Roads. Nylsa Martínez
Mariana mostrándose un poco retadora. Pues, porque no puede, me imagino. La conversación quedó en silencio por un largo rato.
Marco Aurelio no tenía otro recurso que el silencio cuando se trataba de hablar de su padre. Para todos sus amigos, incluso para Mariana, no era un secreto que su papá se dedicaba al narcotráfico. Quizá no era uno de los pesados, de esos que dirigían un cártel; pero metido en el asunto sí estaba. Javier Beltrán Hernández, sin un apodo que le hiciera salir a la luz pública, era su nombre. En casa del tema no se hablaba nunca, la versión que se manejaba para el mundo, era la misma que la familiar: Tu padre se dedica a la agricultura. Así que Marco, bajo esas circunstancias debía ignorar que su padre estaba en el negocio y cómo es que se había metido en el mismo.
Este tipo respuestas le habían generado confusión en la niñez. Recordaba las mañanas, ésas cuando él y su madre montados en algún carro o pick-up último modelo, hacían la fila necesaria para cruzar la garita internacional y dejarlo en la escuela; veía desde el auto la multitud de hombres y mujeres que cubrían sus cabezas con paliacates y gorra, aquellos que iban al «otro lado» para trabajar en el campo. Ellos sí se dedicaban a la tierra, eran agricultores de esos que veía en sus clases. Con preguntas asaltaba a su madre: ¿por qué son pobres?¿por qué nosotros tenemos un rancho y ellos no? Entonces su madre respondía con esta justificación: tu papá ha trabajado mucho mijo, así, desde chiquito, desde que era más pequeño que tú, por eso ahora tiene tanto.
Pasaron algunos años para que el secreto fuera revelado a los ojos de Marco no había lógica en las ausencias prolongadas de su padre, los constantes cambios de autos nuevos. Poco a poco, se fue fijando en su manera de comportarse, no se veían como los padres de sus amigos: la mamá doctora, el papá que viste un lindo traje, mamás con uñas pintadas, papás que aparentan saber mucho pues llenan papeles con números; recuerda un día en clase cuando dijo: «pos…», así como escuchaba decir a su padre, y su maestra le corrigió de manera brusca: «pues…» Marcos, se dice «pues…», usted vive en la ciudad, no en el cerro. Así, en la secundaria las cosas tomaron forma lentamente, a tientas; para la preparatoria supo que lo mejor era el silencio, ese que le habían enseñado en casa.
Doña Concepción Mesa Rodríguez madre de Marco Aurelio, era una mujer muy humilde, sencilla. Conoció a Don Javier Beltrán allá en un pueblo de Jalisco, donde ambos habían nacido. El padre de Doña Concepción trabajaba destazando animales, sabía sacarles todo: tripas, corazón, hígado; juntar la sangre y hacer una buena moronga. Ese hombre no dudó en ponerle ultimátum a Don Javier una vez que andaba rondando las faldas de su hija: te casas con ella o te la ves pronto conmigo.
De la familia de Don Javier no se tenían buenas referencias: cuando éste sólo tenía diez años, su madre abandonó a su padre: se cansó de tanto juego y mujeres por aquí y por allá. Así que el padre de Don Javier se encargó de hacerlo un hombre servicial en esos momentos que no se encontraba en la cantina.
Cuando Doña Concepción cumplió diecisiete años y Don Javier diecinueve, el cura del pueblo los casó. De ahí una fiesta donde el padre de Doña Concepción hizo gala de sus habilidades carniceras.
Los problemas no tardaron en hacerse llegar: falta de dinero, conflictos entre ambas familias; luego el tan conocido «sueño americano». Don Javier y Doña Concepción, siendo un par de chamacos, se aventuraron con todas sus esperanzas en un viaje a la frontera con Estados Unidos.
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En el último año de la preparatoria, se organizaron al menos, dos fiestas en el rancho de los Beltrán. A Mariana le había costado varios pleitos familiares esa relación con «Marquitos», como solía llamarlo su madre. A la última fiesta se fue sin su permiso, mucho menos de su padre quien creía finalizada esa relación desde hace mucho tiempo. ¿Qué quieres Mariana? ¿que un día te maten en una balacera en el rancho? Vas a estar en peligro mientras estés cerca de ese chamaco. Esa gente no avisa, todo mundo lo sabe.
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Una anciana fue repartiendo a todos los que se encontraban en la sala funeraria caramelos envueltos en papel plateado. Marco se quedó mirando aquello depositado en su mano derecha, como preguntando «¿qué es esto?» Mariana le dijo, te comes el caramelo para tener buena suerte, por si aquí agarras malas vibras, ya ves… ondas chinas. Marco se echó el caramelo a la boca y siguió abrazándola.
El padre de Mariana entró a la sala y vio a su hija con aquel joven. Un poco antes ya había encontrado, junto al resto de los arreglos florales, la corona de la familia Beltrán. Se acercó a ésta y, haciéndole una seña desde lejos, le indicó a la muchacha que le quería hablar. No es el momento Mariana, sácalo de aquí, no te quiero cerca de ese narco, es el funeral de tu hermano, tennos respeto. Mariana intentó decir algo, mientras algunas lágrimas le explotaban en el rostro. No Mariana, no. No quiero otro funeral, no más, sabes lo peligrosa que es esa familia. Que se vaya, tú y yo hablamos luego.
Marco vio desde lejos la conversación y pudo imaginar el tema. Aún sostenía en su mano derecha el papel plateado del caramelo, pensaba en su padre, imaginaba la sala de velación llena de familiares, su madre llorando desconsolada; él sin saber qué decir: «amigos, mi padre fue ejecutado, ya saben, un ajuste de cuentas». ¿Por qué no tener una vida normal como la de Mariana?
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Lo siento Marco, le rogué, no te enojes conmigo, sabes que yo no creo nada, Mariana no sabía cómo elaborar la frase. No te apures. Te veo luego, te busco; te llamo, Marco se despidió y luego se dirigió lentamente hacia la salida. Mariana de alguna manera sentía que no era lo correcto, No, él nada tiene que ver, es distinto. Se volvió a sentar en el mismo sofá sintiéndose más sola que nunca. Su padre sólo abrazaba a su madre que desde la sala de su casa no había parado de llorar. Fue necesario llamar a la tía Betty que era médico para que le administrara un tranquilizante. ¿Y a mí?, ¿Who cares? Nadie escuchó su pregunta. Al acomodarse en el sillón encontró la bolita metálica, resto del caramelo entregado a Marco: ¿qué con esos caramelos? ¿qué con esto?
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Mariana continuó sola. Derramaba algunas lágrimas y pensaba en su vida: ¿qué diablos pasó? Damn it ¿Cómo pudo caerse en la alberca? ¿qué? ¿nadie lo vio? Oía la música de la última fiesta a la que asisitó, se recordaba sosteniendo el vaso con vodka, cómo escapo de sus manos para estrellarse contra el piso, el movimiento que hizo hacia atrás para esquivarlo, la torcedura de su pie: la caída. A lo lejos pudo ver al hombre que se había encontrado en la salida del consultorio médico, lo sabía, socio de papá.
Siguió en sus pensamientos. Le llevaba once años a su pequeño hermano, un mundo de diferencia, pero aún con eso podía recordar imágenes de ellos haciendo cosas juntos: la vez que le dio un empujón y lo hizo caer en aquella alberca en Cancún; quizá esos gritos que había lanzado se parecían a los que nadie escuchó en la alberca de su casa. Recordaba cómo el placer después de su travesura se convirtió en miedo; se lanzó a la alberca por su hermano, le abrazó, prometió cuidarlo. Él tenía dos años y medio aquella vez, ella era una adolescente con celos infantiles. ¿Cómo diablos se ahogó? si Quique ya sabía nadar…, si Quique lo hacía muy bien, shit.
Mariana, ¿ése es tu nombre verdad? Sus pensamientos fueron interrumpidos por el hombre misterioso que rompía el silencio. Dígame, busca a mi papá, lo vi hace un momento, anda por… El hombre no dejó que terminara la frase, no es con él con quien quiero hablar Mariana se quedó muy seria, podría haber jurado que aquel tipo era un socio de su padre. Esto es rápido, nos gustaste pare mensajera, dile a tu noviecito que su lindo padre no sabe hacer bien las cosas, así que nosotros tampoco. ¿Estamos? Mariana le miró desconcertada, ¿en qué estaban? Bien nena, te doy mi pésame, ahh, espero les guste la corona que les enviamos, esbozó una sonrisa burlona, cuídate tú también. Abandonó la sala, mientras el frío la abrazaba más fuerte.
¿Se lo digo a mi papá?, no, mejor se lo digo a Marco, se lo digo en cuanto nos veamos.
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Veía descender lentamente el féretro. Se aferraba a su padre. No se despegaba de él desde la noche anterior, en menos de veinticuatro horas volvía a ser la niña de papá.