Augustus Carp. Henry Howarth Bashford
de su apariencia personal. Descripción de Mon Repos, Angela Gardens. Larga ansiedad previa a mi nacimiento. Alegría intensa cuando por fin tiene lugar. Decisión de mi padre respecto a mi nombre de pila. Temprana selección de mi primer padrino.
Es costumbre al publicar una autobiografía, según he comprobado, escribir un exordio que incluya algún tipo de disculpa. Pero hay ocasiones, y sin duda la presente es una de ellas, en que hacerlo es manifiestamente innecesario. En una época en que los valores morales han sido violentados o están a punto de desaparecer; en que todos los periódicos publican diariamente imágenes de violencia, divorcios e incendios provocados; cuando un buen número de chicas jóvenes fuma cigarrillos y, según me aseguran, incluso cigarros puros; cuando las mujeres maduras, madres de infelices niños, se adentran en el mar en bañadores de una sola pieza y los hombres casados, cabezas de sus familias, prefieren el parpadeo del cinematógrafo al credo de Atanasio, en una época así obviamente es un deber cuya elusión resulta injustificable el ofrecer al mundo un ejemplo mejor.
Esa es mi sensación, cada vez con mayor urgencia, desde hace un tiempo —tengo ahora cuarenta y siete años —. Y cuando no sólo mi esposa y sus cuatro hermanas, sino también el cura de mi parroquia, el reverendo Simeon Whey, acudieron a mí para sugerirme que emprendiera esta labor, sentí que retrasarla habría sido un pecado. Soy perfectamente consciente de que a muchos el pecado no les impresiona. Y me resulta igualmente familiar el hecho de que otros niegan incluso su existencia. Pero yo no me cuento entre ellos. En todos los terrenos soy un implacable enemigo del pecado. Lo he reprochado continuamente a otros y me he abstenido estrictamente de cometerlo. Y por ese motivo he considerado que debía escribir este volumen.
Me propongo, en primer lugar, tratar de mi entorno en mis primeros años y de la influencia que sobre mí ejerció mi padre, convencido como estoy de que todo hombre (y, en menor grado, toda mujer) es producto enteramente de sus decisiones y actos personales. No puedo pretender, por supuesto, atribuir demasiada importancia a la mera influencia paterna. Sin embargo, es indudable que desempeña un cierto papel en las vidas de todos y cada uno de nosotros. Y aunque mi padre poseía numerosos defectos, como descubrí y pude decirle posteriormente, se las arregló para descargar sobre mi persona la fuerza de un carácter frecuentemente noble.
No niego que ese fuera su deber, claro está. Pero el deber bien hecho es lo bastante escaso como para merecer su justo reconocimiento. Y hoy en día, cuando la paternidad se toma tan a la ligera y es con tanta frecuencia accidental, ciertamente no es excesiva la atención que podamos destinar a un comportamiento tan distinto, incluso opuesto.
Decía pues que en el momento de mi nacimiento, y hasta el día en que murió, mi padre fue un funcionario cuya posición entrañaba ciertas responsabilidades, puesto que era el recaudador de facturas pendientes de la Compañía del Agua. Además, también era el agente más respetado y que gozaba de la mayor confianza de la compañía de seguros por robo o incendio Durham y West Hartlepool; acólito de la iglesia de Santiago el Menor, e inquilino de Mon Repos, en Angela Gardens. Esta era una de las treinta y seis casas admirablemente concebidas, que pertenecían a un estilo arquitectónico similar y ricamente ornamentado, cuyas puertas delanteras, todas y cada una de ellas, estaban flanqueadas y coronadas por vidrios azules y bermellones en forma de diamante. Y aunque es cierto que esta casa en concreto había sido bautizada por su dueño en un idioma foráneo, el lector no debe suponer que su nomenclatura recibiera la aprobación de mi padre. Por el contrario, no solamente protestó, sino que tanta era su desconfianza acerca de la moral francesa que siempre insistió, tanto frente a los demás como a sí mismo, en emplear una pronunciación estrictamente inglesa.
Mi padre, que era de una altura media tirando a bajo, se había inclinado hacia una figura corpulenta, incluso de joven, una característica que también yo heredé y que él se esforzó en retener hasta el final de sus días. Tampoco perdió un ápice —o, al menos, no lo bastante como para que se reparase en ello— del abundante pelo que crecía en su cráneo, ni su bigote brillante y lustroso, o su voz extraordinariamente poderosa. Poseía un profundo timbre grave, que en momentos de intensa emoción se convertía súbitamente en un falsete agudo, y nunca vacilaba, si se trataba de una causa que le mereciera respeto, en emplearlo a fondo. Los ojos de mi padre eran singularmente pálidos, de un azul sin parpadeos, que contrastaba con su tez rubicunda; era el afortunado dueño de una nariz excepcionalmente grande y bien perfilada, mientras que en sus enormes orejas, con sus lóbulos desvergonzadamente protuberantes, se manifestaba la rara facultad del movimiento independiente.
Mi madre, por el contrario, no presentaba apenas característica alguna que pudiera calificarse de hermosa, en el sentido estricto de la palabra, aunque era algo más alta que mi padre, y poseía unos ojos de parecido tono azul. Su nariz, igual que la de mi padre, era grande, pero se había erigido sobre facciones menos pronunciadas, y la zona ligeramente rojiza bajo su labio inferior podría ser confundida, a ojos de ciertas personas, con una desfiguración. No obstante, había heredado un carácter en apariencia tranquilo, además de quinientas libras, y era descendiente de la rama de Walworth Road de la gran familia de los Robinson. Era la mayor de las nueve hijas de Mortimer Robinson, un comerciante de víveres muy conocido, y mi padre sostenía, aunque sin éxito, que estaba emparentada con Peter Robinson, de Oxford Street, aunque al mismo tiempo afirmaba, medio en broma, que también era pariente del personaje ficticio conocido como Robinson Crusoe. Era de costumbres limpias, se movía en silencio por la casa y obedecía invariablemente el más mínimo deseo de mi padre; así pues, a menudo mi progenitor me confesaba que muy pocas veces había lamentado seriamente el haberla elegido como esposa.
Por lo tanto, contando con el capital suficiente no solamente para amueblar su casa sino para satisfacer el primer año de alquiler y apartar, además, una cantidad para las emergencias, cualquier observador ignorante podría suponer que mi padre estaba libre de preocupaciones. Sin embargo, no era el caso: se vio obligado a hacer frente, casi de inmediato, a una de las penurias más severas de su vida de casado. A pesar de que deseaba ardientemente que la familia creciera, la Providencia tardó nueve meses y medio en responder a sus plegarias, y mientras semana tras semana la cuna permanecía vacía, solamente su fe inquebrantable le salvó de la desesperación. Por fin llegó el momento, y mi padre me lo describió tan vívidamente que todavía comparto su júbilo triunfante.
Nací a las tres y media de una mañana de febrero, mientras el mundo estaba cubierto con un fino manto de nieve. A esa hora, la tía de mi madre, la señora Emily Smith, abrió la puerta del dormitorio y apareció en el rellano. Mi padre había salido de la casa para inclinarse sobre la verja, y seguía en esa posición cuando ella abrió la puerta, pero la madre de mi madre, junto a otra de las tías de mi madre, estaban al pie de las escaleras con las cabezas inclinadas. Boca abajo en el salón, estiradas en posturas incómodas, cinco de sus ocho hermanas arrancaban unas horas de sueño alterado, mientras dos compañeras del Sindicato de Madres estaban de rodillas en la parte posterior de la casa, en la cocina. De no ser porque dos de las hermanas de mi madre aún no se habían sometido, por aquel entonces, a una extracción de amígdalas, la casa entera habría estado sumida en el más absoluto silencio.
La madre de mi madre fue la primera que vio a la señora Smith, aunque, por así decirlo, fue a través de una neblina. La señora Smith fue la primera en hablar, con voz trémula por la emoción.
—¿Dónde está Augustus? —dijo ella. Augustus era el nombre de mi padre.
—Acaba de salir —dijo la madre de mi madre.
Algo cayó pesadamente en el linóleo del vestíbulo. Era una gota de sudor de la frente de la señora Smith.
—Dígale —declaró— que es el padre de un niño.
La madre de mi madre emitió un notable grito, y mi padre llegó a su lado en un santiamén. Como he dicho, su rostro siempre estaba colorado, pero en ese instante pareció estar literalmente incendiado. Las dos compañeras del Sindicato de Madres de mi madre, acompañadas de las cinco cuñadas de mi padre, se agolparon en el vestíbulo. La señora Smith se inclinó por encima de la barandilla.
—Un niño —exclamó—. ¡Es un niño!
—¿Un niño? —repitió mi padre.
—Sí,