La Reina Roja. Victoria Aveyard

La Reina Roja - Victoria Aveyard


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cual me hace sentir perturbadoramente tranquila.

      —No, pero quiero estar seguro de que tendrás las manos quietas el resto de la noche. No puedes exprimir a la mitad de la taberna, ¿no? Me llamo Cal, por cierto —me tiende la mano.

      No se la tomo, pero recuerdo el calor abrasador de su piel. En cambio, echo a andar por el camino, a paso veloz y sigiloso.

      —Mare Barrow —le digo por encima del hombro, aunque él no tarda en alcanzarme con sus largas piernas.

      —¿Siempre eres así de agradable? —me espolea, me hace sentir como un experimento en observación. Pero la plata fría en mis manos me mantiene serena, me recuerda qué él tiene más en sus bolsillos. Plata para Farley. Qué apropiado.

      —Los señores han de pagarte muy bien para que cargues coronas —replico, con intención de distraerlo. Funciona de maravilla; él cede.

      —Dispongo de un buen trabajo —explica, como si tratara de restarle importancia.

      —Eres afortunado.

      —Pero tú ya tienes…

      —Diecisiete —termino por él—. Aún me queda algo de tiempo antes de alistarme.

      Frunce el ceño y tuerce los labios en una línea triste. Una nota grave que afila sus palabras se cuela en su voz.

      —¿Cuánto tiempo?

      —Menos cada día.

      El solo hecho de decirlo en voz alta me revuelve el estómago. Y Kilorn tiene aún menos que yo.

      Él no dice más y me mira otra vez, inspeccionándome mientras cruzamos el bosque. Pensando.

      —Y no hay trabajo —refunfuña, más para sí que para mí—. No hay forma de que evites el reclutamiento.

      Su confusión me deja atónita.

      —Quizás en el lugar de donde tú eres las cosas son distintas.

      —Por eso robas.

       Yo robo.

      —Es todo lo que puedo hacer —expulsan automáticamente mis labios. Recuerdo de nuevo que causar dolor es para lo único que sirvo—. Pero mi hermana sí tiene trabajo —esto se me escapa antes de acordarme: No, no tiene. Ya no. Por tu culpa.

      Cal me ve batallar con las palabras, y me pregunto si debo corregirme o no. Pero esto es lo único que puedo hacer para no sonreír, para no desplomarme ante un perfecto desconocido. Aunque es seguro que él ve lo que trato de ocultar.

      —¿Estuviste hoy en la Mansión? —creo que él ya sabe la respuesta—. Los disturbios fueron terribles.

      —Así es —digo, y las palabras casi se me atoran.

      —¿Tú…? —insiste él, en forma tranquila y discreta.

      Es como hacer un agujero en un dique, y todo se desborda. Yo no podría contener las palabras aunque quisiera.

      No menciono a Farley ni a la Guardia Escarlata, y ni siquiera a Kilorn. Sólo que mi hermana me metió disfrazada al Gran Huerto para que pudiera robar el dinero que necesitamos para sobrevivir. Luego vino el error de Gisa, su herida, lo que esto significó para nosotras. Lo que le hice a mi familia. Lo que he estado haciendo: decepcionar a mi madre, avergonzar a mi padre, robar a quienes llamo mi comunidad. Aquí, en el camino, rodeada solamente por la oscuridad, le revelo a un desconocido lo horrorosa que soy. Él no hace preguntas, a pesar de que lo que digo parezca poco razonable. Se limita a escuchar.

      —Es todo lo que puedo hacer —digo de nuevo, antes de guardar silencio.

      Veo entonces de reojo un brillo plateado. Él sostiene otra moneda. A la luz de la luna, lo único que distingo es el perfil de la llameante corona del rey grabada en el metal. Cuando la pone imperativamente en mi mano, supongo que sentiré otra vez su calor, pero ya se ha enfriado.

      No quiero tu lástima, siento ganas de gritar, pero hacerlo sería una estupidez. Con esta moneda adquiriremos lo que Gisa ya no puede comprar.

      —Lo lamento mucho, Mare. Las cosas no deberían ser así.

      Yo ni siquiera puedo reunir fuerzas suficientes para fruncir el ceño.

      —Podría ser peor. No me compadezcas.

      Me acompaña hasta las afueras de la aldea y me deja atravesar sola las casas sobre los pilotes. Algo en el lodo y las sombras le molesta, y el sirviente desconocido desaparece antes de que yo pueda voltear para darle las gracias.

      Mi casa está en silencio y a oscuras, tiemblo de miedo. La mañana de hoy parece haber quedado a cien años de distancia, parte de otra vida en la que yo era tonta y egoísta, y tal vez un poco feliz. Ahora no tengo otra cosa que un amigo llamado a filas y los huesos rotos de una hermana.

      —Tu madre no debería preocuparte tanto —dice mi papá con una voz que retumba desde atrás de uno de los pilotes.

      No lo he visto abajo desde hace más años de los que quisiera recordar.

      Mi voz chilla de sorpresa y temor.

      —¿Papá? ¿Qué haces? ¿Cómo…? —pero él se lleva un pulgar al hombro, apuntando a la polea que cuelga de la casa. Es la primera vez que la usa.

      —Se fue la luz. Pensé en venir a echar un vistazo —explica, brusco como siempre.

      Pasa a mi lado rodando en su silla y se detiene frente a la caja del switch, desde la que un tubo se introduce en el suelo. Cada casa tiene una para regular la carga eléctrica que mantiene encendidas las luces.

      Papá resuella para sí, hace un chasquido con el pecho cada vez que inspira. Puede ser que Gisa esté como él ahora, con su mano convertida en un caos metálico, pensando atormentada y resentida en lo que pudo ser.

      —¿Por qué no usan las fichas lec que les traigo?

      En respuesta, papá saca de su camisa una ficha de racionamiento y la mete en la caja. Normalmente esta cosa se pondría en marcha echando chispas, pero nada sucede. Está descompuesta.

      —No sirve —suspira y se recuesta en su silla.

      Ambos miramos la caja de electricidad sin saber qué decir, sin querer movernos, sin el menor deseo de subir. Papá huyó como yo, incapaz de quedarse en casa, donde de seguro mamá se está lamentando por Gisa, llorando por los sueños perdidos, mientras mi hermana intenta no seguirla.

      Sacude la caja, como si golpear esa maldita cosa pudiera devolvernos la luz, el afecto y la esperanza. Sus movimientos son cada vez más hostiles, más excesivos, hasta irradiar cólera. No contra mí ni contra Gisa, sino contra el mundo. Hace mucho tiempo nos llamó hormigas, hormigas rojas que arden bajo la luz de un sol plateado. Destruidos por la grandeza de otros, perdimos la batalla por nuestro derecho a existir debido a que no somos especiales. No evolucionamos como ellos, con facultades y fortalezas que vayan más allá de nuestra limitada imaginación. Seguimos siendo los mismos, estancados en nuestro cuerpo. El mundo cambió a nuestro alrededor, pero nosotros seguimos siendo los mismos.

      De repente yo también me enojo y maldigo a Farley, a Kilorn, al alistamiento, y a cualquier cosa que se me viene a la mente. La caja de metal está fresca al tacto, ya que hace tiempo que ha perdido el calor de la electricidad. Pero en lo hondo del mecanismo aún hay vibraciones, a la espera de que se les vuelva a encender. Me concentro en la búsqueda de la energía eléctrica, en recuperarla para probar que aun algo tan pequeño puede marchar bien en un mundo que va tan mal. Mis dedos topan con algo afilado que hace que mi cuerpo se estremezca. Un alambre expuesto o un falso contacto, me digo. Lo siento como un alfilerazo, como una aguja que se me clavara en los nervios pero no duele.

      Por encima de nosotros la luz del zaguán regresa con un zumbido.

      —Bueno, ya era hora… —dice papá entre dientes.


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