Pensadores de la nueva izquierda. Roger Scruton
1915, p. 248.
[15] The Making of the English Working Class, London, 1963, Penguin, 1968, p. 915.
[16] E. P. THOMPSON, The poverty of Theory and Others essays (London, Merlin, 1978), p. 67.
[17] Ibid.
[18] E. P. THOMSON, “An Open Letter to Leszek Kołakowski’, recogido en The poverty of Theory, o. c.
[19] Recogidos en E. P. THOMPSON, Opción cero (Barcelona: Crítica, 1983). E. P. Thomson, The Heavy Dancers (London, 1984).
3.
DESDÉN EN AMÉRICA: GALBRAITH Y DWORKIN
EL ÉXITO DE LA CONSTITUCIÓN DE ESTADOS UNIDOS fue convertir la propiedad privada, la libertad individual y el Estado de Derecho en rasgos indiscutibles, no solo del paisaje político de América sino también de la ciencia política americana. Casi toda la filosofía de izquierdas americana de los últimos tiempos se ha basado en dos preconcepciones liberales clásicas, y muy pocas corrientes han desafiado las instituciones fundamentales de la sociedad burguesa tal y como los marxistas la conciben. En América se han interesado por las patologías de la sociedad libre, el consumismo, el consumismo “ostensible”, la cuestión de la sociedad y la publicidad de masas. De Veblen a Galbraith, lo que más ha preocupado a los críticos americanos de la economía libre no es la propiedad privada, que constituye la piedra angular de su propia independencia, sino la propiedad privada de los demás. En tiempos recientes, ha sido el espectáculo de la propiedad en manos del pueblo corriente, bruto y sin educación, lo que ha inquietado a los críticos del capitalismo americano.
En lugar de entender que el consumismo es una consecuencia necesaria de la democracia, la izquierda ha intentado mostrar que no es una consecuencia de la democracia, sino de una de sus formas patológicas. La propiedad es, en América, un hecho demasiado evidente, demasiado físico, y aunque uno pueda engañarse sobre lo que siente y piensa la gente corriente, es imposible no darse cuenta de la basura que acumula en sus patios. Para el visitante de las ciudades de la costa este, la expansión suburbana de Texas representa una cruel afrenta; mediante la propiedad, la publicidad y los medios de comunicación, la vida corriente de los americanos queda públicamente expuesta y destruye su deseo de igualdad. Estos americanos pertenecen claramente a una especie distinta a la del liberal que le defiende, y se ha de aceptar esta molesta verdad.
Una posible solución a este dilema, propuesta en la década de los sesenta por pensadores como Baran, Sweezy y Galbraith, fue la de considerar la miseria de la América moderna como producto del sistema de poder establecido[1]. De ese modo, no serían las exigencias del público las que fomentarían la cultura consumista, sino que esta tendría causas políticas. Capitalistas y políticos sin escrúpulos promueven que la gente avive sus apetitos, a pesar de los evidentes motivos que existen para refrenarlos. En este sentido, los liberales, al oponerse a la cultura consumista, no menosprecian al ciudadano americano corriente, sino que pretenden defenderlo frente a los poderes que le oprimen.
Es muy probable que el marxista europeo, al recordar la miseria de los primeros momentos de la Revolución Industrial en Inglaterra, se sienta atraído por la concepción de Hobsbawm y Thompson, según la cual todo desorden social es manifestación de la “lucha de clases”. Pero, fuera del corto periodo de la depresión, esa concepción marxista no ha arraigado en la izquierda americana. América nunca ha tenido, a diferencia de Europa, obstáculos al avance social; cuenta con abundante espacio, gran cantidad de recursos, decisión y oportunidades; concretamente, además, posee una estructura política que impide la creación de las clásicas élites hereditarias. Como resultado de todo ello, las “clases” americanas son flexibles, provisionales y no poseen aparentemente sentido moral[2].
El discurso de la lucha de clases conlleva cierta teología. Parece como si determinadas fuerzas cósmicas se enfrentaran en el lugar de trabajo y en las calles de las grandes ciudades industriales de Inglaterra para agruparse en ejércitos enemigos, como los ángeles guerreros del Paraíso Perdido de Milton. Pero para que esto funcione, el trabajador debe ver a su jefe como al enemigo, es decir, alguien cuyos intereses resultan contrapuestos a los suyos; por su parte, el intelectual debe colocarse del lado de los trabajadores en esa búsqueda de la justicia por la que ambos se afanan.
Esta narrativa tiene en América poca aceptación y predicamento, pues allí tanto el trabajador como su jefe desean ascender en la escala del éxito y solo se diferencian por sus respectivas posiciones en ella. Los intelectuales que se oponen a la cultura americana del trabajo duro o se manifiestan en contra de la movilidad ascendente, no disfrutan de la “solidaridad de los intelectuales y el proletariado” que ha sido tradicionalmente una de las poderosas fuerzas en la causa del socialismo europeo. Los intelectuales deben enfrentarse directamente a los poderes establecidos. Esto ha llevado principalmente a la creación de un “contra-establishment”, con mayor autoridad social que la que puede cosechar el dinero en la clase capitalista. Es así como se debería leer New York Review of Books, cuya despectiva visión de conjunto sobre el desierto cultural americano ha sido un factor importante en la conformación de esa instancia crítica de profesores y periodistas desde los años sesenta: su mensaje es que los capitalistas pueden tener dinero, pero no tiene cabeza.
Con este mismo espíritu, América cuenta con una relevante tradición de economistas sarcásticos, cultos e ingeniosos, que han analizado el fervor productivo que con tanta generosidad paga su desprecio. El primero que comenzó esa tradición fue Thorstein Veblen que, en su conocido ensayo Teoría de la clase ociosa (1899), encomiaba la utilidad de los vicios de quienes se situaban en las posiciones más altas de la escala social. Su ironía continuaba el estilo de El espíritu de las abejas de Mandeville, pero le daba un giro. El “consumo ostensible” de la “clase ociosa” de Veblen perpetúa la clase ociosa porque recicla y se aprovecha de los beneficios del trabajo de los demás. Veblen no señala ninguna alternativa ni tampoco alude a una sociedad sin clases. Demasiado escéptico para suscribirla y suficientemente lúcido sobre el fraude intelectual que a su juicio era el marxismo, logró mantenerse al margen de la realidad americana, riéndose en silencio de la perfecta simbiosis que mantenía unido al organismo.
No es alabar poco a J. K. Galbraith decir que fue, en su mejor momento, tan ingenioso y atractivo como Veblen. La astucia sociológica que le faltaba la compensaba con audacia y, como su famoso predecesor, ampliaba constantemente su perspectiva buscando deliberadamente la controversia. Su teoría era global, heredera de esa economía política que habían fundado Smith, Ricardo y Mill. Además, al igual que Veblen, no era un hombre de izquierdas ortodoxo. Pero sus conclusiones y razonamientos empleados para defenderlas fueron de gran importancia en la formulación de la opinión de izquierdas de los sesenta. En aquella época, Galbraith (aunque había nacido y se había criado en Canadá) había sido embajador en la India del presidente Kennedy. Después fue asesor económico de la India, Pakistán y Sri Lanka. Fue nombrado profesor de la cátedra BBC Reithh en 1966 y cuando murió, en 2006, con 98 años, había recibido 50 doctorados honoris causa de universidades de todo el mundo. Podría ser llamado con justicia el crítico más consagrado del estabilishment, rivalizando solo con Edward Said y Ronald Dworkin, pues siempre disfrutó de un importante reconocimiento.
Galbraith creía que la teoría económica clásica, centrada en el análisis de la competencia, no podía explicar la realidad del “nuevo Estado industrial”, una expresión que acuñó para referirse tanto a las “economías capitalistas” de occidente como a las “economías socialistas” del imperio soviético. A su juicio, la preponderancia que se ha otorgado tradicionalmente a la producción, como criterio del éxito social, económico y político, no era diferente de la ideología, es decir, constituía una creencia que servía para engrasar la maquinaria de la nueva forma de Estado y corromper, al mismo tiempo, sus fuentes de satisfacción.
Galbraith analizó todo el sistema