La gran vida. Michael Caine

La gran vida - Michael  Caine


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Zelanda… y Los ­Ángeles, primer descanso en aquel torbellino de gira promocional, marcado por algo que empezaba a ser más y más frecuente en mi vida: un funeral.

      De haber buscado signos de un declive inminente, la muerte de John Foreman habría sido uno de ellos. John era mi amigo y fue el productor de El hombre que pudo reinar, una de las películas que más me gustan de las mías. Pronuncié algunas palabras en su funeral; otros, como Jack Nicholson, también hablaron. John Foreman fue una persona muy especial y lo situaría en la categoría de los «casi grandes». En mi opinión, murió justo antes de poder desarrollar todo su potencial, aunque El hombre que pudo reinar es prueba suficiente de su merecida reputación.

      Sentado en aquella iglesia abarrotada y escuchando cómo mis amigos honraban la memoria de aquel hombre extraordinario, no pude evitar recordar la película y lo que había significado —y todavía hoy significa— para mí. No solo trabajé con el hombre al que consideraba un dios, el director John Huston, que ha dirigido tres de mis películas favoritas de todos los tiempos —El tesoro de Sierra Madre, El halcón maltés y La Reina de África—, sino que también tuve la oportunidad de interpretar a Peachy Carnehan, un papel para el que Huston contaba con Humphrey Bogart, mi ídolo. Recordé la primera vez que vi El tesoro de Sierra Madre, ese gran clásico sobre un grupo de parias en busca de oro, un sueño tan imposible como para mí lo era en aquel entonces el de ser actor. De adolescente me había identificado totalmente con el personaje de Bogart y de pronto me encontré en una película dirigida por Huston e interpretando un papel que había sido pensado para Bogart. Era como si los sueños imposibles pudiesen hacerse realidad.

      La otra cosa que hizo de El hombre que pudo reinar una película tan especial fue que Sean Connery me diese la réplica. Trabajar con él fue un auténtico placer y nuestra relación se estrechó más todavía. Al igual que yo, Sean se sentía muy en deuda con John Huston y cuando, años después, supimos que estaba al borde la muerte, nos entristecimos enormemente. Fuimos juntos al hospital Cedars-Sinaí, en Hollywood, para despedirnos de él. Al llegar, nos encontramos a John delirando: «Yo estaba en un combate de boxeo y resulta que el otro tenía unas cuchillas cosidas en los guantes y por eso ahora estoy aquí. Ese tío me ha rematado, por eso estoy aquí». Siguió hablando sobre aquel boxeador durante veinte minutos. Sean y yo nos miramos. Los dos estábamos llorando. Nunca antes había visto llorar a Sean. Nos fuimos del hospital muy afectados, y lo siguiente que supimos fue que John Huston se había levantado de la cama y había hecho dos películas más. Cuando volví a verlo, le dije:

      —La próxima vez que vaya a despedirme de ti, si no te mueres tú, te mato yo. No sabes lo mal que lo pasamos.

      —Bueno, Michael, ya sabes cómo es esto, la gente lo pasa mal. Y la gente se muere —respondió.

      —Vale, de acuerdo. Pero no dos veces.

      Volviendo al funeral de John Foreman, hubo risas, hubo anécdotas y hubo lágrimas, y después nos fuimos a Nueva York para hacer otra presentación del libro. Esta vez se celebraba en el restaurante de mi amiga Elaine y entre los invitados estaban Gloria Vanderbilt, Lauren Bacall, David Bowie e Iman —personajes legendarios flotando ante mi jet-lag—. Me costaba pensar, pero eso era lo de menos, porque en todo caso mis labios y mi lengua estaban demasiado cansados para hablar.

      Si Chasen’s representaba para mí la vida de Hollywood y era el punto de encuentro con muchos de mis amigos de allí, Elaine’s era su equivalente en Nueva York. Elaine’s es más que un restaurante: es una institución neoyorquina, es casi como una feria. Era el sitio perfecto para presentar un libro porque allí era donde se reunían los guionistas, actores y directores, desde Woody Allen al equipo del Saturday Night Live. La propia Elaine solía revolotear de mesa en mesa comprobando que todos sus clientes estuvieran a gusto. Recuerdo que, una noche, un tipo empezó a molestarme. Apareció Elaine, lo agarró por las solapas y lo tiró al suelo. Ella solita. Protesté:

      —No hacía falta ser tan drástica, nos lo podíamos haber quitado de encima de otra manera.

      —Nah, ¡me sacan de quicio los capullos! —respondió.

      Elaine es una buena amiga y almuerzo con ella cada sábado cuando estamos en Nueva York. Siempre pedimos caviar y paga ella. Con los billetes que lleva en el sujetador. Dice: «Invito yo». Acto seguido, hunde la mano y saca un puñado de billetes.

      La fiesta en Elaine’s marcaba el final de la gira, y de Nueva York volví a mi casa, en Inglaterra. Estaba hecho polvo pero, en mi ausencia, habían seguido llegando guiones y tocaba ponerse al día. Al final me recompuse y me senté a leer uno de ellos. Me quedé de piedra. El papel era insignificante, casi ni merecía la pena. Se lo devolví al productor, dándole mi opinión. Un par de días después, el tipo me llamó por teléfono. «¡No, no! ¡No eres el amante, lo que quiero que leas es el papel del ­padre!». Colgué y me quedé un rato allí de pie, desconcertado. ¿El ­padre? ¿Yo? Fui al baño y me miré en el espejo. Sí, ciertamente era el padre quien me devolvía la mirada. En el espejo veía a un actor protagonista, pero no a una estrella. En ese momento me di cuenta de que la única mujer a la que volvería a dar un beso en pantalla sería mi hija.

      La diferencia entre un actor protagonista y una estrella de cine (aparte del caché y el camerino) es que cuando una estrella recibe un papel que le interesa, lo modifica para adaptarlo a su persona. Una estrella dice: «Yo nunca haría eso» o «Yo nunca diría eso». Y sus propios guionistas añaden lo que él haría o diría. Cuando un actor protagonista recibe un papel que le interesa, se adapta al papel. Pero hay además otra diferencia, y esa era la que yo sabía que jugaba a mi favor. Muchas estrellas son malos intérpretes, así que cuando los grandes papeles se agotan, desaparecen, insistiendo en que ellos no harán papeles secundarios. Los actores protagonistas deben saber actuar. Si no, acaban desvaneciéndose por completo.

      Siempre había sabido que ese momento llegaría. Tenía cincuenta y ocho años. ¿Debía abandonar o continuar? Tenía que pensármelo. La pregunta me rondó durante meses. Me acosaba cada mañana, al abrir los guiones de pacotilla llenos de manchas de café y anotaciones que habían dejado actores más jóvenes antes de rechazar el papel. Me di cuenta de que las cosas iban a ser diferentes a partir de entonces. Más difíciles.

      Había alcanzado un momento de mi vida que bauticé como «la dimensión desconocida». El foco del estrellato se apagaba y, aunque la tenue luz de los papeles de actor protagonista empezaba a cobrar fuerza, seguía viéndolo todo muy negro. Hubo sin embargo algunos momentos resplandecientes. De buenas a primeras, como parte de los festejos alrededor del Cumpleaños de la Reina, fui nombrado Comendador de la Orden del Imperio Británico. Un gran honor y una bonita medalla. Acepté la distinción con enorme orgullo. Y entonces un antipático periodista señaló que me habían nombrado comendador de algo que ya no existía. Ni siquiera lo poco que iba bien era del todo perfecto.

      2. Elephant

      Supongo que la gran incógnita no es tanto por qué el foco del estrellato se estaba apagando, sino cómo llegó a alumbrarme a mí. Hay una enorme distancia entre Beverly Hills y mi infancia en el barrio de Elephant and Castle, en el sur de Londres, al igual que un plató de Hollywood está muy lejos de mi primera clase de interpretación en el centro juvenil local, cuando la chispa de la actuación prendió en mí por primera vez. La chispa se transformó en la llama de la ambición, mientras que para los demás seguía siendo un chiste, un motivo de guasa. Cuando decía que iba a ser actor, respondían siempre lo mismo: «¿Tú? ¿Y de qué vas a hacer? ¿De bufón?». Y se partían de risa. Si decía que quería subirme a un escenario, replicaban: «¿Para barrerlo?». Yo callaba y sonreía. A decir verdad, solo había ido al teatro una vez, con el colegio, para ver una obra de Shakespeare. Y me había quedado sopa.

      Por aquel entonces, leía sin parar biografías de actores famosos, estaba desesperado por descubrir cómo habían metido la cabeza en el mundillo. No resultaban de mucha ayuda. Las personas sobre las que leía no se parecían en nada a mí. Siempre habían visto a su primer actor en algún teatro pijo del West End, de la mano de sus niñeras. Y la historia era siempre la misma: en cuanto los focos se apagaban y subía el telón, sabían que tenían que ser actores.

      Mi


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