Augustus Carp. Henry Howarth Bashford
de nuestros pasatiempos favoritos, según recuerdo, era el juego del escondite, que combinaba esfuerzos físicos y mentales a un tiempo; el otro, que nos gustaba mucho menos, era conocido como «Nueces en mayo».
El juego empezaba formando dos equipos iguales, y los miembros de cada equipo se quedaban uno al lado del otro, encarados en la misma dirección y sosteniendo las manos del otro. Los dos grupos se disponían, uno frente al otro, alegremente preparados para el juego, dejando suficiente espacio entre ambos para avanzar y retirarse. El equipo que resultara previamente escogido empezaba a aproximarse al otro, cantando al unísono una melodía ya establecida, con los siguientes e incongruentes versos:
Vamos a buscar nueces en mayo,
En mayo nueces, nueces en mayo
Vamos a buscar nueces en mayo
Una helada y fría mañana, vamos.
Estaba claro que no íbamos a buscar nueces en mayo; eso era obvio. Pero la risa inocente que esas palabras nos arrancaban era suficiente, en mi opinión y la de mis camaradas, para eliminar cualquier semblanza de mentira deliberada. Entonces, le tocaba el turno al equipo que había guardado silencio y que no se había movido: avanzaban al son de la segunda estrofa, preguntando festivamente cuál de ellos sería el escogido como el símbolo de las nueces de mayo. El primer grupo respondía designando al miembro elegido del segundo equipo, y estos procedían a inquirir, muy pertinentemente, mientras seguían avanzando:
¿A quién mandaréis a buscarla (o buscarlo, si fuera yo),
A buscarla (o buscarlo, si fuera yo), a buscarla (o buscarlo, si fuera yo)?
¿A quién mandaréis a buscarla (o buscarlo, si fuera yo),
A buscarla (o buscarlo, si fuera yo), una helada y fría mañana, a quién?
Entonces, los miembros del primer equipo seleccionaban a uno de sus camaradas para que fuera el emisario del mensaje, y con la misma melodía y gesto similar, anunciaban su elección al otro equipo. Se procedía a doblar por la mitad un pañuelo, para situarlo en la hierba, en paralelo y a medio camino de los dos equipos de jugadores, alegres y expectantes. Así, la nuez simbólica y su designado buscador tenían que enfrentarse el uno al otro a ambos lados del pañuelo extendido, agarrarse de las manos y pugnar por hacer que el contrincante cruzara el límite que marcaba el pedazo de tela. El ganador resultante se «quedaba con la nuez», jugador que pasaba a formar parte del equipo victorioso, y el juego seguía así con jolgorio renovado.
Al final lo que solía suceder era que uno de los equipos absorbía por completo al otro, y como yo solía estar en el bando de los que absorbían, mis servicios se solicitaban con gran frecuencia. Pronto descubrí, de hecho, que a pesar de mi mala salud, el juego de las nueces se me daba especialmente bien. Puesto que había heredado en gran medida la poderosa y sonora voz de mi padre, lograba imprimir un efecto dominador en los intercambios vocales preliminares, mientras que mi físico resultaba de notable ayuda en los estadios finales del juego. Pues aunque no era alto, tenía los brazos singularmente esbeltos, mi abdomen era grande y estaba bien protegido; mientras que mis pies, de longitud y anchura excepcionales, y arcos casi imperceptibles, me permitían conservar un tenaz control de la firmeza de mi postura cuando se trataba de derribar al oponente más allá del pañuelo.
Me convertí en un especialista del juego, tanto así que cuando fui a la escuela descubrí con amarga decepción que mi pasatiempo favorito ni siquiera estaba incluido en el programa de clases. Más tarde he sabido de las críticas que recibe dicho juego, tanto por motivos morales como físicos, e incluso mi amigo el párroco reverendo Simeon Whey alberga graves dudas con respecto a su idoneidad. En muchas ocasiones, hemos pasado largas veladas debatiendo acerca de sus efectos en el carácter cristiano, lo confieso. Pero me regocija confirmar que ha llegado a aprobarlo, incluso frente a otros. En efecto, como más de una vez le he dicho, tomándole el pelo, sus objeciones reales a dicho juego proceden de un factor personal; esto es, la falta de destreza en su práctica, que han constituido el grueso de sus prejuicios al respecto. Aunque es un notable jugador en el juego de las corrientes, así como en los múltiples juegos de palabras disponibles para el entretenimiento, en el juego de las nueces rara vez ha logrado, si es que alguna vez lo ha conseguido, evitar que le derribaran más allá del pañuelo. Sin embargo, fruto de mi vehemente defensa, ha permitido que dicho juego constituya uno de los espectáculos más destacados de nuestras reuniones anuales de la Escuela Dominical. Creo, además, que muchas de nuestras maestras aceptarían ser testigo de que sigo conservando mi vieja habilidad en el juego de las nueces.
Así fue como llegué a mis doce años, y aunque albergaba notables dudas, mi padre por fin decidió mandarme a una institución educativa del vecindario. La escuela Hopkinson para Hijos de Caballeros se encontraba en Jasmine Grove, una ubicación muy conveniente, al sur de Camberwell, e incluía en su digno exterior elementos característicos de casi todos los estilos arquitectónicos. Envuelta en un camino semicircular de gravilla, con puertas de entrada y salida, estaba flanqueada a ambos lados, y aislada por detrás, por un patio asfaltado.
Frente a las escaleras de entrada, dos pilares de color chocolate soportaban un pórtico clásico, y las ventanas de las estancias del primer piso estaban rodeadas de molduras propias del gótico. Las ventanas del primer, segundo y tercer piso respondían a un estilo más sencillo de arquitectura georgiana; sin embargo, de las esquinas anteriores del techo se elevaban torreones normandos. Entre ambas torres, el conjunto de tejas isabelinas ofrecía un contraste agradable, y había dos chimeneas, cada una de ellas equipada con un pararrayos, decoradas con relieves moriscos.
El sucesor del señor Hopkinson, fundador original de la escuela, era el señor Septimus Lorton. Unos setenta u ochenta hijos de los caballeros de Peckham y Camberwell asistían a dicha institución. Tendré más que decir acerca del señor Lorton más adelante, pero justo una semana antes de lo que habría sido mi primer semestre allí, la tierna e inescrutable Providencia volvió a intervenir. El agente de la nueva aflicción fue un parásito comúnmente conocido como tiña, del cual, en un breve periodo de tiempo, se habían establecido en mi cabeza no menos de cuatro colonias. Siendo así, mi escolarización volvió a posponerse por segunda vez, y por añadidura me vi obligado a sacrificar, por orden del médico y para evaluar con más detalle la extensión de la enfermedad, la mayor parte de mi abundante y atractiva mata de cabello castaño. Me reconcilié fácilmente con la primera consecuencia de la enfermedad; pero a la segunda, lo confieso, no pude resignarme con igual soltura. Así, noche tras noche mojé mi almohada con las lágrimas que apenas lograba contener durante el día. Pero aún no había sucedido lo peor. Pues cuando surgió una quinta y rebelde colonia, el médico al frente del caso aprovechó la ocasión para recetarme una pomada totalmente injustificada. Acabó con los parásitos, es cierto. Pero tan salvaje fue el efecto del violento medicamento que, a resultas de la terrible angustia que sentí, todo mi pelo desapareció.
Incluso en esta, probablemente la hora más negra de mi existencia, la Providencia había dispuesto un arcoíris en medio de la desesperación que desde entonces nunca ha dejado de reconfortarme. Herido en lo más profundo de su indignada paternidad, mi padre tomó medidas de inmediato contra dicho médico. Mientras, tanto la señora Emily Smith, abuela de mi pequeña camarada, y la tía que había permanecido al pie de las escaleras con la madre de mi madre, se ocuparon de cubrir mi lastimera cabeza con gorritas aterciopeladas, hábilmente bordadas con lirios.
No obstante, quizá el resultado más importante derivado de este episodio, aparte de los daños y perjuicios que mi padre logró arrancar al médico, fue la amistad de por vida que surgió entre nosotros y la familia Whey. El señor Balfour Whey era un compañero más joven de la congregación de mi padre en Santiago el Menor de Todos, además de un abogado de reputación creciente y padre de dos muchachos, Simeon y Silas. Al mayor ya me he referido como el párroco de la localidad en la que resido. Silas, en cambio, murió en circunstancias muy perturbadoras que explicaré cuando llegue el momento; era media hora más joven que Simeon, y por eso se les solía considerar prácticamente gemelos.
Ambos eran jóvenes cristianos de mi edad, y cada uno de ellos tenía problemas con el