Ámok. Giacomo Roncagliolo
idea. Respondo que no, que qué hay que hacer.
–Eso ya lo vas a saber después –dice él–. Lo importante es que primero entiendas lo siguiente: la partida dura cinco minutos. Ni un segundo más. Es eso lo que nos mantiene a salvo: sorpresa y desaparición inmediata. Cuando yo diga basta, nos vamos.
Y esta vez sí, sin sutilezas, como queriendo dejar en claro su punto, levanta la pistola y apunta con ella al histérico del asiento trasero, que al fin se queda mudo.
–Por cierto, me llamo Óscar.
A escasas cuadras del lugar de la partida, casi llegando al punto señalado por Óscar, aparece un semáforo en rojo y por la derecha se nos une otro taxi. Solo hace falta ver la cara del conductor para saber que también es parte del juego. Óscar lo saluda, intercambia bromas con él, bromas en las que se refieren a mí como «el novato».
–¿Preparado? –me pregunta el otro conductor, encendiendo y apagando la luz de su letrero.
Yo intento no conectar demasiado con sus ojos estrábicos. Me aferro al volante, apoyo el pie sobre el acelerador. Al segundo el semáforo cambia de luz y el otro taxi sale disparado, cruza la calle, dobla a la derecha en la primera esquina.
–¡X! –grita Óscar.
Mis manos empapadas aprietan el volante, pero mi pie se resiste a ceder.
–¡Arranca!
La pistola puesta con fuerza a un lado de mi frente esta vez.
–¡Arranca, carajo! ¡Ahora!
–Por favor –escucho que dice el tipo de atrás, temblando–. Déjenme bajar.
Surge entonces un viejo presentimiento, una idea que me inquieta y que se me escapa poco después de sembrar un recuerdo imposible, memoria muscular que logra hacerme arrancar y empezar la partida y seguir al otro taxi por la esquina en la que dobló. Ahora obedezco las indicaciones de Óscar, acelero en dirección a un cruce de tres calles, cinco manzanas más adelante, cada vez más rápido. Con el pie pegado al acelerador, recuesto mis ojos en la parte trasera de mi cráneo y conduzco. Óscar continúa gritando, derecha, izquierda, derecha, pero una parte de mí ha dejado de escucharlo. Atado a la voluntad del taxi, mi máquina, un pequeño homúnculo en el asiento piloto de un auto amarillo, me dejo guiar por el eco de los chirridos y los golpes que se avecinan. Arrastro el carro de esquina a esquina, adelanto a los otros jugadores, llego primero a cada objetivo. Es insólito, pero traigo la victoria entre mis manos. Y así, sin más resistencia, huérfano de motivos, me libero y me deslizo a la vez por el abismo veloz y nocturno de los Ámok.
Después del juego no nos queda tiempo para nada más y salimos picando hacia el norte.
–¡Claro que sí! –grita Óscar–. ¡Yo lo sabía!
Golpea la puerta por fuera, da zapatazos contra el suelo de su asiento.
Yo todavía no puedo ver más que lo que tengo delante, la próxima cuadra, el siguiente bloque de asfalto, pero ya empiezo a anticipar cierta euforia, el regreso a la superficie consciente. El tipo de atrás, aturdido hasta las lágrimas, sigue con los gritos. Esta vez, además, se revuelca sobre el asiento donde la caca se le ha escapado.
El taxi huele a mierda y pronto huele también a plomo. Óscar, sin meditaciones, ha decidido acabar con el rehén.
Óscar guarda por fin el arma en una de esas fundas dobles que dan la vuelta al pecho. Prende un cigarro y descansa el brazo sobre la ventana. Observa el camino, las construcciones cada vez más escasas, la luz del nuevo día llegando desde atrás. Creo que el tipo no es tan viejo como pensaba, hay cierto brillo en sus comisuras escuetas, una ligera curva. Le pregunto a dónde vamos pero permanece en silencio. Solo una vez que dejamos atrás el distrito costero y nos sumergimos de lleno en la planicie árida y tibia del desierto, inclina la cabeza hacia delante, atento a las depresiones del terreno y al desvío señalado por una acumulación arbitraria de rocas.
–Entra por acá.
Su voz es grave pero sin ningún atisbo de amargura, como si la envolviera una calma esperada desde hace mucho.
El camino es una trocha de tierra roja que se dirige hacia unas colinas no muy elevadas y que acaba sin aviso. Óscar me indica que siga adelante, bordeando las colinas. Luego me detengo a su orden y él baja del carro. Escucho que abre la puerta de atrás, que tira del bulto. El cuerpo da un golpe seco cuando cae sobre la arena. Yo continúo con las manos puestas en el volante. No quiero dejarme asaltar por la pregunta más básica. No quiero que haya tiempo para eso. Todo el camino he procurado no voltear, protegerme de la muerte con la vista fija en el horizonte. Ahora que lo pienso, ni siquiera llegué a verle bien la cara cuando estaba vivo.
–¡X! Ven, ayúdame con esto.
Los vientos de la región son fuertes. La voz de Óscar casi no me alcanza, así que finjo que no lo escucho. Con lástima, empiezo a admitir que la reciente alegría que presumía instalada en mí se desprende y me abandona.
La silueta de Óscar llega hasta mi ventana.
–X.
–No quiero tocarlo –digo.
Él vuelve a quedar en silencio. Sabe que temo que vuelva a sacar la pistola o algo peor. Y yo sé que el tipo no tiene paciencia. Tampoco suelo tenerla en situaciones de urgencia, pero jamás pensé verme desapareciendo un cuerpo en el desierto. Óscar levanta la vista. Se asegura de que estemos solos, que nadie nos haya visto llegar hasta aquí.
–Está bien –dice al fin, sin mirarme–. No lo hagas, pero ayúdame a cavar.
El sol ya casi está sobre nosotros cuando terminamos y volvemos al auto. La trocha aparece de nuevo y en el montículo de rocas volvemos a tomar la inmensa carretera al norte, hasta que su curva se abre y nos damos con un oscuro lago de proporciones absurdas. No sé de dónde ha salido, un lago donde nunca lo hubo, pero ya sé que Óscar prefiere que me ahorre la pregunta. Le gusta el silencio. Y yo puedo contentarme con el reflejo gris y cuarteado de las aguas, la fragmentación descontrolada de mi superficie.
Pienso en la carta que llegó ayer. Pienso en Nía dormida sobre el lado derecho de nuestra cama, despertando, preguntándose a dónde he ido. No sabría qué decirle, por dónde comenzar. Solo sé que hay algo que me fascina sobre la velocidad con la que suceden algunas cosas. Punto A, punto B. La inercia que llega de pronto y lo agarra a uno de la ingle como una boa constrictora, arrastrándolo hasta el otro lado del mundo, hasta el otro lado de uno mismo. No deja tiempo para que uno encuentre explicaciones. Y eso es bueno cuando uno no quiere buscarlas. Es una mañana grandiosa, de eso sí que no hay duda. Y hace tanto que no venía por acá.
2
–Tienes una llamada –me dice el tipo de la cocina, todavía riendo.
Parece que somos los únicos en el restaurante. Aunque de vez en cuando, como si antes hubiesen estado jugando a esconderse en el congelador, aparecen dos o tres empleados más, dan vueltas a mi alrededor, vuelven a desaparecer. Es raro lo de la llamada. No recuerdo qué hacía yo antes, qué nombre tiene el restaurante, cuándo acaba mi turno.
Voy al teléfono. Lo encuentro en el otro extremo de la cocina, ahora inesperadamente larga y oscura. Me lo pongo en la oreja, pregunto quién es, por qué me llama. Pero nadie responde durante lo que me parece un minuto muy largo. Hasta que sin una intención previa mis ojos hacen un zoom repentino hacia mi compañero, hacia su boca gozosa que se abre y pronuncia con ritmo parsimonioso las dos sílabas de ese nombre que ahora también me llega desde el otro lado de la línea. La coincidencia me parece terrible, un mal augurio por donde se lo piense, y el miedo, desbordado, desencadena una presión punzante en mi cabeza y en el resto de mi cuerpo. Una sensación nueva pero al mismo tiempo familiar, como si en lo profundo de mi mente, escondido detrás del pánico, se ocultara un oscuro mensaje: ya lo sabías, lo sabías desde el inicio.
La velocidad de la escena disminuye. Es doloroso ser tan ajeno a las riendas de mi cuerpo. Sentir la presión creciente en la frente y no poder hacer nada me degrada. Desesperado en esta languidez, pierdo