Augustus Carp. Henry Howarth Bashford
Él era la solución.
Junto a mi tía, la señora Emily Smith, que estaba encantada de ser mi madrina, todo parecía propicio para la feliz consumación de mi bautizo, y no se hubiera podido hallar un grupo más alegre y respetuoso en cualquier otro templo metropolitano. Al ser el párroco padrino, la ceremonia en sí la ejecutó el primer coadjutor, por sugerencia de mi padre, mientras que el segundo se situó a mano derecha del párroco, entre mi madre y mi padre, como deferencia hacia su condición de administrador adjunto de la parroquia.
Así que a la izquierda del primer coadjutor se colocó mi padre, flanqueado sucesivamente a su izquierda por el sacristán. El círculo alrededor de la fuente se completaba con la señora Emily Smith, la madre y el padre de mi madre, sus ocho hermanas y la tía que se había quedado con la madre de mi madre al pie de la escalera. Una suave llovizna de abril refrescaba el exterior, y la primera parte del servicio había transcurrido sin sobresaltos cuando, de repente, sucedió algo que muy bien podría haber terminado en la más trágica e irreparable de las catástrofes. De repente, justo cuando me entregaban al primer coadjutor, se produjo una exacerbación espontánea de mi eritema tan violenta que hizo que, entre convulsiones, yo resbalara de sus manos.
Digo que resbalé pero, como mi padre tuvo buen cuidado de puntualizar inmediatamente después del fin del servicio, si yo hubiera sufrido el más mínimo y demostrable daño, sin duda habría puesto el asunto en manos de abogados. Lo que sucedió, sin embargo, fue que al caer de su abrazo me quedé en equilibrio en el extremo de la pila bautismal y luego caí hacia delante, en colisión con el párroco, que trastabilló hacia atrás en un esfuerzo por salvarme. Del balanceante cura salí disparado, lo que creo que es una expresión militar, hacia a los pies del segundo coadjutor, que se convirtió inesperadamente en un instrumento de la Providencia. Yo no practico, ni tampoco apruebo demasiado, ningún tipo de ejercicio atlético. No obstante, quizá fuera una suerte que ese coadjutor en concreto resultara ser un hábil jugador de cricket. Pues justo cuando mi cabeza estaba a unos centímetros del suelo, y todos los rostros habían empalidecido ante lo inevitable, lanzó su mano hacia delante y logró agarrarme por la parte que técnicamente se conoce como enaguas.
—¡Bien hecho, señor! —exclamó el coadjutor principal, y luego por unos momentos la emoción le embargó.
El párroco, aún blanco como una sábana, recuperó el equilibrio.
—Pobrecito Augustus —dijo mi madre—. Es su eritema.
Mi padre la miró, frunciendo el ceño.
—Eso no viene al caso —dijo. Entonces, durante poco más de medio minuto, hubo un silencio estentóreo, quebrado, según me han dicho, por mí mismo, cuando el segundo coadjutor me entregó al primero. Fue cuando mi padre intervino.
—No, no. Otra vez, no —dijo—. Nunca, nunca otra vez por nada del mundo.
Volvió a instalarse el silencio entre los presentes, y de nuevo fui yo quien lo rompió. Mi padre estaba de pie, sujetándome y temblando de emoción. El párroco inspiró profundamente.
—¿Se sigue adelante con el bautizo? —preguntó.
—Sin duda —confirmó mi padre—. Pero quedará en otras manos.
Fue otro detalle que revelaba su carácter dominante, y también su innato sentido de la justicia.
—No soy insensible a los servicios que ya nos ha prestado —le dijo al coadjutor principal—. Pero en interés de la vida de mi hijo, seguramente estará usted de acuerdo en que no puedo volver a entregarlo a su cuidado.
El coadjutor inclinó la cabeza, pero no articuló respuesta alguna. Mi padre me entregó a su segundo, una vez más. Por un instante, este vaciló, pero a petición del párroco, aceptó el privilegio de concluir mi bautizo. Más tarde hubo cierta discusión, según me cuentan, durante la cual mi padre se defendió más que galantemente y terminó por absolver al párroco de sus deberes de padrino y notificándole su decisión de elegir otro templo como destino de sus visitas dominicales.
Para un hombre de la posición de mi padre, se trataba de un paso muy grave, pero no dudó en darlo. Y en efecto, en un año —como siempre me enorgullezco de recordar— ya había alcanzado el puesto de administrador adjunto en las tareas de la parroquia de la iglesia de Santiago el Más Menor, en Peckham Rye.
Capítulo III
Los estudios de mis padres en la educación de los hijos. Incidente exitoso de rechazo a la vacuna. Más ejemplos de la consideración de mis padres hacia los demás. La mala salud de mi madre. Mis padres contratan a una criada. De su apariencia y carácter. Características físicas de su hijo. Deplorables resultados sociales de la guerra. Presunción permanente del hijo de la criada. Le desairo. Afecto hacia un conejo gris. El cañón del hijo de la criada y el uso que hace del mismo. Escenas de violencia e intervención de mi padre. Intervención de la criada. Un párroco negligente. ¿Era también inmoral? Mi padre decide cambiar de templo y transfiere las visitas dominicales a Santiago el Menor de Todos.
Aparte de la mala salud de la que ya he hablado, y que se alternó con periodos de relativo bienestar, siempre he pensado que mis primeros cinco o seis años de vida fueron un periodo de lo más fructífero. Mi madre empezó a documentarse y leyó varios volúmenes sobre la infancia, a instancias de mi padre y siguiendo sus deseos y casi diríase sus órdenes, entre ellos: Las quejas de los niños, del doctor Brewinson, La dieta de la infancia, de la señora Podmere, Primeros pasos en la religión, del reverendo Ambrose Walker, El bebé y el infinito, de Wilbur P. Nathan, La ropa y los más pequeños, de la señora Wood-Mortimer, y el Diccionario de medicina doméstica de Jonathan y Cornwall. Cada uno de estos títulos, con la excepción del diccionario, fue obtenido en la biblioteca más cercana, y mi madre se acostumbró a partir de entonces a consagrar su hora de descanso por la tarde al análisis de estos volúmenes.
Así pues, mi madre, de acuerdo con las sugerencias de mi padre, se pasaba estudiando un capítulo cada tarde, o alternativamente tres páginas y media del Diccionario de medicina doméstica. Mi padre, tras regresar de la oficina y después de que mi madre lavara los platos de la cena —pues en aquella época no podíamos permitirnos una criada—, se sentaba a preguntarle lo que había leído durante el día, realizando casi diríase un examen. Si, como solía suceder dado que mi madre no estaba particularmente inclinada a la labor estudiantil, sus respuestas no satisfacían a mi padre, entonces él le imponía la juguetona tarea de repasar su lectura antes de irse a dormir. En dichas ocasiones, siempre que mi padre no se hubiera retirado para descansar, volvía a interrogarla cuando mi madre pasaba a darle las buenas noches. Si, por el contrario, las respuestas eran juiciosas y adecuadas, esa noche ella obtenía un beso adicional. Mi madre se aplicó con tanta seriedad a la tarea que empezó a bajar de peso, casi hasta perder el atractivo, y una vez, tras fallar el examen durante tres noches consecutivas, terminó por echarse a llorar. Por dicho estallido de debilidad femenina, mi padre la perdonó cuando ella le pidió perdón, y se limitó a señalar que lo que estaba en juego era mi futuro, por lo cual resultaba natural que no pudiera rebajar su nivel de exigencia.
Queda patente que desde el principio se me consideraba una tarea sagrada, encomendada al cuidado de mis padres, y esto solamente es un pequeño ejemplo del inmenso e infatigable cuidado con el que mis padres se volcaron en su deber. Al menos, bastará para poner de manifiesto que no subestimaban la altísima misión a la que se enfrentaban. Especialmente mi padre, quien, mientras los meses se deslizaban quizá con excesiva rapidez, desarrolló hacia mí un irrefrenable cariño y por esa razón, entre otras, escapé al tormento de las vacunas. Aunque el Diccionario de medicina doméstica de Jonathan y Cornwall abogaba por esta operación basándose en motivos históricos, mi padre poseía un instintivo, aunque no menos bien razonado, horror al bisturí. Le aquejaban con frecuencia molestos forúnculos y siempre daba instrucciones de no sajarlos, ya que prefería aplicarles cataplasmas hasta que la propia Naturaleza se ocupaba de su evacuación. Tampoco puedo decir que en mi caso su decisión no estuviera justificada por completo, si bien es cierto que he padecido, y sigo