Augustus Carp. Henry Howarth Bashford

Augustus Carp - Henry Howarth Bashford


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sufrían de tiña. Habían recibido, para su fortuna, un tratamiento adecuado y por lo tanto habían conservado todo el cabello. Su padre comprendió al momento que este detalle constituiría un testimonio incontestable contra el execrable médico que habíamos decidido denunciar.

      El señor Balfour Whey ya había aceptado ser el representante legal de mi padre, con la condición de que si el caso fracasaba su cliente quedaría exento del pago de costas, mientras que si ganaban se repartirían los daños y perjuicios en términos previamente acordados y equitativos. Se contrató a un abogado escocés para su asistencia, en condiciones similares, y jamás olvidaré la noble determinación de los dos devotos y dedicados caballeros. Con la asistencia del escocés, si bien algo cara, necesaria teniendo en cuenta las circunstancias, el equipo demostró ser demasiado potente para el médico, un joven que no contaba con abogados, e incluso para el juez del condado, un personaje de aspecto siniestro y claro adicto al alcohol. No obstante, fue un combate difícil; la parcialidad del juez se hizo patente desde el primer día. Una y otra vez, cuando mi padre se levantaba de su asiento para protestar, el juez le ordenaba que guardase silencio en un tono de voz que ningún caballero debería utilizar para dirigirse a otro. En otra ocasión, cuando la tía de mi madre, la señora Emily Smith, y la tía que había permanecido con la madre de mi madre al pie de las escaleras, se levantaron al unísono para gritar: «¡Oh, impúdica mentira!» tras una falsa afirmación del médico, el juez llegó a amenazar con expulsarlas de la sala.

      Tampoco fue educado con las ocho hermanas de mi madre, una serie de esforzadas jóvenes que se traían sus labores a la sala, llegando a decir que si seguían haciendo ruido con sus agujas de tejer, también mandaría echarlas. Mi padre se levantó al instante para objetar ante ese tratamiento de las damas, con un discurso apasionado y rebosante de dignidad. El juez, ese hombre prepotente y presuntuoso, se ocupó de cerrarle la boca no sin dificultad. Incluso con Simeon y Silas Whey, que cubrieron su Biblia de besos, se comportó de tal manera que los pobres muchachos perdieron la natural alegría que sentían al subir al estrado de los testigos. Pues aunque era cierto que sus problemas de habla se multiplicaron a causa de su nerviosismo, algo perfectamente normal, no solamente optó por considerar sus testimonios irrelevantes sino que también les comunicó que no entendía nada de lo que decían. Por un instante se quedaron mudos. Pero luego, como una sola mujer, las ocho hermanas de mi madre se pusieron en pie, igual que la señora de Balfour Whey, la señora Emily Smith, y la tía que había permanecido con la madre de mi madre al pie de la escalera. Guiadas por mi padre, clamaron: «¡Qué vergüenza!», haciendo temblar hasta el techo, mientras el abogado escocés, en un gesto que jamás he vuelto a ver, arrojó al suelo los papeles que había en su escritorio y se hundió, sin decir palabra, en su sillón.

      Probablemente nadie de los presentes había sido testigo de algo parecido, e incluso el juez se quedó ligeramente sorprendido ante el volumen del resentimiento que había suscitado. Finalmente, alterado y con un nítido temblor en la voz, ordenó que prosiguiera el juicio. Y cuando yo, en tanto que último testigo de la acusación, presté juramento enfundado en mi gorrita de terciopelo, su tez cambió de color tan acusadamente que fue objeto de comentario generalizado por parte de los asistentes.

      Fijé la mirada en el juez, siguiendo el consejo de mis abogados, y permanecí erguido aunque no inconmovible, durante las observaciones preliminares de los mismos. «He aquí un muchacho», dijo con voz suave y vibrante del suplicante convencido y consumado, «el único muchacho, no, el único hijo, la esperanza solitaria de sus padres entregados. Con una salud delicada, demasiado como para asistir a la escuela hasta entonces —establecimiento de estudio al cual sus habilidades le tienen destinado— y que llevaba esperando ese momento con todo el fervor que Su Señoría puede ver grabado en su semblante, ese instante de formar parte de la academia del conocimiento, que debería haberse formalizado siete semanas antes del hecho. Pero, ¿qué sucede entonces? Su Señoría lo sabe. Su Señoría lo ha oído. Es el asunto que nos ocupa. Puesto que el tiempo es dinero, su carrera se ha visto mermada; pero no sólo eso, sino que se ha visto sujeto a una mutilación de su persona, cuyos efectos morales son imposibles de evaluar. Un día era un chico feliz, y podría añadirse sin retorcer indebidamente la verdad, feliz y atractivo, y al siguiente se ve reducido, bien por intenciones aviesas o por malévola negligencia, o incluso aún por falta de conocimientos, al espectáculo que el testigo ofrece a Su Señoría —si bien con todas las reticencias del mundo, que Su Señoría sabrá apreciar— para que inspeccione con detalle».

      En este punto, una discreta oleada de compasión y horror recorrió al público presente; y quizá fue significativo el hecho, como el señor Whey hizo notar a mi padre, de que el juez no mandó callar a la concurrencia. Luego, tras unas breves preguntas, puesto que, como declaró mi abogado, no deseaba alargar mi tormento, me pidió que retirara mi gorrita y le mostrara a Su Señoría lo que había debajo. Fue un esfuerzo, pero lo logré, y el efecto sobre el juez fue instantáneo. A pesar de su palidez, hasta ese instante había conservado indicios de su grosero estilo de vida. Pero ahora, hasta el último vestigio de color le abandonó, e incluso pareció perder peso, contrajo las pupilas hasta que parecieron alfileres, fijándolas en mi cráneo con una mirada demacrada y aun así fascinada. Gotas de sudor brillaban en su frente. Luego, con una profunda exhalación como si fuera una rueda de bicicleta pinchada, se cubrió los ojos con la mano, y supe instintivamente, mientras volvía a ponerme la gorrita, que habíamos ganado el caso.

      Por supuesto, hubo más debates e intercambios de información técnica, pero al público debieron parecerle una ristra de declaraciones sin la menor importancia. Pronto, mi padre y mis tías y tías abuelas me abrazaban, con la feliz conciencia de que había triunfado el bien. No terminó ahí la cosa. Pues gracias al dinero que recibimos por los daños y perjuicios, mi padre y yo pasamos un mes en Scarborough, mientras que una firma de crecepelos me pagó una notable suma por la copia de una fotografía de mi persona que mi padre, con buen tino, había tomado. Dos años más tarde, pagaron la misma suma por una fotografía de mi cabeza, ya cubierta de pelo, y reprodujeron ambas, con el nombre de otra persona y el intervalo de tiempo transcurrido menguado con objetivos comerciales, para ilustrar los efectos de una sustancia que, según tengo entendido, desde entonces se ha convertido en un producto de lo más rentable.

      Capítulo V

       Primeras experiencias en la escuela Hopkinson. Espero encontrar compañeros espirituales entre los maestros. No es así. Disculpas del señor Muglington. Me golpea una pelota de fútbol. Posterior disculpa del señor Beerthorpe. Hábitos degenerados de mis compañeros de escuela. Terrible descubrimiento y secuelas. Asombrosa ineptitud del señor Lorton. Asalto coordinado contra mi persona. Me rescata mi padre, que obtiene una disculpa pública.

      

      Debido a los retrasos sucesivos causados por mi mala salud, el ataque contra mi persona de Desmond O’Flaherty, la repentina invasión de tiña y la desnudez craneal que trajo consigo la pomada, tenía casi catorce años cuando por fin pude ir a la escuela. Incluso entonces, cabían dudas sobre si mi padre debió haber tomado aquella decisión. Pues aunque en ese tiempo mi salud era algo menos precaria, las penosas experiencias que había tenido que sufrir me habían elevado, de forma natural y prácticamente en todos los aspectos, por encima de la mayoría de mis contemporáneos. Y aunque era verdad, claro está, que Simeon y Silas Whey terminarían por convertirse en caros y estimados compañeros de mis aventuras, mi edad mental y espiritual era mucho más elevada que la de las personas que se habían cruzado en mi camino hasta entonces. Pensé que solamente entre los maestros y educadores de la escuela podría albergar la esperanza razonable de encontrar compañeros apropiados y a mi altura.

      Por eso desde el principio decidí fomentar en mis tutores la percepción de que yo sería una conexión firme y valiosa, no sin poner mis servicios igualmente a disposición de mis compañeros de estudio. Durante los primeros días no fue tarea fácil, debido a la natural confusión que el incidente de mi entrada en la escuela había causado, y solamente después de proferir algunas observaciones informativas, logré difundir mis propósitos.

      Por ejemplo, cuando nuestro tutor, el señor Muglington, me preguntó si sabía cuál era la capital de Bélgica, le respondí que pese


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