Presidente. Katy Evans
labrar mi propio camino cuando cumpliera los veinte. Mi madre no estaba conforme al acercarse la fecha y yo todavía estaba en la universidad y podía hacer alguna tontería, así que lo pospuso hasta los veintidós. Ahora, un mes después de mi cumpleaños, me lo he ganado, me he mantenido en mis trece y me he negado a que posponga la fecha otra vez.
Ella insistía en que el edificio era relativamente inseguro, con solo un portero. Si alguno de los vecinos lo llamaba para que subiera a su casa, la puerta y el vestíbulo quedarían desatendidos. Era pequeño, incómodo e inseguro.
Yo pensaba que era perfecto. Bien situado y con el tamaño apropiado para mantenerlo limpio y ordenado, aunque todavía no he conocido a casi nadie excepto a dos de mis vecinos: una familia joven y un veterano del ejército. Y sí que me da la sensación de que, por la noche, hay cosas que crujen, y me mantienen despierta. Pero este es el primer paso para labrar mi propio camino.
Me tumbo en la cama y pongo el despertador para mañana. Estoy físicamente exhausta, pero, en mi cabeza, revivo el día de hoy una y otra vez.
Pienso en la campaña, en Matt y en el asesinato del presidente Hamilton. Pienso en nuestro presidente actual y en mis esperanzas con respecto a nuestro futuro presidente.
Toda la gente que conozco, todo el que es consciente de sí mismo y su potencial… Todos queremos influir, contribuir, trabajar en algo que nos importe. Ahora sigo un nuevo camino que yo he establecido. Soy joven y algo insegura, pero estoy contribuyendo a cambiar las cosas, aunque sea solo un poco.
El equipo
Matt
En las campañas presidenciales no solo se necesita al candidato adecuado; se necesita el equipo adecuado. Ojeo las docenas de carpetas desperdigadas en mi escritorio. Llevo seis tazas de café y doy el último sorbo mientras reflexiono sobre la última incorporación a mi equipo.
—Mujeres del Mundo, Charlotte Wells. Es prácticamente una becaria, no tiene experiencia. ¿Estás seguro de esto? —preguntó Carlisle.
Tomé la decisión delante de una caja de donuts, burritos vegetarianos, latas de refresco y botellas de agua de sabores.
No puede decirse que Charlotte sea guapa, es demasiado impresionante para eso. Uno no olvida sin más una cara como la suya.
Su cabello pelirrojo le cae por los hombros como una llama. Y ese brillo en sus ojos. Es activa, sin complejos, exquisita. A pesar de haber sido educada como la hija de un senador, hasta ahora se ha visto libre de escándalos políticos, libre de los negocios sórdidos con los que se asocia a veces la política.
Está más capacitada para este trabajo de lo que cree Carlisle. Soy consciente de su reticencia, pero estoy convencido de que Charlotte demostrará con creces lo que vale.
En lugar de contratar a los aliados políticos experimentados de la época de mi padre, todos muy deseosos de apoyarme, estoy eligiendo a personas que quieren marcar la diferencia, que piensan en los demás antes que en sí mismos y en sus bolsillos.
Estoy decidido a tenerla en mi equipo.
Antes incluso de fijarme en ella en la fiesta de inauguración, ya había planeado pedirle a Carlisle que llamara a aquella niña que había conocido, la que había llorado un océano y medio en el funeral de mi padre. La de la carta que releí, por algún motivo, el día en que mi padre murió.
Después de la fiesta de inauguración… digamos que ha estado en mi cabeza, y no solo porque es preciosa y en otra vida me habría gustado deslizar las manos bajo su vestido y acariciar su piel, inclinar la cabeza y besarla en la boca durante un buen rato. No, no por eso, sino porque le encanta la presidencia, siempre le ha gustado.
Y ahora está confirmado que trabajará en mi equipo gracias a Carlisle. Él es mi director de campaña y quien lo lleva todo. Ya hemos reclutado a asesores de prensa, jefe de estrategia y encuestador, director de comunicaciones, director de finanzas, asesor de medios, secretario de prensa, portavoz, director de estrategia digital y fotógrafa oficial.
Tenerlos a todos en la sede de la campaña me proporciona una sensación de satisfacción; hemos formado un equipo que nos llevará sin problemas a las elecciones de este año.
Estoy listo para acabar el día, así que doy una palmadita a Carlisle en la parte posterior de la cabeza y digo:
—Confía en mí. —Cojo las llaves de mi coche y salgo.
***
Vivo en un piso de soltero de dos dormitorios cerca del Capitolio. Dista mucho de las ciento treinta y dos habitaciones y la superficie interminable de la Casa Blanca. Es moderno y del tamaño perfecto para tenerlo todo bajo control sin problemas. Además, mi madre vive a tres manzanas. Aunque tiene una agenda social apretada y un novio que lleva cinco años intentando que se case con él, sin éxito, me gusta tenerla cerca.
Mi perro, un cruce entre pastor alemán y labrador, se pone a ladrar cuando inserto la llave en la cerradura. Es de color negro brillante y los medios lo llaman Black Jack; es más famoso que el perro de Taco Bell. Sus ojos son casi tan negros como su pelaje y, afortunadamente, ya ha pasado la fase en que mordía todos mis zapatos hasta destrozarlos. Está detrás de la puerta y ladra tres veces. La abro y da un brinco.
Lo atrapo con una mano, cierro la puerta con la otra y lo dejo en el suelo. Viene conmigo a la cocina. Lo adopté una vez que di una charla para sensibilizar sobre la adopción animal. Jack era un cachorro por entonces, a la madre la encontraron en las calles, encogida sobre él y sobre sus dos hermanas muertas.
La Casa Blanca será algo radicalmente distinto de sus comienzos.
Aprieto el botón para escuchar los mensajes del contestador.
«Matthew, soy el congresista Mitchell. Enhorabuena, puedes contar conmigo».
«Matthew, soy Robert Wells, muchas gracias por la oportunidad que le has brindado a mi hija. Es evidente que puedes contar con el apoyo de la familia… Quedemos para comer alguna vez».
«Matt —esta vez es una voz femenina que no reconozco—. Espero que recibas este mensaje. Estoy… estoy embarazada. Me llamo Leilani. Estoy embarazada de tus hijos… son gemelos. Por favor, necesitan a su padre».
Saco una botella de cerveza Blue Moon de la nevera y un plato del horno. Borro los mensajes, enciendo la televisión, apoyo los pies y empiezo a comer mientras espero a Wilson.
Quería quedar y le dije que las diez era lo más temprano que podía.
Entra en el piso y va a buscar una cerveza, luego se deja caer en el sofá a mi lado. Tiene casi cincuenta años y aún está soltero, así que pasa tiempo con su sobrino en sus días libres del Servicio Secreto. Es sorprendente que no se haya puesto en contacto conmigo después de soltar la bomba presidencial por todo el país.
Me observa durante un momento y junta los dedos de las dos manos mientras me mira directamente a los ojos.
—Pues aquí estamos.
—Aquí estamos. —Sonrío y tomo un trago.
Por la expresión de Wilson, parece que no esperaba decir eso, lo que encuentro ligeramente divertido.
—Vi el comunicado. Vaya, nunca pensé que te oiría decir eso. —Se pasa una mano por su cabeza calva y la deja caer, mirándome como si esperara una explicación.
Yo me limito a alzar la cerveza para brindar.
—¿Por qué? —pregunta.
—Diez años es mucho tiempo para pensárselo. Es una idea que siempre ha estado aquí… —Giro un dedo, simbolizando los engranajes de mi cabeza.
—Hay quien dice que deberías haber esperado a las siguientes elecciones, hasta ser un poco mayor.
—Ya, pero no estoy de acuerdo. Estados Unidos no puede esperar más. ¿Día libre?
—He dimitido.
Me