Literatura argentina. Pablo Farrés
manera se irían reduciendo a la súplica y al ruego de que dejara ya de hablar dentro mío y que dejara de hacer sonar su silbato. Otras veces lo escuchaba escribiendo mentalmente su obra, murmurando en voz baja cada oración y a veces también elevando la voz, demarcando y subrayando cada palabra, lentamente y luego a toda velocidad. Pasado el tiempo ya no pude distinguir si mi padre estaba escribiendo su obra en voz alta cerca mío o dentro mío.
Habría querido acostumbrarme a ese ruido y dejar de hablarme a mí mismo sobre la voz de mi padre hasta que la voz de mi padre fuera un modo de mi propio pensamiento. Pero no se trataba solamente de aniquilar la voz de mi padre en mí, sino de aprender a desaparecer en ella. Siempre es difícil aprender a no pensar, siempre aparece alguna palabra, un vestigio de sentido y residuos de la conciencia de estar escuchando ruido, el problema era demarcar en mi conciencia lo que me era propio y lo que me resultaba impropio. Esas dualidades aturden y bestializan. El error, pensaría después, había sido buscar que mi padre desapareciera y muriera en mí, querer encontrar un día mi mente en blanco ya sin conciencia de la voz de mi padre. Aprendí que esa búsqueda es siempre desesperación, que jamás se encuentra algo que no sean voces de otro, ruido de lluvia, gemidos de perros, capas paralelas y yuxtapuestas de sonidos ilegítimos, que aparecen ahí donde no deberían estar. Pero no se trataba de deber ni de legitimidad, se trataba simplemente de dejarlas acontecer como al relámpago le acontece su brillo o a las hojas el verdor porque entonces aparece la serenidad conquistada, ni silencio ni mente en blanco, sino un caos apacible en el que no hay voz que se dirija a alguien. Eso es lo que tardé tanto tiempo en comprender. Que no hay interpelación posible, que no existe una segunda persona que se dirija a nadie. Responder ha sido siempre un acto absurdo, una forma de suspender la voz del otro para acallarla y dar lugar a la voz propia. Pero porque no hay voz propia toda respuesta ha sido un acto demencial. Mis conquistas nunca fueron tan sencillas. Cuando escuchaba a mi padre llamarme y no podía diferenciar si su voz provenía de afuera o de adentro de mi cerebro, esa incertidumbre se traducía en esperanza y a la vez en desesperación. No respondas, no hay nadie, ni dentro ni fuera —me decía a mí mismo.
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