El azor. T. H. White

El azor - T. H. White


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antiguos azoreros amaran a sus pájaros. El esfuerzo que se les dedicaba, la preocupación que causaban, los dos meses de vida humana dedicados a ellos tanto despiertos como en sueños: todas esas cosas convertían a las aves, para los hombres que las adiestraban, en una parte de sí mismos. Me asombraban las clases altas, me sorprendía el noble que permitía que otro pescara su salmón por él (pues esto hacía que el salmón fuese mucho menos suyo) y, especialmente en cuanto a la cetrería, no podía entender a aquel que tenía a un cetrero bajo su mando. ¿Qué placer obtendría al coger a ese pájaro ajeno del puño de un extraño y lanzarlo al aire? Sin embargo, para el cetrero, para el hombre que durante dos meses había creado a ese pájaro, casi como una madre que alimenta a un niño dentro de ella, pues los subconscientes del hombre y el pájaro verdaderamente se unían por un vínculo mental; para el hombre que había creado de una parte de sí vida, ¡qué placer hacerlo volar, qué terror en caso de desastre, qué triunfo en caso de éxito!

      El objetivo inmediato era hacer que Gos viniera a por comida. Al final del adiestramiento debería recorrer una distancia de al menos noventa metros cuando se lo llamara, pero de momento bastaba con que no se alejara volando cuando me acercaba. Después, tenía que aprender a posarse en el puño para recibir una recompensa alimenticia (la forma de llegar al corazón de cualquier criatura era a través de la barriga; por ello habían insistido las mujeres en tener la prerrogativa de cocinar). Por último, tenía que saltar al puño con un golpe de alas, como ejercicio preliminar antes de aumentar la distancia.

      Solo la paciencia podía conseguir este objetivo. Me di cuenta de que el azor tenía que estar atado a su percha con la lonja, y durante tres días me coloqué a un metro de él, con carne en la mano. Volví una y otra vez, hablándole desde fuera de la halconera, abriendo la puerta lentamente, inclinándome hacia delante con unos pies que se movían como las manecillas de un reloj.

      Aquí viene (pensaba uno, al descubrirse de golpe) esa excelente pieza llamada hombre, con su capacidad para mirar al antes y al después, su habilidad para pensar sobre los enigmas de la filosofía y el rico tesoro de una educación que había costado entre dos y tres mil libras, andando de lado hacia un pájaro atado, con una mano extendida frente a sí mismo, mirando hacia otra parte y maullando como un gato.

      Sin embargo, era un deleite puro y constante mantenerme absolutamente quieto durante quince minutos, o mientras uno contaba lentamente hasta mil.

      Parte del deleite era que ahora, por primera vez en mi vida, era absolutamente libre. Aunque solo tuviera cien libras, no tenía amo, ni propiedad, ni grilletes. Podía comer, dormir, levantarme, quedarme o irme cuando quisiera. Era más libre que el arzobispo de Canterbury, quien sin duda tenía horarios y temporadas. Era libre como un ave rapaz.

      Tenía que enseñar a Gos a reconocer su llamada. Más adelante, podría desaparecer de vista volando durante la caza, y tenía que enseñarle de forma que pudiera llamarlo de vuelta con un silbido. La mayoría de los cetreros usaban un silbato normal de metal, pero mi alma libre era demasiado poética para eso. Me pareció que Gos era demasiado hermoso como para que lo llamara con estridencia con la nota mecánica de un policía. Tenía que acudir a una melodía, y si hubiera sabido tocarla, habría comprado una flauta irlandesa; pero solo sabía silbar con la boca, y eso hice. Nuestra melodía era un himno, El Señor es mi pastor, la versión con la antigua métrica escocesa.

      A las rapaces se les enseñaba a acudir a la llamada asociándola con comida, como al famoso perro de Pávlov. Cada vez que se las alimentaba, se silbaba, como una especie de gong que anunciaba la cena. Así que entonces, mientras me acercaba furtivamente a aquellos ojos fieros y desconfiados, la halconera reverberaba día tras día con esta dulce melodía de las tierras altas. Acabé por odiarla, pero no tanto como habría odiado cualquier otra cosa. Además, la silbaba de forma tan triste que siempre había un ligero aliciente en tratar de dar las notas correctas.

       Lunes

      Gos tenía en general una expresión pesimista e inquieta, una característica de la mayoría de los depredadores. Nosotros somos pugnaces debido a nuestro complejo de inferioridad. Incluso la boca irónica del lucio tiene un aire depresivo.

      El día fue probablemente uno más en el adiestramiento de un azor, pero la mayoría de los azoreros tenían mejor carácter. Hacía ahora casi una semana que le había dedicado la mayoría de mi tiempo y mi pensamiento, hacía varios días que había empezado a posarse con bastante regularidad en el guante, y esa mañana lo había llevado conmigo durante cuatro horas; así que no fue gratificante que la extraordinaria criatura se debatiera para alejarse de mí en cuanto entré a las dos y cuarto. Me senté durante diez minutos a aproximadamente un metro de su percha, hablándole y silbando, sosteniendo un pedazo de hígado. Solo se debatía de forma distraída, así que fui a por él; y entonces se debatió de verdad, como si nunca me hubiese visto antes. Tuvo lugar una escena en la que al menos el amo se comportó bien, y por fin pude sentarme con él en el guante e intentar darle de comer. No quiso la comida. Ni las caricias, ni las ofrendas, ni las burlas surtieron efecto alguno. Me dije a mí mismo que entonces iríamos a pasear y ya comería a la vuelta; pero en el momento en que el hombre se levantó, con infinito cuidado, moviendo articulación a articulación, el pájaro empezó a comportarse como un lunático. Y lo era, ciertamente; quizá no de forma certificable, y normalmente tenía la apariencia de estar cuerdo, pero era víctima de una intermitente locura delirante. Durante los siguientes cinco minutos, dentro y fuera de la halconera (el tiempo se había estropeado de nuevo y soplaba un viento tempestuoso, una molestia que parecía atribuirme) reinó el caos. Chilló una vez, como solía hacerlo durante los primeros días; aquel era el grito de un loco torturado.

      Entonces empecé yo también a perder la calma. La semana de trabajo incesante, el miedo que siempre había estado ahí a que enfermara (de los calambres que habían matado al gavilán niego de aquel chico, de caquexia, de vértigo o de cualquier otra enfermedad terrible y de nombre curioso de las que hablaban los libros), la culminación también de la tensión nerviosa de tres noches de guardia; fue demasiado. Probablemente mi mente insondable había tendido en primer lugar al mal humor aquel día, y sin duda, puede que eso hubiese sido la causa del estado de ánimo de Gos. Los azores leían la mente, como los setters irlandeses, y la furia era contagiosa entre corazones inconscientes. Sea como fuere, mi autocontrol empezó a desaparecer. Perdí los papeles hasta el punto en que se permitiría perderlos aquel que remotamente sueñe con autodenominarse azorero; es decir, dejé de ayudarlo a subir al guante en medio de una debatida.

      Cuando el azor intenta escapar, y queda en peligro de permanecer colgando boca abajo, puedes ayudarlo a subir de nuevo al guante con un ligero giro de muñeca mientras todavía está batiendo las alas. Yo no lo hice. Con el corazón furioso, pensé: «De acuerdo, debátete, sucio desgraciado». Gos subió por las pihuelas, de peor humor que antes, pero solo para volver a debatirse. Ahora viene el pecado contra el Espíritu Santo. Después de otra media docena de debatidas, en una ráfaga casi continua, incliné la mano en contra de sus esfuerzos por trepar las pihuelas. A veces una rapaz cae y queda colgando pasivamente, con la cabeza ladeada observando el suelo mientras gira en círculos lentamente, y entonces es razonable dejarla así por un momento, mientras recuperas fuerzas, desenrollas la lonja o las pihuelas, y le das tiempo para calmarse. Este no fue el caso. Gos trataba de volverse a colocar, y era capaz de hacerlo, cuando frustré sus planes definitivamente retorciendo las tiras de cuero con la mano. Nuestros dos mundos eran bastante oscuros.

      En un segundo terminó el ataque. Gos, con la boca abierta y la lengua fuera, jadeaba de asombro y me miraba fijamente de forma febril, y yo, con la misma fiebre (exacerbada por un sentimiento de culpa, ya que había estado en peligro de deshacer todo mi trabajo en un momento, por el loco impulso de tirar piedras sobre mi propio tejado), me quedé mudo de asombro también, invadido por la mayoría de los pecados mortales.

      Bueno, pensé, mejor que te quedes en el arco del jardín mientras me repongo; claramente, hoy no podemos estar en mutua compañía.

      Un arco era idéntico al arma que ganó la batalla de Agincourt, tanto que era imposible que el primero no se hubiese desarrollado de la segunda. Alguien con gusto por la arquería además de por la cetrería tuvo que haber clavado su arco en el suelo para que se posara su rapaz.


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