Ámok. Giacomo Roncagliolo

Ámok - Giacomo Roncagliolo


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      Giacomo Roncagliolo (Lima, 1989)

      Publicó cuentos y poemas en el desaparecido fanzine Morfina entre 2011 y 2013. El resto fueron letras para sus bandas de rock. En 2017 fue finalista del Premio Clarín de Novela, en Argentina, con una versión previa de Ámok. Para pagarse los días, ha simulado ser periodista, subeditor, profesor, redactor gastronómico y cocinero de fastfood. Quiere aprender a manejar y atravesar ciudades enteras en carro.

      Giacomo Roncagliolo

      ÁMOK

      Ámok

      © Giacomo Roncagliolo, 2017

      © Pesopluma, 2019

      1ª edición impresa: junio 2018

      1ª edición electrónica: noviembre 2019

      Serie Iceberg / Novela

      Fotografía de portada: Roberto De Mitri

      Diseño de cubierta: Jonathan Hart

      ISBN: 978-612-4416-11-8

      Editado por Pesopluma S.A.C.

      Parque Francisco Graña Nº 168, Magdalena del Mar, Lima — Perú

      www.pesopluma.net | [email protected]

      Este libro no podrá ser reproducido, total ni parcialmente, sin el previo permiso escrito del editor. Reservados todos los derechos de esta edición.

      Primera parte

      1

      Me piden que vaya hasta el hotel L. Son casi veinte kilómetros de viaje pero en un bus de madrugada es solo un paseo rápido. Punto A, punto B. No hay tiempo, o al menos no el suficiente, para capturar mi reflejo en la ventana. Tampoco para encontrar ese gesto temeroso que a lo mejor me haría darle un último repaso a mi cadena de acciones. No hay tiempo. No quiero que haya tiempo.

      En la recepción del hotel pido las llaves de la habitación cuatro cero uno y me registro con un nombre falso. El encargado lee lo que he escrito. Luego me observa más de lo que me parece habitual en una transacción tan sencilla. Intento tranquilizarme, pienso que quizás sí es normal prestar atención a los clientes. Las medidas de seguridad son precarias incluso para un hotel de citas, y el chico no tiene más de quince años.

      –Le gusta la vista al puerto.

      –¿Qué cosa?

      –La cuatro cero uno. Tiene vista al puerto. ¿Viene solo usted?

      –¿Importa eso?

      El adolescente sonríe. Es una mueca tímida pero también empiezo a entender que le gusta entretenerse con las visitas.

      –No –dice–. Pero por saber.

      –¿Está disponible la cuatro cero uno o no?

      –Sí, sí. Venga por acá. Si después llega alguien más, me avisa. Así yo le indico por dónde. Es mujer, ¿no?

      –¿Quién?

      –La que viene más tarde.

      –No. Mira, no viene nadie.

      –Raro –dice el chico, casi un murmullo.

      –¿Qué cosa?

      –Que es raro que venga solo, digo. ¿Qué pasó? ¿No encontró hotel?

      –Me gusta este.

      –La vista al puerto.

      –Sí, sí... Me gusta la vista al puerto.

      Pero la verdad es que hoy nada me gusta, nada me importa. El puerto y el hotel son solo coordenadas, el páramo vicioso donde la ciudad termina, la puerta de salida. Aquí acabo yo y comienza la niebla. Sigo al tipo escaleras arriba con el asco comprimido. No importan los charcos, los bichos alados, las grietas. No importan. Una ansiedad melosa me separa del mundo.

       En el cuarto cuatro cero uno, dentro del cajón rojo de la mesa de noche, encuentro un segundo juego de llaves y una nueva lista de indicaciones. Las llaves le pertenecen al carro que ya me espera a la espalda del hotel. Debo conducirlo cuanto antes hasta la esquina de P con V. Allí encontraré al que ellos llaman «mi acompañante».

      El taxi está destartalado, la pintura amarilla deja ver el uso y los años. Es una noche húmeda de verano pero a mí el frío me viene de adentro, una corriente helada que ensarta mis órganos y me mantiene rígido. Alerta. Por primera vez considero posible no hacer caso a lo que me piden, irme lejos, no detenerme. Pero ya he visto las noticias. No serviría de nada.

      En la esquina no hay nadie, solo me acompaña el cambio de luces de los semáforos y una brisa tibia con olor a pescado, periódicos flotando calle abajo. Es martes y los locales han cerrado temprano. Pero apenas me estaciono aparece un sujeto. Se acerca al auto dibujando un trayecto ondulante, bebido, no hay duda. Abre la puerta y sube al asiento de atrás.

      –A la 55 con H –dice el tipo.

      Su aliento trasnochado, agrio, invade el auto.

      –Estoy esperando a un pasajero –le digo–. Disculpe.

      –¿Y yo qué soy? Vamos.

      Me asomo por el espejo y veo que el tipo se balancea, lucha por mantener los ojos abiertos.

      –-Escúchame, este no es un taxi. Es mi carro. Solo estoy esperando a un amigo.

      –¿No es un taxi?

      –No.

      –¿Y el letrero? ¿Por qué lo tienes prendido?

      No puedo explicarle que así me lo pidieron. Que prendiera el letrero y que llevara el taxi a la esquina de P con V.

      –Ha sido un error.

      –Bueno, apágalo. Si este no es un taxi, apaga tu letrero.

      –Por favor, solo bájate.

      –¿Y si no?

      Por fortuna, la puerta del copiloto se abre y entra al taxi un segundo sujeto. Su aspecto es igual de lamentable. Desde el fondo de unos párpados abultados, sus ojos negros me observan casi sin interés. Al menos el tipo no apesta. Algo me dice que su vicio es otro.

      –¿X?

      –Sí, soy yo –le digo. Y saco la carta con las primeras instrucciones.

      –Vamos. Ya es hora.

      Yo señalo al pasajero de atrás.

      –¿Quién es? –pregunta mi acompañante.

      –No sé.

      –No sabes. A ver, amigo, ¿usted quién es?

      Por su pestilencia se adivina que ha bebido más de lo que hace falta para tumbar a media docena de hombres, pero aun así el tipo se ofende.

      –¿Que quién soy?

      –Eso. ¿Quién eres?

      –¿Y quién mierda son ustedes? ¿Es esto un taxi o qué?

      A mí el tipo me tiene al borde.

      –¿Qué te dije yo? ¿Qué te dije yo hace un rato?

      –Que no era un taxi –dice.

      Mi acompañante vuelve el cuerpo al frente. Decido imitarlo y entonces los tres nos quedamos quietos, en silencio, como aguardando la siguiente orden.

      –¿Te vas a bajar? –pregunta.

      –No –dice el tipo.

      –Bueno. Entonces vamos.

      –¿A dónde? –pregunta, ya algo asustado.

      Pero yo ya he encendido el taxi. Dejo atrás la zona de bares y enfilo hacia el este por la gran avenida, desierta y brumosa a estas horas de la madrugada. El tipo de atrás empieza con los gritos. Que lo bajemos, que esto es un secuestro, que a dónde vamos. Muy tarde, pienso. Porque tiene razón, sí, en cierto sentido se trata de un secuestro. Y porque en la mano derecha de mi acompañante he visto el brillo disimulado de una pistola.

      –Asumo


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