El azor. T. H. White
de Última Cena, en la que ninguno estuvo más impaciente por irse que el invitado al que se despedía.
Me trajeron de vuelta sobre las once, y para la medianoche ya les había dado algo de beber y deseado buena suerte. Eran buena gente, tanto como su raza lo permitía, pues eran de los pocos miembros de esta de corazón amable, pero me alegré de que se fueran; me alegré de sacudirme con su marcha el último vestigio de una antigua vida humana y volver al edificio anexo lleno de telarañas donde Gos y un nuevo destino esperaban juntos con obstinada arrogancia.
El azor estaba en la viga más alta, fuera de alcance, mirando hacia abajo con la cabeza ladeada y un leve aire a Lars Porsena.1 La humanidad no podía llegar allí.
Afortunadamente, mis movimientos humanos perturbaron a la criatura y la hicieron abandonar la elevada percha que le pertenecía por naturaleza y a la que no estaba habituada, porque sí lo estaba a que llegaran a por ella sin miramientos con ruidos mecánicos, la agitaran con sacudidas industriales y le doblaran las plumas caudales de forma que parecieran la parodia de una mopa.
Aturdido por tantas experiencias, el pájaro abandonó la percha en la que habría sido inexpugnable. Había tristeza en aquella evasión inapropiada. Un azor, demasiado grande para una especie británica, y solo ocho centímetros más pequeño que el águila real, no debería huir, sino perseguir. Como resultado de estar en ese momento aprisionado entre paredes de ladrillo desconocidas, voló torpemente en todas direcciones en aquella habitación inhóspita, hasta que, tras algunas vueltas, lo cogí por las pihuelas y me vi, estupefacto ante tal temeridad, con el monstruo en el puño.
Noche
Las plumas amarillentas del pecho, de un amarillo Nápoles, tenían largas manchas verticales en forma de flechas de color tierra de sombra tostada; sus garras como cimitarras se aferraban al guante de cuero sobre el que estaba posado de forma convulsa. Por un momento, me miró fijamente con ojos enloquecidos, de color caléndula o diente de león, con todo el plumaje alisado y la cabeza agachada como la de una serpiente cuando odia o tiene miedo, y entonces empezó a debatirse salvajemente.
Se debatió. En los colegios de primaria privados seguía diciéndose que algún alumno había empezado a «debatirse» por la mañana. Era una palabra que se había utilizado desde que se empezaron a utilizar rapaces en Inglaterra, y, por tanto, desde antes de que Inglaterra fuera un país. Hacía referencia al vuelo picado de rabia y terror al que una rapaz atada se lanza desde el puño en un salvaje intento por liberarse y tras el cual queda colgada boca abajo de las pihuelas en un frenesí de alas como un pollo al que van a decapitar y que gira, lucha y arriesga dañar sus cuchillos.
Al cetrero le correspondía levantar a la rapaz de vuelta al puño con la otra mano con delicadeza y paciencia, solo para que el ave volviera a debatirse, una vez, dos, veinte, cincuenta, toda la noche, en el granero oscuro a medianoche, a la luz de una lámpara de queroseno de segunda mano.
Fue hace dos años.2 Nunca había adiestrado a una rapaz de verdad antes, ni conocido a un cetrero vivo, ni visto a una rapaz adiestrada. Tenía tres libros. Uno de ellos era de Gilbert Blaine, el segundo era medio volumen de la Badminton Library y el tercero era el Tratado sobre halcones y cetrería de Bert,3 impreso en 1619. De ellos tenía una noción teórica, bastante desfasada, de cómo adiestrar a una rapaz.
En este proceso, era inútil someter a la criatura por la fuerza. Las rapaces no tenían fama de masoquistas, y cuanto más se las amenazara o torturara, más amenazaban de vuelta. A pesar de ser salvajes e intransigentes, era necesario «someterlas» de alguna u otra forma, antes de que pudieran ser domadas y adiestradas. Cualquier crueldad, inmediatamente tomada como ofensa, era peor que inútil, ya que el pájaro jamás se plegaría o sometería a ella. Poseía el último e inviolable refugio de la muerte. La rapaz maltratada elegía morir.
Así, los antiguos cetreros habían inventado una forma de domesticarlas que no resultaba evidentemente cruel, pero cuya crueldad secreta también tenía que soportar el adiestrador: mantenían al pájaro despierto. No mediante golpecitos, ni de ninguna forma mecánica, sino andando con el pupilo en el puño y manteniéndose ellos mismos despiertos. Se «hacía guardia» con la rapaz, un hombre insomne la privaba de sueño, día y noche, durante dos, tres o incluso nueve noches seguidas. Solo los profesores ineptos tardaban nueve noches; un genio podía hacerlo en dos y un hombre normal, en tres. El cetrero trataba siempre al cautivo con total cortesía, con absoluta consideración y dulzura. El cautivo no sabía que lo mantenían despierto a propósito, sino simplemente que lo estaba y, en un momento dado, demasiado somnoliento como para importarle lo que pasara, dejaría caer la cabeza y las alas y se quedaría dormido en el puño. Diría: «Estoy tan cansado que acepto esta curiosa percha, deposito mi confianza en esta curiosa criatura, lo que sea con tal de descansar».
A esto me disponía yo ahora. Debía mantenerme despierto, si era necesario, durante tres días y tres noches durante las cuales, esperaba, el tirano aprendería a dejar de debatirse y aceptaría mi mano como percha, aceptaría comer allí y se acostumbraría un poco a la extraña vida de los seres humanos.
Era muy interesante y fruto de deleite, el deleite del descubridor; había mucho en lo que pensar y muchísimo a lo que atender. Implicaba andar en círculos a la luz de la lámpara, levantando constantemente a la víctima con una mano amable sobre el pecho, tras la centésima debatida. Implicaba tararear para uno mismo en tono desafinado, hablarle al azor, acariciar sus garras con una pluma cuando aceptaba quedarse en el guante; implicaba recitar a Shakespeare para mantenerse despierto, y pensar con orgullo y felicidad en la tradición de las rapaces.
La cetrería quizá fuera el deporte en práctica más antiguo del mundo. Había un bajorrelieve de un babilonio con una rapaz en el puño en Khorsabad, de tres mil años de antigüedad. Mucha gente no conseguía entender por qué resultaba placentero, pero lo era. Me parecía adecuado que me alegrara continuar siendo parte de un largo linaje. El inconsciente de la raza era un medio en el que el propio nadaba microscópicamente, y no solo lo hacía en el de la raza actual, sino también en el de todas las predecesoras. Los asirios habían engendrado hijos. Aferraba la huesuda mano de aquel ancestro, en la que todos los nudillos estaban tan bien definidos como la pantorrilla color nuez de su pierna en bajorrelieve, a través de los siglos.
Las rapaces eran la nobleza del aire, gobernadas por el águila. Eran las únicas criaturas que el hombre se había molestado en legislar. Aprobábamos todavía leyes para preservar ciertos pájaros o ilegalizar ciertas formas de cazarlos, pero no nos molestábamos en poner reglas para los pájaros en sí. No decíamos que un faisán solo puede pertenecer a un funcionario o una perdiz a un inspector financiero. Pero antaño, cuando conocer el manejo de una rapaz era el criterio por el que se reconocía a un caballero (y, entonces, ser un caballero era un concepto definido y, por tanto, ser declarado «plebeyo» por el College of Arms era el equivalente de no ser designado «piloto» por el Royal Aero Club o «automovilista» por las autoridades competentes), el Boke of St. Albans había especificado con precisión los miembros de la familia Falconidae adecuados para cada persona. Un águila para un emperador, un halcón peregrino para un conde; la lista clasificaba de forma meticulosa en sentido descendente hasta llegar al cernícalo, el cual, como insulto supremo, le correspondía a un simple sirviente, ya que era inútil adiestrarlo. Bien, pues el azor era el siervo adecuado para un terrateniente, y a mí me bastaba así.
Había dos clases de rapaces, las de alto vuelo y las de bajo vuelo. Las de alto, cuyo primer cuchillo era el más largo, eran los halcones, de quienes se ocupaban los halconeros. Las de bajo, cuyo cuarto cuchillo era el más largo, eran varias especies distintas, y de ellas se ocupaban los azoreros. Los halcones volaban alto y se lanzaban sobre su presa; las segundas volaban bajo y mataban con sigilo. Gos era un jefe tribal entre estas últimas.
Pero su personalidad que me daba más placer que su linaje. Tenía una cierta forma de mirar. Los gatos pueden mirar a una ratonera con crueldad, a los perros se los puede ver mirar a sus amos con amor, un ratón miraba a Robert Burns asustado. Gos miraba atentamente. Era una mirada alerta, concentrada y penetrante. Mi deber ahora era no devolvérsela. Las rapaces son sensibles a la mirada y no les gusta que se las observe. Observar es su