La gran vida. Michael Caine
otro año, me enviarían a Corea a luchar contra el comunismo y defender el sistema capitalista a cambio de cuatro chelines diarios. A mí me parecía que si uno va a luchar para salvar el capitalismo, tal vez debería cobrar un poco más de cuatro chelines al día, pero lo que más me ofendió fue que me chuleasen. Los oficiales me llamaban «Revoltoso» porque, además de ayudar a los muchachos a leer y escribir cartas (muchos de mis «clientes» eran bastante iletrados), era a mí a quien pedían consejo legal: conocía al dedillo las leyes del Ejército y sabía hasta dónde podíamos tensar la cuerda. Como consecuencia, me asignaron tareas de castigo de forma casi continuada a lo largo de más de un año (entre ellas, rascar el suelo del calabozo con cuchillas de afeitar hasta dejarlo como una patena). Aunque ahora pelo patatas como nadie, no soportaba la idea de pasar otro año así y escogí la opción de Corea.
Corea fue la experiencia más terrorífica y, también, más importante de mi vida. Tuve suerte de salir con vida. A mi regreso, papá me dio la bienvenida a casa, pero nunca hablamos de lo que él había pasado durante la segunda guerra mundial y nunca me preguntó sobre Corea. Los veteranos nunca lo hacen. Su actitud era de «ya eres un hombre, ya sabes lo que hay», pero nunca lo verbalizó. Ahora estábamos al mismo nivel. No quería hablar de su guerra porque no quería quedar como un héroe. Y yo, tampoco. No hay héroes en una guerra. Haces lo que tienes que hacer y sobrevives, eso es todo. Y solo sé que sobrevivir a Corea hizo que me empeñase aún más en hacer realidad mi sueño de convertirme en actor.
Quizá trabajar en una fábrica de mantequilla no les parezca el primer paso más obvio hacia el estrellato, pero las opciones eran escasas e infrecuentes cuando me desmovilizaron. Era 1952, la mantequilla seguía racionada. Me pusieron junto a un ancianito y nos encomendaron la labor de mezclar mantequilla de distintas calidades hasta formar un único gran pegote. Líbrenos Dios de que existan mantequillas de distintas calidades. Un buen día, estábamos allí mezclando y, de pronto, el abuelo dice, sin venir a cuento:
—Tú no quieres pasarte la vida en este trabajo, ¿verdad?
—No —contesté.
—Bueno, y entonces, ¿qué quieres hacer? —insistió.
—Quiero ser actor —dije esperando que soltara una carcajada, como hacían todos. Pero no se rio.
—¿Y cómo piensas conseguirlo?
Me encogí de hombros.
—No lo sé —murmuré, y volví a la mantequilla.
—Hazte con The Stage —me dijo—. Al final del periódico hay anuncios para actores. Mi hija es cantante semiprofesional y consigue ahí un montón de trabajo. Acércate hasta Solosy’s, el quiosco de Charing Cross Road. Ahí lo tienen.
El sábado siguiente ya esperaba frente a Solosy’s antes de que abrieran. Cinco minutos después, estaba sentado en un banco de Leicester Square, a la vuelta de la esquina, leyendo el anuncio de una pequeña compañía teatral de Horsham, Sussex, que buscaba un ayudante de director de escena («y pequeños papeles como actor»). El lunes mandé mi solicitud (bajo el nombre de «Michael Scott», que esperaba fuera menos risible) adjuntando una apresurada fotografía mía en la que parecía tener los labios pintados. Una semana después, me encontré sentado en el despacho del propietario y director de la compañía, el señor Alwyn D. Fox. Lo vi un poco defraudado.
—No se parece usted en nada a su foto —dijo.
Entonces lo comprendí. Medía un metro noventa, tenía veinte años, el pelo rubio, largo y ensortijado y un tono bronceado que había adquirido en el barco que me trajo de Corea, pero era, sin ningún género de duda, un tipo viril. De pronto, Alwyn D. Fox lanzó un grito agudo: «¡Edgar!». De otro despacho surgió un hombre aún más bajito y delicado que el señor Fox. Se quedaron ahí parados los dos, con los brazos en jarras, observándome. Finalmente, Edgar dijo: «Ay, yo creo que nos sirve». Y me contrataron.
Una de las ventajas de trabajar en una compañía mayoritariamente gay es que hay menos competencia, y mi vida sexual experimentó un drástico incremento. Otra de las ventajas fue que, para foguearme, me dieron casi todos los pequeños papeles de machote. Mi primer trabajo como actor profesional fue interpretar al poli que aparece al final de la obra para arrestar al villano que acaba de ser descubierto por el típico detective pijo y amanerado. No recuerdo ni el título de la obra ni a su autor, pero recuerdo mi única frase: «Venga conmigo, caballero». Lo cual es ciertamente notable habiendo transcurrido cincuenta años, especialmente porque en aquel momento la olvidé. El problema fue que —sí, otra vez— no me había subido la cremallera del pantalón. Salí a escena, el público se partió de risa, y aquello me desconcentró completamente. Otro de los actores me echó un cable susurrándome mi frase, pero yo no lo entendí y le pregunté, airado y con mi voz normal: «¿Qué?». Otro chaparrón de risas. Me vetaron del escenario durante las tres semanas siguientes.
Ahora entiendo cuánto aprendí de Alwyn D. Fox y mi etapa en Horsham. Para empezar, antes de cada toma compruebo mi bragueta, pero además siempre llevo un lápiz a los ensayos para poder tomar notas sobre la marcha. («¡Lo primordial para ser actor es un lápiz!», me gritó Alwyn el primer día). También consiguió meterme en la cabeza la importancia de vocalizar con claridad. En el primer ensayo, me interrumpió a mitad de discurso y señaló hacia el gallinero.
—La persona que se sienta ahí arriba —dijo— ha pagado para escuchar cada una de las palabras que pronuncies y para ver cada uno de los gestos que hagas.
Tenía razón. Y también tenía razón en otra cosa. En una de las obras que hicimos, yo interpretaba una escena en la que mi personaje no se hablaba con el resto del reparto. Me tenía que sentar en una esquina, en la platea. Una noche, una de las ancianas que había entre el público sintió compasión: se inclinó hacia mí por encima de las candilejas y me ofreció un caramelo. Lo acepté e hice un gesto de agradecimiento con la cabeza. En cuanto concluyó la ovación final, tenía a Alwyn encima.
—¡Pero cómo se te ocurre romper la cuarta pared!
¿La cuarta pared? ¿De qué demonios me estaba hablando?
—¡La cuarta pared! —continuó, cada vez más frenético—. Es la cuarta pared, invisible, entre nosotros y el público. ¡Si la rompes te cargas la magia del teatro!
La preparación que recibí como actor de reparto es algo que casi se ha perdido hoy en día. El terreno de entrenamiento es ahora la televisión, pero en mis comienzos ese trabajo no existía. En todo caso, sigo pensando que para ser un buen actor de comedia hay que actuar frente al público en un teatro. De otro modo, es imposible medir la risa. Cuando haces una película o una serie de televisión, no hay una respuesta contra la que medirse, de manera que, en los ensayos, yo siempre hablo todo lo alto que puedo y así puedo comprobar la reacción de los técnicos. Si se ríen —y son gente que ya lo ha visto todo—, sé que estoy haciéndolo bien.
Al final, pasé nueve años actuando en el teatro, a diferencia de los tres años de preparación académica que reciben los estudiantes de la Royal Academy of Dramatic Art. No me cabe la menor duda de que la RADA ofrece magníficas oportunidades a sus pupilos. Al final de cada curso realizan representaciones a las que asisten agentes y directores de reparto. Yo nunca conté con esa opción y me parece fantástico que los muchachos de hoy en día puedan disfrutarla. Y, además, jóvenes de orígenes muy diversos. Hace unos días pronuncié el discurso de fin de curso en la RADA y conté el siguiente chiste:
Se encuentran dos actores. Uno de ellos, con un acento muy sofisticado, saluda al otro:
—¡Hoooli! ¿Qué tal?
—Regular… —responde el otro.
—¿Por qué? ¿Estás bien? ¿Qué pasa? —pregunta el pijazo.
—No encuentro trabajo… Ya sabes, es este acento de palurdo de arrabal. Tú lo tienes más fácil, con ese acento de señorito.
—Espera, espera. ¿No encuentras trabajo porque tienes acento cockney? Pues te voy a decir una cosa: yo también soy cockney, querido.
—¿Qué?