Pedagogía de la desmemoria. Marcelo Valko
de lomo y tomo!
Tiraron
¿Cómo fue que pudieron tirar?
Mataron
¿Cómo fue que pudieron matar?
El poema se titula Fusilamiento y guarda similitud con el óleo de Goya donde las tropas napoleónicas ejecutan a los patriotas. Pedagogía de la Desmemoria. Crónicas y estrategias del genocidio invisible padece la misma indignación de aquel poeta y por eso repite las mismas preguntas, el mismo asombro: ¿Por qué tiraron? ¿Por qué desterraron a miles de indígenas? ¿Por qué se utilizó una crueldad innecesaria? ¿Quién dio la orden? ¿Por qué los científicos coleccionaban cráneos de “los recientemente vencidos”? ¿Cuál fue el logro académico? ¿Por qué hacinaban a los indios para que se contagiaran de viruela? ¿Por qué el mejor de los padres lazaristas de Martín García no advirtió la gravedad de sus dichos cuando calificó de “ladrones del Paraíso” a los indios que agonizaban por la peste y que bautizaba in articolo mortis asegurando “en la Pampa se llevaban ganado, aquí en pocos días se roban el cielo”? ¿Por qué los evangelizadores salesianos, como Milanesio en 1881, seguían convencidos de que los “salvajes están dominados por el ocio y el robo”? ¿Por qué, 134 años después de la expedición de Roca, todavía se la considera una épica Campaña al Desierto cuando fue un rally de ida y vuelta que duró apenas 42 días? ¿Nadie se puso a contar cuánto duró la “epopeya” del general? ¿Por qué el manto de olvido y silencio? ¿Por qué la impunidad? ¿Qué hay detrás de la desmemoria y sus eternos pedagogos? ¿Acaso aquellas láminas de las revistas escolares que terminaron lobotomizando a tantos docentes faltos de interés reproducirán para siempre el statu quo en sus alumnos?
I
Maestros en el arte de mentir
¿Quién lee diez siglos de historia y no la cierra
al ver siempre las mismas cosas con distinta fecha?
León Felipe
1
Inferiorizar, invisibilizar, exterminar
¡Quisiéramos tener el prestigio que nos aureolaba
en los tiempos de Roca!
Marcos Aguinis. La Nación, 25 de abril de 2008
Todo genocidio es heredero de un genocidio anterior. Matanza hereda matanza. La desmemoria hereda olvido. La impunidad traslada el espanto una y otra vez y la invisibilidad se instala. No existe genocidio sin la complicidad de las mayorías. Y no existe la necesaria dosis de complicidad sin una buena coartada que justifique la indiferencia y el silencio general frente a la matanza. Es necesario algún pretexto narcotizante y a la vez convincente, alguna teoría con visos de racionalidad que permita evadir la culpa. Nadie acepta vestir el traje de la maldad gratuitamente. Ningún genocida acepta tal papel, los acusados de crímenes de lesa humanidad aducen una motivación altruista para actuar en nombre del conjunto de la sociedad. Y, aunque los motivos para eliminar a una persona finjan ciertas variantes, en realidad siempre se trata de un mecanismo único que se pone en práctica y que no tiene que ver sólo con un ejercicio desmedido del poder. Para ejecutar un genocidio se requiere, ciertamente, el control de los resortes del poder, pero no todo poder es genocida, puede ser despótico, cruel o incluso asesino, pero no implica necesariamente la práctica de un exterminio masivo. El genocidio, en particular el genocidio perpetuo que se abate sobre América, es muy distinto de otros genocidios, por supuesto tremendos, pero que se encuentran acotados en un espacio temporal.
A lo largo de la historia se cometieron numerosas aberraciones que grupos étnicos o estados nacionales enmascararon con distintos ropajes para eliminar al Otro, al que se desviste de memoria y se le sustituye el futuro, se lo desnuda de su condición de hombre y se lo invisibiliza para luego exterminarlo. El otro, ese extraño, extranjero, diferente, anormal o subhumano, es un otro que no comparte las cualidades esenciales del grupo que ejecuta la matanza. El capital, la religión, la biología, la ciencia o la filosofía brindan la cobertura ideológica y las excusas necesarias para cada ocasión en que es necesario poner en práctica este mecanismo.
Sin ánimo de historiar un problema que nos llevaría varios tomos, propongo un breve pantallazo. En 1537 mediante la Bula Papal Sublimis Deus de Paulo III, la Iglesia advierte que los indios “eran seres humanos dotados de alma y razón”. No obstante lo novedoso del anuncio promulgado desde el Vaticano, la Bula, que está destinada más para extraños que propios, tiene por objetivo a los enemigos de España, entre quienes comienza a esparcirse la llamada Leyenda Negra que mancha la gloria de los castellanos y, del mismo modo que no convence a nadie, tampoco tiene efectos reales. Los indígenas desaparecen en proporciones alarmantes, las islas del Caribe se despueblan y los habitantes de las costas centroamericanas que no logran huir son cazados como esclavos y les estampan en la mejilla con hierros candentes la “G” de esclavo de guerra. Pronto, por sugerencia de Las Casas, comienza la importación de esclavos negros para atenuar el sufrimiento de los naturales. No creer en el Dios correcto implica carecer de la dosis de divinidad que el creador infundió en el grupo elegido al moldearlo a su imagen y semejanza. Inocular esa luz y esa palabra a los infieles será un reto difícil para los misioneros que pondrán en práctica un amplio abanico metodológico donde no siempre la paciencia será la principal virtud, como se evidencia en el texto De procuranda del jesuita José de Acosta escrito hacia 1580: “La condición de los bárbaros de este nuevo mundo por lo común es tal que como fieras, si no se les hace alguna fuerza, nunca llegarán a vestirse de la libertad y naturaleza de hijos de Dios”. Acosta no es un improvisado en la materia, es un sacro teólogo que detenta el cargo reservado a muy pocos de calificador de los integrantes del Santo Oficio de la Inquisición y quizás por eso sugiere evangelizar haciendo “alguna fuerza”. Y la “fuerza” vendrá de los hombres pero también del Cielo, como señaló el franciscano Toribio de Benavente Motolinía en su Memorial de las cosas de la Nueva España. Allí equipara la mortandad de México-Tenochtitlán con lo ocurrido en el Egipto bíblico cuando Jehová castiga con dureza al pueblo del Faraón. Incluso enumera diez plagas que mandó Dios para castigar a los mexicanos, entre las que menciona la viruela, el hambre, los tributos y el trabajo en las minas. En esa homologación con los egipcios, los mexicas se convierten en impíos que se oponen a los designios del Señor y merecen morir como mueren. Todos los justificativos caben en la cuenta de la religión vencedora.
Las mínimas diferencias de biotipo sirven para discriminar a ese otro extraño: los pómulos salientes, una nariz de base ancha, en especial el matiz de la piel será la más popular de las pruebas de la inferioridad del otro y saldrá a relucir hasta bien entrado el siglo XX, como en una publicación salesiana que se refiere de esta manera a la tez de los mapuches “a quienes Dios cubrió con una piel de diferente color que la nuestra” (Armas 1967: 22). En algunos casos, los eruditos logran percibir diferencias hasta en las estructuras óseas. Semejantes poderes clarividentes ya los podemos encontrar en Gonzalo Fernández de Oviedo cuando describe a los naturales en su Crónica de las Indias:
(…) tampoco tenían las cabezas ni las tienen como otras gentes, sino de tan recias y gruesos cascos (el cráneo) que el principal aviso que los cristianos tienen cuando con ellos pelean, es no darle cuchillas en la cabeza porque se rompen las espadas. Y así como tienen el casco grueso, así tienen el entendimiento bestial y mal inclinado (Fernández de Oviedo 1547: 57).
Otros optan por escudarse tras los justificativos científicos que establecen prolijas categorizaciones de la escala evolutiva, como lo demuestra sobradamente la antropología colonialista durante el siglo XIX avalando la apropiación del mundo por Occidente. Todas las escalas tienen como meta llegar al estadío alcanzado por la Inglaterra victoriana, como lo explicita Lewis Morgan, el llamado padre de la antropología, en Sociedad primitiva (1877) con la sucesión de sus prolijas etapas que parten del salvajismo y atraviesan la barbarie hasta llegar a la civilización, estadíos que deben transitar necesariamente los diferentes grupos humanos en su camino