La Reina Roja. Victoria Aveyard

La Reina Roja - Victoria Aveyard


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del carromato, casi invisible bajo la luz tenue de la vela azul de Will, una mujer se pone de pie. Una joven, debería decir, porque parece apenas mayor que yo. Pero es mucho más alta y porta el aire de un viejo guerrero. El arma que lleva en su cintura, metida en una banda roja que muestra soles grabados, es ilegal, sin duda. Ella es demasiado rubia y blanca para ser de Los Pilotes, y a juzgar por el ligero sudor que hay en su rostro, no está acostumbrada al calor ni a la humedad. Es una desconocida, una extranjera y una fugitiva. Justo la persona a la que yo quiero ver.

      Me indica a señas que me acerque a la banca empotrada que hay en la pared del carro y ella vuelve a sentarse sólo una vez que lo he hecho yo. Will nos sigue, y casi se desploma en un sillón gastado, desde donde nos mira alternativamente a la joven y a mí.

      —Mare Barrow, te presento a Farley —murmura, y ella aprieta el maxilar.

      Posa en mí su mirada.

      —Quieres transportar un cargamento.

      —Un chico y yo…

      Pero ella me interrumpe, alza una mano grande y encallecida:

      —Un cargamento —dice otra vez, y me dirige una mirada elocuente. El corazón me salta en el pecho; esta tal Farley bien podría terminar siendo de las que ayudan—. ¿Y cuál es el destino?

      Me devano los sesos tratando de pensar en un lugar seguro. El viejo mapa del salón de clases gira ante mis ojos, recorro las costas y los ríos, destaco ciudades y poblados y todo lo que existe entre ellos. De Harbor Bay al oeste hasta la comarca de los Lagos, de la tundra del norte a los desechos tóxicos de las Ruinas y el Wash, todo es terreno peligroso para nosotros.

      —Cualquier lugar a salvo de los Plateados. Con eso basta.

      Farley parpadea, sin cambiar de expresión.

      —La seguridad tiene un precio, niña.

      —Todo tiene un precio, niña —irritada, imito su tono—. Nadie lo sabe mejor que yo.

      Un largo silencio se extiende por el carromato. Puedo sentir que la noche se acaba y se lleva unos minutos preciosos de la vida de Kilorn. Farley percibe sin duda mi malestar e impaciencia, pero no se apresura por hablar. Después de un rato que parece eterno, al fin abre la boca.

      —La Guardia Escarlata acepta, Mare Barrow.

      Tengo que reunir toda mi compostura para no saltar de alegría en mi asiento. Pero en ese momento algo me da un tirón e impide que una sonrisa cruce mi rostro.

      —El pago será íntegro, por el equivalente a mil coronas —continúa Farley.

      Esto me deja casi sin aliento. Hasta Will se muestra sorprendido, y la expresión en su rostro hace que sus esponjosas cejas blancas se oculten bajo su cabello.

      —¿Mil? —consigo exhalar.

      Nadie maneja esa cantidad de dinero, no en Los Pilotes. Eso alcanzaría para alimentar a mi familia durante un año. Durante muchos años.

      Pero Farley no ha terminado aún. Tengo la impresión de que le gusta esto.

      —Se puede pagar en billetes, tetrarcas o el equivalente en trueque. Por cabeza, desde luego.

      Dos mil coronas. Una fortuna. Nuestra libertad vale una fortuna.

      —Tu cargamento partirá pasado mañana. Deberás pagar entonces.

      Apenas puedo respirar. Tengo menos de dos días para acumular más dinero del que he robado en toda mi vida. Imposible.

      Pero ella no me da tiempo para protestar.

      —¿Aceptas las condiciones?

      —Necesito más tiempo.

      Farley sacude un tanto la cabeza. Cuando se inclina sobre mí, me doy cuenta de que huele a pólvora.

      —¿Aceptas las condiciones?

      Es imposible. Es aberrante. Es nuestra mejor oportunidad.

      —Sí, acepto.

      Los siguientes minutos transcurren en forma confusa mientras marcho penosamente a casa a través de sombras turbias. Mi mente arde, busco el modo de hacerme de cualquier cosa que alcance una suma similar a la exigida por Farley. No hay nada así en Los Pilotes, de eso estoy segura.

      Kilorn espera en la oscuridad, con la apariencia de un niño perdido. Supongo que lo es.

      —¿Malas noticias? —la voz le tiembla, aunque intenta mantenerla firme.

      —La resistencia puede sacarnos de aquí —por consideración a él conservo la calma mientras se lo explico. Dos mil coronas bien podría ser el valor del trono del rey, pero yo hago que parezca nada—. Si alguien puede hacer esto, somos nosotros. Nosotros podemos.

      —Mare —la voz de Kilorn es fría, más fría que el invierno, pero el vacío de su mirada es peor aún—. Se acabó. Perdimos.

      —Pero si apenas…

      Él me toma de los hombros, me sostiene a una distancia prudente. No duele, pero me asusta.

      —No me hagas esto, Mare. No me hagas creer que hay una forma de salir de esto. No me des esperanzas.

      Tiene razón. Es cruel dar esperanzas cuando no hay ninguna. Únicamente produce rabia, rencor y desilusión, todas las cosas que vuelven esta vida más difícil de lo que ya es.

      —Sólo deja que lo acepte. Tal vez… tal vez entonces pueda poner en orden mi cabeza, prepararme como se debe y tener una oportunidad allá.

      Mis manos encuentran sus muñecas, y las aprieto con fuerza.

      —Hablas como si ya estuvieras muerto.

      —Quizá sea así.

      —Mis hermanos…

      —Tu padre se encargó de que ellos supieran a qué se enfrentaban mucho antes de que se marcharan. Y tienen la ventaja de ser enormes —fuerza una sonrisa que trata de contagiarme. Pero no lo logra—. Soy buen nadador y marinero. Me necesitarán en los lagos.

      Hasta que él me envuelve y me estrecha entre sus brazos, no descubro que estoy temblando.

      —Kilorn… —murmuro en su pecho y callo lo demás.

      Debería ser yo. Pero mi momento se acerca a toda prisa. Sólo me cabe esperar que Kilorn sobreviva lo suficiente para volver a verlo, en el cuartel o en una trinchera. Quizás entonces encuentre las palabras correctas. Quizás entonces comprenda cómo me siento.

      —Gracias, Mare. Por todo —él retrocede y me suelta demasiado rápido—. Si ahorras lo suficiente, podrás pagar cuando la legión venga por ti.

      Asiento sólo por él, pero no tengo intención de dejar que combata y muera solo.

      Para cuando me acurruco en mi catre, sé que esta noche no voy a dormir. Debe haber algo que pueda hacer, y aunque saberlo me lleve toda la noche, lo encontraré.

      Gisa tose dormida, emite un ruido leve y discreto. Hasta inconsciente consigue ser elegante. No es de sorprender que encaje tan bien con los Plateados. Ella es todo lo que los Plateados aprecian de un Rojo: seria, complaciente y modesta. Es bueno que sea Gisa la que tenga que tratar con ellos, la que les ayude a esos tontos suprahumanos a elegir la seda y las finas telas con que confeccionarán las prendas que sólo se pondrán una vez. Ella dice que uno termina por habituarse a eso, a las sumas que ellos gastan en trivialidades. Y en el Huerto Magno, que es el mercado de Summerton, esas sumas son diez veces más altas. Con su maestra, Gisa cose encajes, sedas, pieles y hasta gemas para crear arte que pueda ser usado por la elite plateada que parece seguir a la realeza por doquier. El desfile, lo llama Gisa, una marcha incesante de pavos reales altivos, cada cual más orgulloso y ridículo que el anterior. Todos ellos Plateados, todos idiotas y todos obsesionados con su nivel social.

      Esta


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