvo, con un halo enmarcándole la cabeza por detrás y una larga barba, tenía toda la cara de alguien que estaba sufriendo mucho por algún motivo. En realidad, no había un solo santo cristiano que no fuera víctima de algún terrible drama. Erin se aproximó, agarró el extremo del bastón y tiró de él como si fuera una palanca. Con lo que sabía por el momento de la extraña Sociedad y su secretismo, al poeta no le sorprendió demasiado ver que la estatua se movía sobre su eje con un sonido pétreo, separándose de la pared y dejando al descubierto una hendidura. A duras penas se podía considerar una puerta, y a duras penas podría pasar por ella alguien grueso. Por suerte no era el caso de ninguno de los presentes.
—Lo lamento, pero somos cuidadosos con el acceso al taller —se excusó Erin. Sin más, atravesó la hendidura y Algernon la siguió. Los otros dos hicieron lo propio, con cierto recelo a causa de la casi inexistente iluminación. Al otro lado, sus pies tocaron una superficie metálica, y sus manos extendidas para tantear asieron