Literatura argentina. Pablo Farrés

Literatura argentina - Pablo Farrés


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otro silbido de su silbato paralizando en el aire a los que se habían arrojado contra ella. En otras ocasiones —las menos—, el sonido del silbato no llegó a tiempo para detenerlos.

      Sin embargo, porque era absolutamente necesario que mi padre estuviese atento a cada gesto, movimiento y reacción, porque era absolutamente necesario que hiciese sonar su silbato en relación a nosotros, no hacía sonar su silbato. Y a la vez, sólo porque era absurdo e inútil utilizar su silbato en relación a mi madre, utilizaba su silbato a cualquier hora, incluso a insólitas horas de la madrugada, en relación a mi madre.

      En realidad, las veces que usó su silbato en relación a nosotros lo hizo porque era fundamental determinar de forma exacta si la ejecución del sonido de su silbato era anterior a nuestros aullidos, o si nuestros aullidos aparecían antes que el sonido del silbato. Tal interrogación definía de modo radical la posibilidad de su obra. Los aullidos invariablemente aparecían en un mismo instante, yuxtapuestos e indiferenciables al silbato; no obstante, debía existir una diferencia, al menos una milésima de segundo, entre uno y otro. Si el sonido del silbato era anterior a los aullidos, entonces su obra acerca de la Voz y las voces tenía sentido, ya que toda experimentación y observación durante esos años se habría entendido como una experimentación controlada por su voluntad (lo que implicaría a su vez nuestro absoluto sometimiento a sus decisiones). Sin embargo, si los aullidos eran anteriores a la emisión del sonido, él mismo habría estado sometido a nuestra voluntad, reaccionando ante el terror y el pánico que esos aullidos imponían en su existencia de forma automática, acaso como defensa, haciendo sonar su silbato (si verdaderamente esto último fuese así, se revelaría, según mi padre, el carácter demencial y ridículo de su obra).

      Para mi padre, la vida se hacía en la batalla entre la boca y el cerebro, entre el órgano de las profundidades y el órgano de las alturas. En mi madre, la boca terminaría ocupando el lugar que su cerebro —el cráneo bien redondeado, gigante y maravilloso de mi padre— había sabido conquistar. Por eso mi madre no podía andar sino arrastrándose. Cuando mi padre le quitaba la silla de ruedas, le gustaba esconderse detrás de la puerta del comedor y ver cómo ella se arrastraba por el piso, porque con ello le parecía confirmar sus ideas.

      La verticalidad impuesta por la jerarquía de su cráneo era el polo opuesto a la horizontalidad de mi madre. La misma que la de los gusanos cuando la boca se impone sobre el cerebro. Siempre le sorprendió la capacidad de aquella mujer para sobrevivir a la falta de alimentos que él mismo se negaba a ofrecerle. De pronto se olía en toda la casa un tufo mierdoso que todo lo invadía; pero, al rato, cuando mi padre le cambiaba los pañales, nunca encontraba ni un poquito de mierda. Entonces mi padre le recriminaba el haberlos lamido y mordido a escondidas, antes de que él se los sacara. Se cagaba encima a toda hora y en cualquier lugar, pero, según mi padre, nunca había mierda en sus pañales, era como si su ano y su boca se hubiesen liberado de los mandatos del cerebro, como si la boca y el ano hubiesen creado un sistema autónomo, arruinando toda jerarquía y control. Como en todo gusano, la boca se había impuesto como un sistema de cloaca, de introyección y extroyección, formando un único sistema boca-ano, por lo que lo defecado se repetía en lo tragado. Lo que en su vida era la línea vertical del pensamiento abstracto, en mi madre la línea se transformaba en el círculo del retorno de lo tragado y defecado. Lo que en su cerebro era la pura ontología de la Voz, indeterminada en su abstracción, indiferenciable de la nada, en mi madre se transformaba entonces en una ontología amorfa en la que la Voz, el ser, no difería de la mierda.

      Según mi padre, sólo él sabía lo difícil que resultaba alcanzar ese lugar y encontrar los modos de sostener la renuncia al trato con la propia mierda de modo constante. La evolución, la escala y las jerarquías debían hacerse todos los días y a cada instante, decía mi padre. La batalla que libraba el cerebro contra la boca-ano, el puro pensamiento de la Voz contra el mero hundirse en la mierda, se daba en el campo del lenguaje. Una lucha que siempre estaba al borde de transformar la lengua en un alimento excremental. Por eso, según mi padre, siempre estamos amenazados por una afasia originaria, por eso no podemos sacarnos de encima el devenir gusano, la propia y constitutiva degradación hacia la invalidez y la postración.

      El lugar que nosotros ocupábamos en la escala de la naturaleza que organizaba mi padre, no estaba ni en las alturas de la abstracción ni en las profundidades de un organismo que tendería a tragarse a sí mismo, sino en la evanescencia de las superficies. Entre un polo y otro, los perros eran el campo de la batalla entre la boca-ano y el cerebro. Siempre en el medio y por el medio, ni totalmente verticales como el hombre ni completamente horizontales como los gusanos y mi madre, sino más bien en el desfasaje de las coordenadas, como si el lomo siguiera la horizontalidad de la tierra que busca arrastrarse sobre ella, y el cráneo buscara la verticalidad del cielo. Como si ese extravío físico nos condenara a nunca terminar de librar la batalla animal entre la Voz y el murmullo, entre el ser y la mierda, entre el cerebro y la boca.

      Para mi padre, los animales tienen voz. Hay un momento, decía mi padre, en que el animal que muere revela una voz y esa voz ya no es el ruido animal, más bien es la voz de su muerte. No dice nada, no tiene palabras, pero no es ruido, no es el aullido de un perro, no es el chillido del chancho. No dice nada, pero a la vez, así sin palabras, significa algo, significa muerte, aniquilación y nada. Es la lengua muerta, la pura intención de significar, el ya no del mero ruido animal y el todavía no del significado.

      Mi madre le respondía que era ridículo que los chicos que mantenía en los jardines de la Casa Rodenlan hablaran. No pretendo que hablen, decía mi padre, sino descubrir la Voz del animal mudo. No son animales, decía mi madre, o sí son animales pero no tanto, no sé lo que son. Se necesita escuchar los aullidos de esos chicos, decía mi padre refiriéndose a nosotros, para comprender que si los animales no tienen palabras sin embargo tienen voz, no la voz del hombre sino ese agujero en el lenguaje por donde pasa todo el lenguaje.

      3

      Entiendo que mi padre estaba en lo cierto: cuando alguien ya siempre ha dejado su humanidad pero todavía no llega a ser otra cosa, sólo puede hablar de su propia naturaleza en términos de lo que no es. Voy a intentar ser claro. Lo verdadero y lo falso son fáciles, porque ya están establecidos de una vez y para siempre; en cambio, la ficción conlleva un trabajo constante, un esfuerzo desmesurado en sostener aquello que se da en el espacio evanescente del simulacro.

      No se trataba de engaño alguno sino del esfuerzo de persistir, como si ser lo que nos era dado hubiese sido un trabajo más ligado a la destrucción que a la construcción. Digo esto porque la tarea de tener que ser lo que nos era dado remitía más bien a concentrarnos en nuestras incapacidades e impotencias que en nuestras capacidades o potencialidades. Esto se notaba constantemente en cada uno de mis compañeros, tanto al sostener la posición de cuatro patas como en la intención de ladrar, gruñir o aullar. Lo que fui comprendiendo es que todos los chicos que mi padre criaba podíamos hablar, teníamos una lengua. Desde la distancia, pero no muy alejados, si se hubiese prestado la suficiente atención cuando los niños perros aullábamos en el parque de la casa, habrían escuchado que cada aullido era una palabra, a veces también un nombre. Nadie lo hubiese escuchado del todo claro, pero habrían entendido perfectamente que los chicos aullaban palabras.

      No sé cómo, quizá hubo quienes antes de ser entrenados como perros niños ya estaban atravesados por una lengua compartida, o bien simplemente el lenguaje se nos daba como una posesión biológica. No lo sé, pero lo que sí me resultaba evidente era que podíamos hablar y que algunos murmuraban cosas para sí mismos sin ni siquiera darse cuenta. Incluso cuando dormíamos, más de uno pronunciaba palabras y nombres claros pero sueltos. Hablábamos solos, más bien rumiando palabras incomprensibles pero que suponían alguna articulación. Si podíamos hablar, entonces nuestros ladridos no eran una capacidad, más bien lo contrario, nuestros ladridos eran el resultado de la tarea que nos habíamos dado a nosotros mismos: hacernos incapaces de hablar. Se trataba de concentrarnos en nuestra impotencia y esa concentración demandaba el esfuerzo de dejar de ser. Cuando se escuchaba a alguno de nosotros ladrar, lo que se escuchaba era un efecto tardío. Cuando se escuchaban los aullidos de los niños perros nadie podía omitir que esos aullidos eran palabras, pero dichas desde la impotencia alcanzada. Es fácil hacer como si aulláramos, lo difícil


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