La Reina Roja. Victoria Aveyard

La Reina Roja - Victoria Aveyard


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más fuertes. Y así ha sido desde hace cientos de años.

      Me estremezco de sólo pensar en la fuerza del dedo meñique de Cal.

      Él bate palmas cortésmente cuando la joven Rohr concluye su despliegue de destrucción organizada y regresa a la rampa. La Casa de Rhambos la vitorea mientras ella desaparece.

      Esto continúa durante lo que parecen horas. Cada chica sale a demostrar su valor, y todas topan con un auditorio cada vez más destruido, pero han sido entrenadas para hacer frente a cualquier cosa. Varían en edad y apariencia, pero todas son deslumbrantes. Una de ellas, de apenas doce años de edad, hace estallar todo lo que toca como si fuera una bomba ambulante. “¡Olvido!”, clama su familia, describiendo su poder. Mientras ella elimina la última de las estatuas blancas, el escudo de rayos se mantiene firme. Sisea contra el fuego de la jovencita, y el ruido rechina en mis oídos.

      Electricidad, Plateados y alaridos se revuelven en mi cabeza mientras veo a ninfas, verdosas, colosas, telquis, raudas y lo que parece un centenar de Plateadas de otros tipos lucirse bajo el escudo. Cosas que ni siquiera en sueños creí posibles suceden ante mis ojos, al tiempo que estas muchachas convierten su piel en piedra o rompen paredes de cristal a gritos. Los Plateados son más grandes y fuertes de lo que siempre temí, con poderes que ni siquiera sabía que existieran. ¿Cómo pueden ser reales estas personas?

       He recorrido un largo camino, y de repente estoy de vuelta en el ruedo, viendo a los Plateados alardear de todo lo que nosotros no somos.

      Me lleno de asombro cuando un animus que domina criaturas hace bajar del cielo un millar de palomas. En el momento en que las aves se arrojan de cabeza sobre el escudo de rayos y revientan en nubecillas de sangre, plumas y electricidad mortífera, mi encanto se vuelve indignación. El escudo echa chispas otra vez, y desintegra lo que queda de las aves hasta lucir como nuevo. Los aplausos por el retorno al escenario del despiadado animus casi me producen náuseas.

      Otra joven, es de esperar que sea la última, sale al ruedo, ya reducido a polvo.

      —¡Evangeline, de la Casa de Samos! —proclama el patriarca de cabello plateado.

      Él es el único de su familia en tomar la palabra, y su voz retumba en todos los rincones del Jardín Espiral.

      Desde mi atalaya, veo que el rey y la reina se incorporan en sus asientos. Evangeline ya ha captado su atención. En marcado contraste, Cal se mira las manos.

      Mientras que las otras muchachas portaban vestidos de seda, y algunas una extraña armadura dorada, Evangeline aparece con un traje de cuero negro. Chamarra, pantalones, botas, todo con estoperoles de dura plata. No, no de plata. De hierro. La plata no es tan mate ni tan dura. Su Casa la aclama de pie. Es de la familia de Ptolemus y el patriarca, los hombres de cabello plateado a los que serví agua. Pero también la vitorean otros, otras familias. Quieren que ella sea la reina. Es la favorita. Llevándose dos dedos a la frente, Evangeline saluda, primero a su familia y luego al palco del rey. Ellos corresponden al gesto, descaradamente a favor de ella.

      Quizás esto se parece a las Farsas Plateadas más de lo que creí. Salvo que en vez de poner a los Rojos en su sitio, aquí el rey pone en su lugar a sus súbditos, poderosos como son. Una jerarquía dentro de la jerarquía.

      He estado tan absorta en las pruebas que apenas reparo en que llega mi turno de volver a servir. Antes de que alguien pueda indicarme la dirección precisa, parto al palco de la derecha, oyendo hablar sólo al patriarca de Samos.

      —Magnetrón —creo que dice, pero no tengo idea de qué significa.

      Atravieso los angostos corredores, que antes eran pasillos descubiertos, hasta los Plateados que requieren el servicio. El palco está al fondo, pero soy rápida y no tardo en llegar. Ahí me encuentro con un clan particularmente obeso, cubierto de chillante seda amarilla y plumas horribles, que disfruta de un pastel de gran tamaño. Hay platos y copas regados por el suelo, y me pongo a recogerlos, con manos ágiles y diestras. Una pantalla a todo volumen en el palco presenta a Evangeline, aparentemente quieta en el escenario.

      —¡Qué farsa es ésta! —se queja uno de los bichos gordos y amarillos al tiempo que se retaca la boca—. La joven Samos ya ganó.

       Qué raro. Ella parece la más débil de todas.

      Apilo los platos, aunque sin retirar los ojos de la pantalla, para ver a Evangeline dar vueltas por el escenario devastado. Todo indica que ahí no queda nada con lo que ella pueda trabajar, mostrar lo que es capaz de hacer, pero eso no parece importarle. Su sonrisita de suficiencia es terrible, como si estuviera totalmente convencida de su magnificencia. Pero a mí no me parece magnífica.

      En ese momento, los estoperoles de hierro de su chamarra se mueven. Flotan en el aire, cada uno de ellos se convierte en una dura y redonda bala metálica. Luego, como los tiros de un arma, salen disparados, se clavan en el suelo y las paredes, e incluso en el escudo de rayos.

       Evangeline es capaz de controlar el metal.

      Varios palcos la ensalzan, pero ella está lejos de haber terminado. Chirridos y ruidos metálicos suben hasta nosotros desde lo hondo de la estructura del Jardín Espiral. Hasta la familia gorda deja de comer para mirar, perpleja. Está confundida e intrigada, pero yo puedo sentir las vibraciones debajo de mis pies. Sé que hay que tener miedo.

      Con un ruido demoledor al perforar el piso, unos tubos de metal traspasan el escenario, emergiendo desde lo profundo. Atraviesan las paredes y rodean a Evangeline con una retorcida corona de metal gris y argentino. Parece que ríe, pero el crujido ensordecedor del metal la ahoga. Del escudo de rayos se desprenden chispas, pero ella se protege con su chatarra. No exuda una sola gota de sudor. Por fin, deja caer el metal con un estruendo horrible. Vuelve los ojos al cielo, a los palcos de arriba. Boquiabierta, deja ver sus dientecitos afilados. Parece tener hambre.

      Aquello empieza poco a poco, con un ligero cambio de equilibrio hasta que el palco entero se tambalea. Caen platos al suelo y ruedan copas de cristal que escapan de la barandilla para ir a estrellarse contra el escudo de rayos. Evangeline está descoyuntando y volteando nuestro palco, lo que provoca que nos ladeemos. Los Plateados que están a mi alrededor graznan y buscan dónde apoyarse, convertido su aplauso en pánico. No son los únicos; cada palco de nuestra fila se mueve con nosotros. Muy abajo, Evangeline dirige todo con una mano y arruga la frente, concentrada. Como los luchadores Plateados en el ruedo, quiere mostrarle al mundo de qué está hecha.

      Pienso en eso cuando una bola amarilla de plumas y carne choca contra mí, y me lanza por la barandilla junto con el resto del servicio de plata.

      Lo único que veo mientras caigo es púrpura, el escudo de rayos que sale a mi encuentro. Silba de energía y chamusca el aire. Apenas tengo tiempo para comprenderlo, pero sé que el cristal jaspeado de color púrpura me cocerá viva, al electrocutarme en mi uniforme rojo. Apuesto que lo único que les preocupará a los Plateados es quién tendrá que recogerme.

      Pego de cabeza contra el escudo y veo estrellas. No, estrellas no. Chispas. El escudo hace su trabajo y me incendia con descargas eléctricas. Mi uniforme arde hasta quemarse y echar humo, y supongo que veré cómo sucede lo mismo con mi piel. El olor de mi cadáver será delicioso. Pero, no sé por qué, no siento nada. Seguro que me duele tanto que no lo puedo sentir.

      Sin


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