Pedagogía de la desmemoria. Marcelo Valko
los indígenas padecen “a maravilla”, sino que actúa en forma poderosa, y en numerosos casos va a lograr sus objetivos, va a destruir los andamiajes teórico-míticos, los va a despojar de los soportes del pensamiento dejando a la larga únicamente actos vacíos. Diego Durán, en su Historia de las Indias de la Nueva España e Islas de Tierra Firme, brinda un dato estremecedor que proviene de los primeros 50 años de conquista: “Ni hay ya indios que entiendan ni saben cuando entra o sale el año. Solo les ha quedado la memoria de lo que en aquellos días hacían. Obran hoy cuando pueden y no cuando quieren y así obran fuera del tiempo de sus ceremonias” (Durán, D. 1570: 177). Apenas permanece la memoria en acto, conductas que se reiteran en forma de hábito despojado de su significado. Aquellos amautas, sabios y sacerdotes fueron barridos subsistiendo apenas una reminiscencia ritual.
Uno de los principales logros de la desmemoria es la sustitución de la realidad histórica, lo que produce una arraigada fantasmagoría social. De ese modo nos encontramos habitando una suerte de realidad paralela, una realidad ficcionalizada. Una ignorancia devaluatoria que mantiene eterno un statu quo de frustración e invisibilidad. Un analfabetismo de conciencia que, por ejemplo, crea y conduce a aquella relación malsana que establece la dialéctica de la burbuja blanca de Buenos Aires, intoxicada con sus propias toxinas que la llevan a soñar con ser la París de Sudamérica, frente a un territorio extenso poblado de mestizos con los que tiene poco y nada que ver. Esta realidad ficticia necesariamente tiende a producir razonamientos esquizoides y malsanos que temen más que nada a la materialidad, a lo concreto, a lo cierto y real. Por eso no va a ser casual que aquellos políticos ilustres e ilustrados como Rivadavia, Mitre o Sarmiento manifiesten gran desprecio por la extensión de nuestro país y les importe bien poco y nada la pérdida de la Banda Oriental del Uruguay o el Alto Perú. Especialmente Sarmiento será el vocero de aquellos que consideran la extensión territorial como una deformidad, como un pecado original, una tara de nacimiento de la que apenas está exento el puerto con sus ojos fijos en el horizonte europeo. Para los positivistas del siglo XIX, Argentina es la ciudad y la ciudad es Buenos Aires. Sarmiento expresa una y otra vez su desazón por esa inmensidad que, desde su óptica, en lugar de otorgarle aire y poder, la asfixia y disuelve: el mal que aqueja a la Argentina “es su extensión (…) el desierto la rodea por todas partes, se le insinúa en las entrañas” (Sarmiento 1845: 23). El ministro de Guerra Adolfo Alsina le dice al coronel Álvaro Barros: “sufrimos el mal del desierto” (Serres Güiraldes 1979: 229). El desierto es una enfermedad. Y este temor a la territorialidad americana sienta precedente, hace escuela y atraviesa un siglo y lo volvemos a encontrar una y otra vez. En el prólogo que en 1969 el general de brigada Anaya escribe para el libro La Conquista del Chaco, vuelve a incursionar en el “mal del desierto”. El mal al que se refiere el general Anaya no es una dolencia o una bacteria que ataca a los que atraviesan el “desierto”, sino que ese Desierto, donde no habitan los humanos, sino los indios, es un mal en sí mismo, un mal per se. Un Desierto con mayúscula que hay que poblar exterminando a sus moradores originarios. En realidad, como demostraremos más adelante, el Ejército nacional, más que conquistar el Desierto, lo va a construir.
De lo que aquí se trata es de explorar olvidos, desenterrar mentiras enseñadas como axiomas académicos y explicar oscuridades que pretenden eternizarse en el imaginario. Tenemos el deber de develar, es decir: quitar los velos. Son muy poderosos los intereses de aquellos políticos y empresarios de la pobreza que necesitan que los pueblos originarios mantengan su lugar de siervo de la gleba, de combustible biológico, de bárbaro sin raciocinio ni cultura, de sirvientes, en definitiva, de esclavos ante la sombra del amo. Esclavos sin voz, sin acceso a la palabra y a un nombre. La intervención de la pedagogía de la desmemoria colectiviza la amnesia y niega la palabra. Y el silencio puede ser también el peor de los gritos de angustia. La más nociva de las palabras. El silencio también puede ser lo más patógeno y estresante. El silencio que niega. El silencio cómplice. El silencio que invisibiliza. El silencio de la impunidad. El silencio sobre el genocidio perpetuo es la enseñanza que en forma de resaca aflora tras el accionar de esta particular pedagogía. Desmemoria, silencio, invisibilidad. La campaña de Roca y las campañas de ablandamiento previas sucedieron muy lejos de Buenos Aires, a miles de kilómetros. En la periferia de la periferia los muertos son más invisibles todavía. Nunca llegaron a ser. Nunca estuvieron empadronados ni tuvieron nombres reconocidos por el Estado. Es como si no hubiese muerto nadie, como si nunca hubiesen estado vivos. Realmente esos muertos perpetuos eran y siguen siendo No Natos, No Nacidos, No Nominatos, No Nombres, esa suerte de entelequia a la que se refirió Videla cuando habló por única vez de los desaparecidos.
Como el resto de Latinoamérica, Argentina es un país injusto. Es imposible no reconocerlo, pero nuestra historia arrastra una injusticia estructural que no hace más que profundizarse con el correr del tiempo. Los sectores marginados y oprimidos no dejan de aumentar: villeros, cartoneros, orilleros, piqueteros y los novedosos “banquineros”, esas familias que reciben tal denominación por vivir en las banquinas a orillas de la ruta. Toda esta constelación marginada vive sin esperanza de reingresar al sistema productivo. Por supuesto, los más oprimidos de los oprimidos, los que ocupan el último escalón de la marginación, son los indígenas. La pedagogía de la desmemoria hizo su trabajo. Después de arrebatarles sus tierras, sustituirles el idioma, reemplazarles la cultura, forzarlos a aceptar otras creencias religiosas y estructuras sociales, se los colocó en el banquillo de los acusados. Sus reacciones ante el avance constante de la frontera primero, y por solicitar mínimas condiciones laborales después, son traducidas como ataques, violaciones de tratados, saqueos.
Planteamos que no existe exterminio sin complicidad. Los que ejecutan los crímenes siempre son una minoría, tanto en la Argentina de Roca o Videla, en la Alemania de Hitler, o en los Estados Unidos de la familia Bush. En cambio, la mayoría de la sociedad adopta un rol en apariencia menos participativo, más aséptico, y asume, si se quiere, el rol de la complicidad fingiendo ignorar lo que acontece ante sus narices. Ese es el caldo en el que se instaura “el problema armenio”, “el problema judío”, “el problema árabe” o “el problema palestino”. Ningún grupo poblacional constituye un problema en sí mismo. Es decir, se los presenta como un “Otro problemático” al que se le sustituye la identidad convirtiéndolo en un estigma. El indio, al ser “un producto del Desierto”, como lo presentó el teniente coronel Manuel Olascoaga, Secretario del Cuartel General de Roca, brota como un mal del Desierto. Esto se reflejará sin pausa en los textos escolares, incluso ya en el último cuarto del siglo XX. “El problema del indio también era herencia vieja” (Ortega 1970: 366). Un indígena no es un indígena, es un problema. De ese modo, se transforma a los pueblos originarios en lo que no son. En lo que en realidad no existe. Se los problematiza como grupo. En todos los casos, la sociedad adopta y utiliza un imaginario impuesto que, en primera instancia, ausentifica una presencia que se considera una contrariedad irreductible, de esta forma se lo vacía de su propio y verdadero contenido y luego se lo hace depositario de todos los males y todas las culpas. Sin embargo, la metamorfosis no termina allí. Todavía hay un segundo movimiento del mismo proceso dialéctico cuando se lo presentifica como una ausencia, se lo viste de lo que no es como si fuera una absurda paradoja. Se los acusa de no ser lo que son y, en segunda instancia, de ser lo que no son. Y no se trata de una simple ocurrencia semántica de mi parte, sino de la forma en que se construye un invisible, alguien que no es ni está. Como si fuese una paráfrasis inversa del axioma cartesiano, no soy lo que soy, sino lo que dicen que soy: por lo tanto, no existo.
En ese sentido, el general Videla fue muy explícito cuando definió el status de los secuestrados-desaparecidos por los grupos de tareas de su Dictadura:
¿Qué es un desaparecido? En cuanto éste como tal, es una incógnita el desaparecido. Si reapareciera tendría un tratamiento X, y si la desaparición se convirtiera en certeza de su fallecimiento tendría un tratamiento Z. Pero mientras sea desaparecido no puede tener ningún tratamiento especial, es una incógnita, es un desaparecido, no tiene entidad, no está, ni muerto ni vivo, está desaparecido (Clarín 14/12/1979).
Si alguien tiene oportunidad de ver el video de aquella entrevista, la frase del dictador está acompañada de un movimiento ascendente de manos, e incluso levanta la vista por un instante, como mirando una especie de limbo donde habitan quines carecen de identidad, esa suerte de “muertos vivos” que acaba de definir y