Pedagogía de la desmemoria. Marcelo Valko
escasas muescas mediante las cuales conseguían un filo rudimentario. Con el correr de los milenios fueron perfeccionando su técnica hasta llegar a las puntas de flecha bifaciales, o sea, puntas talladas finamente de ambas caras. En el Viejo Mundo, esta teoría concebida para el Viejo Mundo es aceptable más allá de las objeciones de la New Archaeology. En América hace agua donde se la aplique. A la llegada de las carabelas, en estas costas convivía todo tipo de grupos con una tremenda disparidad en cuanto a su cultura, su técnica y su organización sociocultural. Cuando se excava un sitio, el decapaje horizontal evidencia la convivencia de grupos que, por la producción de sus artefactos líticos, podrían ser considerados paleolíticos junto con otros neo líticos. Los distintos horizontes tecnológicos coexisten. Incluso más de una vez se trata del mismo grupo que utiliza en distintas ocasiones elementos más o menos elaborados. La teoría enlatada, aunque venga con la etiqueta de un autor prestigioso, cuando no explica no sirve. Nada se puede trasladar mecánicamente. Con el tema del genocidio ocurre lo mismo.
Los cultores de la precisión terminológica aducen que el desastre epidemiológico producido al inicio de la Conquista con enfermedades para las cuales los indígenas carecían de anticuerpos, tales como la gripe, sarampión o viruela que provocaron un descenso demográfico abrupto, no pueden ser catalogadas de genocidio. Mencionemos un par de datos. Por ejemplo, en 1630 México cuenta con apenas el 3% de la población que habitaba esta región en vísperas de la Conquista. Por su parte, el Perú de Atahualpa de 1533 con 9.000.000 de individuos desciende a 1.300.000 para 1570. Son datos escalofriantes que no son suministrados por indigenistas mexicanos o peruanos, sino meticulosos demógrafos de las universidades de Berkeley y Los Angeles (Borah y Cook 1963: 100) y de California (Sauer 1984: 235, 304). Sin embargo, otros expertos, los puristas del exterminio, hacen a un lado tales guarismos, estos cadaverólogos señalan que no fue genocidio porque no hubo intencionalidad, no hubo un plan preconcebido para contaminar a los indígenas con cepas bacterianas. Simplemente ocurrió. Es más, algún iluminado creará una fórmula teórica insólita. Autores reconocidos como Bernard y Gruzinski no sólo citan a Ruffié y su “genocidio sin premeditación”, sino que reflexionan al unísono: “¿por qué los conquistadores eliminarían su mano de obra?” (Bernand y Gruzinski 1996: 227). Por un lado, la eliminan porque la utilizan como un combustible biológico del que obtienen el máximo rendimiento en el mínimo tiempo posible. The time is money primero se pronunció en español. Los conquistadores pretenden “hacerse la América” y largarse cuanto antes. Ningún “encomendado” soporta el ritmo impuesto por las nuevas relaciones económicas de producción que junto con el plusvalor también extraen hasta la última gota de sangre del indígena utilizado en obrajes o minas. Se desprecia la mano de obra porque la suponen interminable. Además, la consideran floja, incapaz del precepto bíblico de ganar el pan con el sudor de la frente. No merecen la vida. Además, los que mueren son culpables hasta de morir. Reflexionando sobre la viruela que padecen los náhuatl después de la caída de Tenochtitlán, el fraile franciscano Toribio Motolinía de Benavente en su Historia de los indios de la Nueva España señala que “había que dejar actuar a la peste”; si “los indios morían como chinches a montones”, es porque Dios la envía para castigar su herejía.
Ciertamente, lo que sucedió en este continente fue un Fin del Mundo, pero lo perpetraron seres de carne y hueso. ¿Acaso un Fin del Mundo, cometido directa o indirectamente por un grupo humano sobre otro, no constituye un genocidio? Veamos. Hubo matanzas preventivas que tenían como objetivo el escarmiento, con la detección y posterior eliminación de los referentes ideológico-políticos que pudieran comandar una eventual resistencia. Tanto en México como en el área andina fueron localizados los pintores de los códices detentores “de la tinta negra y roja de la sabiduría”, y los amautas y quipucamayos que guardaban la memoria. Todos ellos fueron quemados en Autos de Fe junto con sus libros y quipus. Algo similar al asesinato selectivo contra enemigos potenciales utilizado hoy en día desde aparatos estatales. También fueron eliminados los sacerdotes y el andamiaje religioso. Aún en la actualidad se continúa con la persecución de las últimas retaguardias simbólicas como sucede en el Chaco Gualamba y en el Chaco Boreal, donde los grupos originarios arrinconados deben rendir su memoria a cambio de un modesto bolsón de alimentos de alguna misión evangelista. Con retaguardia simbólica me refiero al último resquicio de resistencia tras la derrota militar, una resistencia oculta a los ojos del poder. ¿Desde dónde se resiste? Desde lo mítico, desde la religiosidad primigenia, desde los ritos ancestrales, del cual las huacas andinas son un claro ejemplo. Aunque se mantiene oculta a los ojos, el poder intuye tal resistencia y busca suprimirla. Hoy continúan persiguiendo esa retaguardia simbólica, ese último lugar donde habita la memoria colectiva, la memoria social. Recordemos aquel Bando del corregidor Areche prohibiendo que los indios recordaran memorias. Tal es su afán que intenta espiar y castigar los recuerdos. Ordena el olvido. Busca suprimir el pasado. Elabora una verdadera tábula rasa.
En su libro L’Allemagne et le génocide, Billig diferencia tres formas de genocidio: por supresión de la capacidad de procrear, por la deportación y por el exterminio. Por supuesto concordamos. Pero, si nos detenemos en todas estas cuestiones, advertimos que su fórmula está pensada para la masacre europea de la II Guerra. El caso Americano incluye esos ítems, pero los excede por completo. Por ejemplo Billig no menciona que genocidio también es quitarle al otro las ganas de vivir. Como testimonian las crónicas, no sólo se destruyen las relaciones económicas de producción, sino que son sustituidas por una metodología violenta y un objetivo incomprensible que produce un reasentamiento forzado de la población. Tal sumatoria de variables conduce a la pérdida de la fuerza vital, a un deseo de no vivir que torna a los indígenas especialmente vulnerables frente a las enfermedades. Están agotados por el trabajo, agobiados mentalmente y ya no tienen amor por la vida. El mestizo Juan Bautista Pomar en La Relación de Texcoco habla de la “congoja y fatiga del espíritu, de verse quitar la libertad”. Obviamente también carecen de placer. Las crónicas de Bartolomé de Las Casas para Mesoamérica, como la del indio Felipe Guamán Poma de Ayala para el área andina, abundan sobre estos ejemplos abrumadores:
Por manera que no se juntaba el marido con la mujer, ni se veían en ocho ni en diez meses, ni en un año; y cuando al cabo deste tiempo se venían a juntar, venían de las hambres y trabajos tan cansados y tan deshechos, tan molidos y sin fuerzas, y ellas, que no estaban acá menos, que poco cuidado había de comunicarse maridalmente; desta manera cesó en ellos la generación (Las Casas 1555: 13).
El genocidio también es la conquista y apropiación de los cuerpos de la mujer y la exclusión completa del cuerpo del hombre, que es suplantado por el cuerpo del amo.
Y cómo se perderá la tierra y quedará despoblado y solitario todo el reyno y quedará muy pobre el Rey. Por causa del dicho corregidor, padre, encomendero y demás españoles que roban a los indios sus haciendas y tierras y casas y sementeras y pastos y sus mujeres e hijas, por así casadas o doncellas, todos paren ya mestizos y cholos. Hay clérigos que tienen veinte hijos y no hay remedio… por donde no multiplica ni multiplicarán los indios de este reyno (Guamán Poma 1613: 454).
En 1600 Pedro de Valencia, uno de los asesores del rey Felipe III, le aseguraba a su graciosa Majestad lo siguiente: “Entre los daños que la Nación puede padecer, el mayor es faltar la gente y el segundo, la labor, porque es irnos acabando” (Horne 1945: 106). Es lo mismo que va a plantear siglos después un profesor de la Universidad del Litoral durante el primer gobierno de Perón: “Un país con escasa población es un país pobre” (Galli Pujato 1950: 23). No es un gran descubrimiento, pero muchos lo olvidan. Y para que la población se desarrolle, ciertamente necesita de un ámbito donde asentarse, de un territorio. Simplemente mencionamos el complejo problema de la usurpación de tierras de las comunidades. En la Recopilación de la Leyes de los Reinos de las Indias, mandadas imprimir y publicar en 1680 en Madrid por Carlos II, en el Libro I del Título III señala lo siguiente: “Que las Indias Occidentales estén siempre reunidas a la Corona de Castilla, y no se puedan enajenar”. Dichas tierras las recibió la corona: “Por donación de la Santa Sede Apostólica y otros justos y legítimos títulos, somos señor de las Indias Occidentales, Islas y Tierra Firme del mar Océano, descubiertas y por descubrir”. En el Libro IV del Título XII, de la misma Recopilación…, se advierte: “que no se den tierras en perjuicio de