La Reina Roja. Victoria Aveyard
hacerlas. No digas nada, recuerdo. No tienen permiso para hablarme, ni para hablar de mí con nadie más. Ni siquiera de las cosas extrañas, de las cosas rojas, que estoy segura de que ellas ven.
Durante muchos y angustiosos minutos, ellas tratan de volverme apta, me bañan, me peinan, me pintan hasta convertirme en la cosa ridícula que se supone que debo ser. El maquillaje es lo peor, sobre todo la espesa pasta blanca que aplican en mi piel. Las doncellas consumen tres botes que cubren mi cara, cuello, clavículas y brazos con ese polvo húmedo y reluciente. En el espejo, parece que me hubieran desprovisto de toda viveza, que el polvo hubiera cubierto el calor de mi piel. Con una exclamación, me doy cuenta de que está hecho para esconder mi rubor natural, la roja floración de mi piel, mi sangre roja. Finjo ser Plateada, y cuando ellas terminan de pintar mi rostro, realmente luzco como tal. Con mi nueva piel pálida y mis ojos y labios oscuros, parezco fría, cruel, una navaja viviente. Parezco Plateada. Tengo buen aspecto. Y no lo soporto.
¿Cuánto tiempo durará esto? Ser novia de un príncipe. Hasta en mi cabeza parece una locura. Porque lo es. Ningún Plateado en su sano juicio se casaría contigo, menos aún un príncipe de Norta. Ni para sofocar una rebelión, ni para ocultar mi identidad, ni por cualquier otro motivo.
¿Para qué hacer esto, entonces?
Cuando las doncellas me aprietan dentro de un vestido angosto, me siento un cadáver que arreglaran para su entierro. Sé que esto no dista mucho de la verdad. Las jóvenes Rojas no se casan con príncipes Plateados. Jamás usaré una corona ni me sentaré en un trono. Sucederá algo, tal vez un accidente. Una mentira habrá de elevarme y un día otra me derribará.
El vestido es violeta salpicado de plata, y está hecho de seda y encaje transparente. Todas las Casas tienen un color, me acuerdo del arcoíris de familias. Los colores de la familia Titanos, mi apellido, son sin duda el violeta y el plateado.
Cuando una de las doncellas alarga la mano en dirección a mis aretes, para tratar de quitarme lo último de mi antigua vida, me invade el terror.
—¡No los toques!
Ella retrocede de un salto, parpadeando, y las otras se congelan ante mi arranque.
—Perdón, yo…
Una Plateada no se disculparía.
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