Götterdämerung. Mariela González
vez, Yon’Fai abandonó un tanto su actitud relajada. Miró a Viktor, desafiante. Por lo visto no le gustaba que pusieran en duda sus aseveraciones o las de su señor.
—Os estoy contando todo lo que sé. Si conocéis a herr Lake bien, como me han dicho, sabréis que tiene ojos y oídos en todas partes, y no hay motivo para pensar que puedan proporcionarle información errónea. No sería inteligente por parte del informador, si sabéis a lo que me refiero.
Por supuesto, se dijo el poeta. ¿Cómo engañar a quien había hecho del engaño su razón de ser desde tiempos inmemoriales? Sintió que estaba a punto de enredarse, como tantas veces en el pasado, en un dédalo de preguntas, quiebros y pulsos mentales con aquel tipo, todo un acólito de Loki de los pies a la cabeza, cuya fidelidad saltaba a la vista. Y no le apetecía nada. Empezaba a perder el ánimo por momentos, rodeado como estaba de gente, de energía feérica exaltada. Una molesta cefalea se insinuaba sobre el ojo derecho, de esas que lo acompañaban hasta el día siguiente y le impedían concentrarse. Su mirada se desvió de nuevo a la sala, ahora ya abarrotada. La recorrió deprisa, deteniéndose en cuanto rostro femenino veía. Aquí creía entrever el paso fugaz de un cabello rojo como el ocaso; allí, una risa furtiva, tan similar a aquella que todavía resonaba en sus sueños. Nada más que espejismos.
Pero el nombre había estado ahí, en la lista. Y Erin tenía sus motivos para no perderse esta clase de eventos. No podía faltar, y no tardaría en sumarse al exasperante frenesí de los cumplidos y las obligaciones sociales. Si una parte de sí aspiraba a verla, aunque fuera de lejos, no podía demorarse mucho en localizarla.
El músico sentado a la pianola decidió que era el momento de animar un poco más el ambiente. El vals se volvió más rápido. Las parejas empezaron a llenar la pista, y Viktor se replegó aún más en el rincón. Gruñó, se llevó una mano a los párpados.
—Está bien —concedió—. Claro que sí, nadie puede engañar a Lake, nadie se atrevería —hubo un deje un tanto sarcástico en estas últimas palabras—. ¿Y cuál es mi papel, pues?
—Los poemas han llegado por mano de mensajeros y en apariencia son todos idénticos. Sobres lacrados, inofensivos. Pero uno de ellos contiene el hechizo. —Viktor torció el gesto al escuchar aquel término burdo e ignorante. No le gustaba, pero era cierto que la mayor parte de la gente había comenzado a identificar la Alta Poesía con la antigua magia—. Vuestro papel, haciendo uso de vuestras habilidades, será identificar cuál es para que podamos interceptarlo y evitar que sea leído esta noche, y por supuesto detener a quien lo haya perpetrado.
Parecía sencillo, sin duda. Demasiado.
—¿Por qué Lake no ha podido encargarse? —La parte más insistente e inquisitiva de Viktor no podía parar quieta. La otra, la que solo deseaba volver a casa, le chistaba para que callase de una vez—. Sus capacidades para identificar la magia, ya sea mortal o feérica, son bastante superiores a las mías.
—Ya os lo he dicho, no está aquí. Si ha confiado en vos es porque sabía que no podría estar presente esta noche. No le busquéis tantos pies al gato, herr DeRoot —añadió Yon’Fai, y de nuevo su rostro se volvió afable—. Lo que tenéis ante vos no es más que un felino normal y corriente. Acariciadle el lomo, haced lo que os pide y esta noche dormiréis en vuestra cama un poco más rico.
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Gus se atusó el pelo oscuro, se ajustó la corbata por enésima vez. Nunca entendería qué veían a aquellos adornos los humanos. Aunque, a decir verdad, muchos entre los suyos los habían adoptado. Si algo les gustaba a los trasgos desde tiempos inmemoriales, ya se sabía, era imitar los modelos de otros. Y la indumentaria fue uno de los primeros aspectos que abrazaron con entusiasmo en el año de la apertura de los Senderos. Se acabó eso de los gorros rojos picudos, de las ropas estrambóticas hechas con retales. Ahora podían acceder a esa moda sobria que realzaba la elegancia natural de su piel.
Recordó la primera vez que su hermano Anxo le había dicho algo del estilo. Que estaba deseando poder viajar a Francia y visitar a no sabía qué sastre para que le hiciera un traje a medida. Del final de la frase no se acordaba bien, porque antes de que terminara comenzó a partirse a carcajadas, tanto que se dobló sobre sí mismo y acabó tirado por los suelos. Cosas así eran las que habían granjeado a Gus el desprecio de su familia desde que era niño. Aunque el colofón vino luego, claro.
Pero, en fin, la corbata era un mal menor. Y aquella noche tampoco le molestaba demasiado, teniendo en cuenta lo bien que había empezado. El encuentro con el súcubo había sido breve pero emocionante. Se habían escabullido hasta una de las habitaciones de la servidumbre justo cuando todos comenzaban a entrar, habían cerrado la puerta a cal y canto con una pizca de Glamerye… y, qué demonios, había merecido la pena. Tal vez, en comparación con otros escarceos, había durado apenas un suspiro, pero el torbellino embriagador que lo había devorado y zarandeado tardaría en írsele de la cabeza. De hecho, se sentía un poco mareado todavía. Aquel horrible vals surgiendo de la pianola no ayudaba. Decidió acercarse a una de las mesas, situadas para que no dejaras de contemplar los cuadros en las paredes, en busca de algo que llevarse a la boca. Algo dulce, quizás. Su cerebro tenía que reponer fuerzas.
«Y pensar que a los mortales las súcubos les roban la energía», se dijo el trasgo, conteniendo una risita cómplice consigo mismo. Tomó un pastelillo de coñac y lo devoró casi sin masticar. Miró un momento los rostros anónimos a su alrededor; a algunos les sacó el Sayo enseguida, a otros le costó más. Y no, no era porque el alcohol corriera por sus venas: cada raza del pueblo feérico tenía una manera propia de utilizar el Glamerye y no siempre era sencillo distinguirlas. Por allí campaban un par de nereidas, de piel clara y ligeros ribetes azulados en el pelo, aun en su forma humana. Más allá, un gatosombra de tez oscura; sabía que Heidelberg, una ciudad amante de la noche, atraía bastante a esta raza. Vislumbró a un sidhe, a un centauro y una huldra. Había muchos más, pero no prestó especial atención. Estaba habituado ya a aquel mosaico y su mente divagaba en otras cuestiones. Por ejemplo, en que se moría de ganas en contarle el episodio del súcubo a Viktor, pero sabía que no debía acercársele todavía; no mientras aquella libido poderosa palpitara en su sangre. Le afectaría, le provocaría una de esas terribles migrañas y ya lo tendría enfurruñado para el resto de la noche.
En todo caso, sería mejor que lo encontrase. Lo había notado extraño, agitado, cuando acudían hacia el palacio. El tener que tratar de nuevo con Lake, quizás la perspectiva de un evento social tan concurrido como aquel… Todo ello influía, pero no eran más que los pesos ligeros de la balanza, lo sabía bien. Por encima de todo, como no podía ser de otro modo, estaba ella.
Erin Davies. La persona que acababa de aparecer en su campo de visión, como si aquel pensamiento fugaz la hubiera invocado.
Y Gus no era el único que la había visto: también lo había hecho Viktor, a quien encontró en un rincón, mirándola. «Sabía que no debía dejarlo solo».
Pero ahora ya no podía hacer nada. El tamaño del salón era considerable y había numerosos grupos de personas entre él y Erin. No podría llegar antes que Vik, quien se encontraba a unos pasos de distancia, a espaldas de la mujer. Tampoco tuvo claro que debiera hacerlo. Una parte de él lo conminaba a correr hacia allí: tenía que cuidar de su amigo, impedir que volviera a caer en esa espiral autodestructiva de obsesión, del mismo modo que no se puede permitir que un antiguo alcohólico se aproxime a una taberna. Un simple encuentro como ese podía fastidiarlo todo. ¿Pero hasta qué punto tenía potestad para hacerlo? ¿Era lícito que irrumpiese de ese modo, como un intruso?
Ah, era demasiado difícil decidir. Suspiró, tomó otro pastelillo y volvió a metérselo tal cual en la boca.
Observó. Qué más podía hacer.
Erin charlaba con un par de personas (humanos ambos), sonriendo, tan encantadora como se esperaba de una dama de la alta sociedad. El cabello pelirrojo se mostraba en todo su esplendor, los tirabuzones bailaban sobre sus hombros cada vez que se reía. Por lo que sabía, era reacia a recogérselo o a alisarlo; le gustaba dejar bien clara su herencia escocesa, hacer honor a las montañas salvajes en las que había tenido su hogar tiempo atrás. Tampoco