Presidente. Katy Evans
tan sorprendido que guardo silencio. Entonces me pongo en pie y Wilson se levanta (la costumbre, supongo), y le doy la mano.
—Te meteré en la Casa Blanca de nuevo.
—No, yo te meteré a ti. De una pieza. Sé de muchas damas que estarían agradecidas por ello. Y tu madre también.
—¿Te ha contratado ella? —pregunto, inseguro sobre si reírme o quejarme cuando volvemos a sentarnos.
—No. He tomado mi propia decisión. Pero sí que ha llamado: está preocupada.
—He permanecido en la sombra para calmar sus miedos, Wil. Pero ya no puedo quedarme más ahí. —Sacudo la cabeza, luego lo examino con curiosidad—. ¿Cuándo empiezas?
—Mañana —dice.
Estamos tan acostumbrados el uno al otro que no nos saludamos ni nos despedimos; simplemente se levanta y se marcha.
Cojo el mando para cambiar de canal y entonces los presentadores se ponen a hablar de las personas seleccionadas para mi equipo.
«Eso es, Violeta, parece que Matt Hamilton está más interesado en traer sangre nueva que experiencia a la campaña. Tendremos que ver si este método resulta efectivo a medida que nos adentremos en el año electoral… Tenemos alrededor de una docena de nombres confirmados como parte del equipo de campaña. Una de las asistentes políticas más jóvenes en el equipo es la hija del exsenador Wells…».
Nada que no sepa ya. Una fotografía de Charlotte aparece en la pantalla; lleva el pin de mi padre en la solapa. Me inclino en el sofá y me limito a examinarla, la sonrisa de su cara, la expresión de sus ojos, y no puedo creerme lo atractiva que es.
«El motivo de su inclusión entre el personal permanente es un enigma, y la especulación en torno al motivo por el que Hamilton la ha elegido…».
—Por una corazonada —contesto en voz alta, y me reclino en cuanto la imagen desaparece. Luego, alzo la cerveza y le doy un trago.
«Parece tener un sólido trasfondo católico y predilección por ayudar a los necesitados. Esa cara angelical definitivamente no se ganará enemigos…».
—Además, no la habéis mancillado, es pura —continúo, y dejo la cerveza a un lado mientras miro las imágenes de ella en la pantalla.
Han pasado casi diez años desde el funeral de mi padre, pero todavía recuerdo cómo lloraba, como si también fuera su padre.
«Tenemos una instantánea de la joven abrazada a Matt Hamilton en el funeral del presidente Hamilton. ¿Crees que puede haber algún lío amoroso?»
—No… de momento —murmuro. ¡Vaya! ¿Acabo de decir eso?
«No pasará, Hamilton. Ahora no».
Joder.
Me termino la comida y llevo el plato a la cocina para dejarlo en el fregadero, donde frunzo el ceño y me inclino cuando su cara vuelve a aparecer en mi mente. Charlotte, con ese vestido amarillo brillante. La confirmación de Carlisle de que había aceptado unirse a la campaña.
Me confunde lo mucho que me ha afectado eso y lo mucho que la quiero cerca. Regreso a la sala de estar para oír el resto.
«La verdad es que no. Hamilton ha tenido mucho cuidado con eso, es un hombre muy discreto».
«Es cierto que desde su abrupta salida de la Casa Blanca se ha hecho con la simpatía y el apoyo del público. El número de seguidores que ha ganado hasta ahora no tiene precedentes para alguien independiente y, al parecer, le llueven las donaciones incluso antes de que los eventos para recaudar fondos empiecen. Será interesante ver qué hace este equipo de personas bastante jóvenes pero impresionantes. Se esperan estrategias originales e inventivas para llegar al público, y una gran campaña por internet».
Me froto la nuca y apago el televisor.
Estoy acostumbrado a la atención. A mi madre nunca le pareció bien la disposición de mi padre para usarme con fines publicitarios. Se esforzó todo lo posible por salvaguardar mi privacidad, y supongo que, antes de esto, yo también.
Pero mi padre me enseñó que la prensa no tenía que ser el enemigo, que podía ser amiga o una herramienta para ayudar a su administración. Durante aquellos años en la Casa Blanca siempre estábamos rodeados de un ejército de prensa y fotógrafos hábiles. El único respiro lo encontrábamos en Camp David, donde no tenían permiso para entrar. No obstante, rara vez fuimos allí, a pesar de lo mucho que le gustaba a mi madre ese sitio de vacaciones. Mi padre sentía que pertenecía al pueblo e insistía en ser tan abierto y estar tan disponible como fuera posible.
«Paso mucho tiempo fuera, quiero que me conozcas», me decía.
«Te conozco», respondía yo.
Yo lo acompañaba al exterior, al jardín sur, y luego se subía al Marine One. Por supuesto, yo era un adolescente fascinado con todo lo militar.
«¿Qué opinas?», preguntaba a todo el mundo, con el orgullo paternal de cualquier padre estadounidense. «Algún día será presidente », decía.
«Ah, no», me reía yo.
Le habría encantado verme intentándolo.
Sin embargo, falleció hace más de diez años.
Cuando sucedió, mi madre recibió la llamada de un senador de Estados Unidos.
Mi abuelo se enteró por la televisión de que su hijo había muerto.
Lo único que recuerdo del funeral es a mi madre besando la parte superior de su cabeza, sus dedos, sus nudillos y sus palmas antes de colocar su alianza en la mano de él y llevarse la de mi padre.
El vicepresidente envió una carta a mi madre y otra para mí.
«Matt, soy consciente del hombre fenomenal y del gran líder que era tu padre. No lo olvidaremos».
La carta era un amable recordatorio de que mi madre y yo nos habíamos quedado sin casa por primera vez en nuestra vida.
Tras el funeral de estado, hicimos las maletas, ya que la familia del nuevo presidente se iba a instalar en la Casa Blanca. Eché un vistazo al Despacho Oval por última vez, a las paredes, al escritorio, a la silla vacía, y me fui de allí sin imaginarme lo decidido que estaría a regresar dos legislaturas después.
La primera semana
Charlotte
No duermo bien. Sueño con la campaña, con quién ganará las primarias para los partidos políticos más importantes, y también sueño con el día en que el padre de Matt fue asesinado.
Aún es de noche cuando despierto. Me doy un baño caliente, aunque no estoy muy cansada pese a que no he dormido bien. La adrenalina producida por mi entusiasmo me impulsa y casi tropiezo medio desnuda en la cocina. Me visto mientras desayuno.
Llevo una falda de color caqui, una sencilla camisa blanca de botones y un par de zapatos abiertos con un tacón moderado de seis centímetros. Me recojo el pelo hacia atrás con una práctica coleta, no demasiado apretada, solo lo suficiente como para que no se suelten mechones rebeldes.
El entusiasmo en la sala es palpable cuando llego al edificio. Los teclados hacen clic, los teléfonos suenan, la gente está ocupada y recorre los pasillos de un sitio a otro apresuradamente. Hay respeto en el ambiente, gratitud por estar aquí.
Queremos que nuestro candidato gane.
Matt nos pregunta qué queremos de nuestro próximo presidente, qué queremos para nuestro país. Mientras el grupo reflexiona, esa mirada ridículamente sexy se clava en mí.
—Si tuvierais un genio que os concediera tres deseos, ¿cuáles serían?
Cada palabra que emite es como una proposición indecente. Las mujeres a mi alrededor parecen acaloradas. Me pregunto si todas