La gran vida. Michael Caine

La gran vida - Michael  Caine


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de impacto de las bombas— mezclado con el espeso smog que emitían los fuegos de carbón. Las tiendas estaban desabastecidas y se formaban largas colas para comprar lo poco que había. Mis únicas formas de evasión eran el cine y la biblioteca pública. Para los chavales de clase obrera como yo, Estados Unidos eran sinónimo de emoción. Las películas bélicas británicas siempre estaban protagonizadas por oficiales, mientras que en las americanas los personajes principales eran muchachos recién alistados. Y también los escritores británicos escribían sobre oficiales, pero en la biblioteca descubrí Los desnudos y los muertos, de Norman Mailer, y De aquí a la eternidad, de James Jones. Al fin encontraba historias sobre las experiencias de soldados con los que podía identificarme.

      Sí, visitaba la biblioteca pública con frecuencia, pero no disfrutaba tanto de los estudios. Tuve que trasladarme de ­Hackney Downs Grocers a una escuela más cercana a nuestra casa y aquello no benefició ni al personal de la Wilson’s Grammar School ni a mí. La única asignatura que me interesaba remotamente era Francés —y tan solo debido a las falditas de la profesora, que nos permitían vislumbrar sus muslos cuando se sentaba sobre el frontal de su mesa—, de manera que dediqué mi talento creativo al arte de hacer novillos. Todos los días mamá me daba dinero para la comida y yo, siempre que podía, gastaba la mitad en una barra de chocolate para evitar la inanición y el resto en una entrada del cine Tower, en Peckham.

      Allí donde los intentos de Wilson’s por educarme fracasaban, el Tower hacía un gran trabajo. Y no solo en lo tocante al cine. Un día llegué a la taquilla con mi chocolatina, como de costumbre. Me disponía a comprar mi entrada cuando la taquillera se inclinó hacia mí y susurró:

      —Si me das el chocolate te enseño las tetas.

      Casi me da un pasmo. Eché un buen vistazo a su pecho por encima de la ropa. No es que fuera una modelo, pero cuando tienes catorce años casi todas las chicas tienen su encanto.

      —Vale —accedí con mi mejor voz grave, y le alargué la chocolatina a través de la ventanilla antes de que pudiese arrepentirse.

      Miró a derecha e izquierda. El vestíbulo estaba vacío.

      —Aquí las tienes, Romeo —me dijo.

      Alzó lentamente un lateral de su suéter, dejando al descubierto un sujetador más bien mugriento. Con un dedo, levantó la copa izquierda, revelando un pezón, primero, y un blanquísimo pecho al completo, después. ¡Era enorme! Lo bamboleó ante mi atenta mirada durante dos segundos, a lo sumo, y volvió a embutirlo en el sostén, se bajó el suéter, agarró la barrita de chocolate y cerró la ventanilla. A medida que recorría el largo, solitario y oscuro pasillo del interior del cine, sentí como la indignación crecía dentro de mí. ¡Había dicho «tetas», en plural! Yo solo había visto una. Y me había quedado sin chocolate. No me pareció justo y me prometí que jamás volvería a pagar a cambio de sexo. Y no lo he hecho. A cambio de amor, sí —en varias ocasiones—, pero esa es otra historia.

      Dicen que, como media, un adolescente varón piensa en sexo cada quince segundos. En mi caso, ni se le acerca. Pero, claro, siempre había ayuda a mano, por así decirlo. Recibí otro tipo de ayuda, más constructiva, por parte de un club juvenil llamado Clubland, en Walworth Road, que ofertaba un gimnasio y variedad de deportes para mantener nuestras mentes puras y nuestros cuerpos exhaustos. El programa también incluía duchas frías, pero yo enseguida me percaté de su auténtico propósito. Como ya medía un metro ochenta, me uní al equipo de baloncesto, pero era un desastre: lo único que me interesaba perseguir era a las chavalas.

      Estaba loquito por una chica que se llamaba Amy Hood. Un día, subiendo las escaleras del gimnasio, la vi a través del cristal de una puerta junto a las chicas más guapas del club. Tenía la cara pegada al vidrio y, de repente, la puerta se abrió y caí al interior de la habitación. Me puse rojo como un tomate y las chicas soltaron unas risitas nerviosas. Apareció una profesora, me agarró del pescuezo y me dijo: «¡Adelante!», arrastrándome hacia el grupo de chicas. «Eres el primer chico en todo el año». Era mi día de suerte, mis dos grandes intereses en la vida reunidos: ¡chicas e interpretación! Había ido a caer en la clase de teatro.

      Nunca me han gustado los críticos, y posiblemente se deba a la primera reseña sobre mí, que apareció en la revista del Clubland. Yo hacía el papel de robot en R.U.R.4, una obra vagamente intelectual de Karel Čapek. No conseguí entender de qué iba. Ni siquiera entendía la única frase que debía pronunciar. Lo que sí comprendí claramente fue el sarcasmo que destilaba el crítico sobre mi interpretación: «Maurice Micklewhite interpretaba a la perfección la dicción anodina, mecánica y monótona del robot». Capullo.

      Con malas críticas o sin ellas, yo empezaba a recorrer mi camino, o eso pensaba, al menos. Desde aquel mismo momento hasta que me llamaron para cumplir el servicio militar, no dejé de participar en obras de teatro. Recibí el patrocinio de un tipo que se llamaba Alec Reed, un fanático del cine que todas las tardes de domingo proyectaba alguna de las películas mudas de dieciséis milímetros de su colección en el Clubland. Alec no solo me enseñó todo lo que sabía sobre la historia del cine, sino que también me descubrió los aspectos técnicos. Cada verano, el club al completo se iba de vacaciones a la isla de Guernsey, en la costa sur de Inglaterra, y Alec rodaba un documental sobre el viaje. Para mí fue motivo de gran orgullo ver, por primera vez, mi nombre en los créditos: «Maurice Micklewhite, director». Una vez más, risas entre en el público. Capullos. Pero comprendí que tenían razón. Cuando al fin lograse aparecer en la gran pantalla, tendría que ser con otro nombre.

      Pero incluso yo era consciente de que mi nombre era el menor de mis problemas. Yo era alto, desgarbado, flacucho y desmañado. Era rubito, tenía la nariz grande, espinillas y acento cockney. Las estrellas de cine de aquella época —Robert Taylor, Cary Grant y Tyrone Power, por ejemplo— tenían el pelo negro, eran naturales, sofisticados y muy atractivos. Incluso los feos, como mi héroe, Humphrey Bogart, tenían el pelo negro, eran naturales, sofisticados y muy atractivos. Ahora es más fácil, por supuesto, pero entonces a nadie se le habría ocurrido darme siquiera el papel del mejor amigo del protagonista. En cierta ocasión, el mismísimo Steve McQueen me dijo que, de haber trabajado en los años treinta, le habría tocado ser «el mejor amigo».

      Así pues, ¿cómo logré ser actor? Hasta llegar a Alfie, trabajé muy duro durante diez años en el teatro y la televisión, pero además de saber actuar había que tener el aspecto adecuado. Mírense al espejo. ¿Ven ese blanco sobre el iris del ojo en posición relajada? ¿Ven sus orificios nasales cuando miran de frente? ¿Ven las encías sobre los dientes superiores al sonreír? ¿Su frente es mayor que espacio que hay entre la punta de su nariz y la de su mentón? Si es usted un hombre, ¿tiene la cabeza pequeña? Si presenta alguna de estas características faciales, nunca será el protagonista de una película romántica. Si las presenta todas, sin embargo, probablemente se haga rico protagonizando películas de terror.

      En última instancia, todos los años que pasé actuando en el Clubland y, después, en el teatro profesional, no me sirvieron de gran cosa. El arte de la actuación en el cine es, precisamente, el opuesto al de la actuación en el teatro. En el teatro tienes que ser todo lo exagerado, histriónico y aparatoso que puedas, incluso en las escenas más reposadas, algo que solo los mejores actores saben hacer. Por el contrario, el cine consiste en permanecer a dos metros de una cámara bajo una luz cegadora y no dejar que trasluzca el menor atisbo de actuación. Si uno lo hace bien, parece fácil, pero conseguirlo requiere muchísimo trabajo. Es como cuando ves bailar a Fred Astaire y piensas que tú también podrías hacerlo… y no podrías ni en un millón de años.

      A lo largo de mi carrera he ido incorporando a mi repertorio algunos trucos muy útiles. Durante un primer plano, mira fijamente solo uno de los ojos del actor que tienes enfrente, no mires a uno y otro ojo porque parecerías taimado; escoge el ojo que haga que tu cara se acerque más a la cámara; si ­interpretas a un personaje duro o amenazador, no parpadees (¡y no olvides la caída de ojos!); si interpretas a un pusilánime o a un inútil, parpadea todo lo que quieras (solo hay que fijarse en Hugh Grant); y si tienes que hacer una pausa después de que hable otro actor, primero habla y haz la pausa después, de ese modo podrás alargar esa pausa tanto como desees. Por último, el desnudo integral frontal. No lo hagas.


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