Pedagogía de la desmemoria. Marcelo Valko
ausente una publicación infantil emblemática como Billiken. En el centenario de la Conquista al Desierto, señaló que “el indio devastaba en minutos los poblados y haciendas” (Billiken 09/10/1979: 10). Es como una suerte de manga de langostas que todo lo devora y destruye en cuestión de minutos. El vendaval de descalificación es permanente y va y viene en el tiempo. Citando a un sacerdote al regreso de un viaje a una toldería, Domingo Sarmiento señala que “tan sin cura era la enfermedad [de los indios] que sería buena obra extirparlos” (Sarmiento 1882: 51). Casi finalizando el siglo XX se mantiene intacta la misma visión. Refiriéndose a la campaña de Roca, Alfredo Terzaga sostiene: “El Ejército practicó la drástica cirugía de intervenir la llaga y borrar su cicatriz del cuerpo nacional. Con ello eliminó una lacra secular” (Terzaga 1976: 156). Incluso la historieta Patoruzito muestra en uno de los cuadros un rancho miserable con un par de pobladores sentados a la puerta. El texto dice: “¿Traen DDT? No se rían; sería útil llevarlo encima cuando uno entra en un rancho coya, abundan los parásitos” (Patoruzito 1958: 4). Evidentemente, los indígenas no logran desprenderse de la siniestra imagen que depositaron sobre ellos de “consumado salvajismo propio de su grado de incivilización” (Walther 1970: 55).
Los autores de ayer y hoy insisten en tratar “el problema indio” y desbordan de calificativos despectivos. El sitio en el que habitan los salvajes se denomina reiteradamente como “nido”, “madriguera”, “guarida”. Darwin mismo señala que “el wigwan o choza fueguense semeja en absoluto por su forma y magnitud un montón de heno… estas chozas apenas representan una hora de trabajo para su confección” (1839: 74). Se busca asociar en todo momento a los pueblos originarios con la animalidad. Jamás se plantea que paulatinamente se los ha ido arrinconando y se ha estrechado su espacio vital, los textos los califican una y otra vez como “piratas terrestres” que cometen “tropelías y rapiñas”. Vale recordar que “pirata terrestre” será una de las imágenes predilectas de Roca, quien la utilizará en la Proclama del Carhué, en arengas a las tropas y en alocuciones al Congreso de la Nación. Zeballos, el publicista de su Campaña al Desierto, no cesa de calificarlos como “hordas de ladrones corrompidos en infernales borracheras, sin más hábitos de trabajo y de milicia que los del vandalaje” (Zeballos 1878: 250). Increíblemente se llega a comparar a los indios hasta con los insectos, tal como Mauricio Birabent lo propone en un escueto libelo donde narra los orígenes del pueblo de Chivilcoy. Allí dice: “El indio antes de la llegada de los blancos andaba a pie. Inferiormente dotado por la naturaleza, se arrastraba como un gusano” (Birabent 1938: 27). Los discursos coinciden en afirmar que el indio tiene astucia, que no es lo mismo que la inteligencia; el indio tiene astucia como un animal. No realiza acciones en conjunto con el resto de su grupo, sino que anda en horda, como una manada. El indio no camina ni se desplaza, el indio pulula, se arrastra, perpetra correrías. No tiene palabra sino alaridos, chillidos o “aullidos como perros” (Zeballos 1878: 63), “huyen desesperados al monte lanzando aullidos” (Zeballos 1881: 242). Carlos Spegazzini, al escuchar cantar a las mujeres de la tribu de Orkeke, dictaminó: “Lo único a lo que lo puedo comparar es el ruido de las ranas en los bañados de Europa cuando está por llover” (Deodat 1937: 64). Su emparentamiento con el mundo animal es total, por eso reiteradamente se oponen sus instintos frente a los hábitos o conductas civilizadas. El libro El indio del desierto se refiere a Calfulcurá, al que describe “gesticulando con su boca de bagre” (Schoo 1930: 85). Cabe acotar que su autor, Dionisio Schoo Lastra, era uno de esos hacendados con residencia en París, que se dedicaba al polo y que había sido secretario privado de Roca. Algo parecido dice el perito Francisco Moreno en la carta que le escribe a su padre en octubre de 1875 contando sus impresiones sobre los mapuches. Le explica a su “Querido Viejo” sobre “la cantidad enorme de capitanejos sapos, porque se parecen más a estos animales que a hombres” (Moreno 1997: 79). Y ya que mencionamos a Zeballos y a Moreno no podemos dejar afuera a Sarmiento. En el Facundo, ese manual de intolerancia, al confrontar al criollo con el extranjero, llega a equiparar al gaucho con un animal. Señala como ejemplo que si un gaucho va en busca del médico:
(...) y se le atraviesa un avestruz por su paso, echará a correr detrás de él, olvidando la fortuna que le ofrecéis, la esposa o la madre moribunda; y no es él solo el que está dominado por este instinto; el caballo mismo relincha, sacude la cabeza y tasca el freno de impaciencia por volar detrás del avestruz (Sarmiento 1845: 204).
Mientras en los muelles porteños se produce “el reparto de indios” capturados en la Patagonia, el diario católico y vocero del arzobispo de Buenos Aires, León Federico Aneiros, debajo de un disfraz de corderito dice: “Parécenos verdaderamente cruel separar a las madres de los hijos, porque esto importa quebrantar las leyes de la naturaleza, que ejercen su influjo hasta en los seres irracionales” (La América del Sur 29/11/1878). Los indios siempre están ligados a la naturaleza y la irracionalidad. Como no podía ser de otra manera, Mario Vargas Llosa se suma al coro de los que equiparan a los indígenas con imágenes del mundo animal, con un roedor para ser exacto. En un artículo periodístico califica a Evo Morales como alguien “vivo como una ardilla, trepador y latero y con una vasta experiencia en manipular hombres y mujeres” (La Nación 20/01/2006). Se trata de una constante que emerge permanentemente de un imaginario social que siempre estuvo en el poder. Del mismo modo se realza su estrecho vínculo con la naturaleza frente al raciocinio del habitante de la ciudad.
Al interrumpirse la construcción de la Zanja de Alsina, el ingeniero Ébélot acompaña a Roca en su expedición al sur. A fines de 1879, además de su paga, recibe un regalo adicional, aunque bastante habitual en aquel entonces. El “generoso” Ministro de Guerra, como muestra de su aprecio, le envía dos “indiecitos para su uso”. Es muy ilustrativo el comentario que el francés deja sobre este particular obsequio. Sobre el muchachito de unos 4 años comenta:
(...) su fealdad es simpática (…) comprende a media palabra, tiene la vivacidad de un mono y los mimos de un perrito. Después de desgañitarse en chillidos cuando fue separado de su abominable dama de compañía [se refiere a la abuela], lo cual es señal de buen corazón, levantó hacia mí sus ojos ya confiados ante la primera migaja de pan que le presenté (Ébélot 1880: 182/183).
El párrafo presenta toda la parafernalia del imaginario racista que se desploma sobre el indiecito feo con características simiescas y perrunas. A la abuela, de quien lo arrancan entre llantos y súplicas, que el civilizado ingeniero denomina “chillidos”, y que probablemente era el último eslabón de una familia a la que el niño jamás volvería a ver, la cataloga de “abominable”. Como vemos, las huellas de la ignominia están presentes en infinidad de documentos, muchos de ellos producidos por los mismos que participaron de los delitos. Uno de los periodistas que acompaña a Roca a su rally patagónico, al observar a las jóvenes esposas del cacique Manuel Grande, señala con asombro: “No son tan feas como la generalidad de las indias que he visto” (Lupo 1938: 56). De acuerdo con Remigio Lupo, la fealdad es inherente a la generalidad de las indias. Por otra parte, en este caso que cita de las esposas del cacique, no dice que son lindas sino que “no son tan feas”. El joven Darwin, veinte años antes de publicar El Origen de las Especies, en su periplo patagónico refiriéndose a los fueguinos escribe: “Estos desgraciados salvajes tienen el cuerpo achaparrado, el rostro deforme, cubierto de pintura blanca, la piel sucia y grasienta, los cabellos apelmazados, la voz discordante y los gestos violentos. Cuando se los ve, cuesta trabajo creer que son seres humanos, habitantes del mismo mundo que nosotros” (Darwin 1839: 75).
Y, por favor, no caigamos en el facilismo idiota que exonera estos comportamientos atribuyéndoselo al pensamiento de la época. No olvidemos que en Argentina la esclavitud fue abolida por la Asamblea del Año XIII, mientras que el gran país del norte lo concreta recién en 1862 con Lincoln, a quien le costó una guerra civil de tres años y su propia vida. En momentos en que Roca obsequiaba niños prisioneros, hasta los ingleses ponían trabas al tráfico de esclavos.
Indudablemente, para el establishment, el indio es un ente feo, sucio y malo y, para colmo de males, alguien nacido a destiempo. De esa posición a la invisibilidad no hay más que un paso.
La estrategia de la desmemoria se alegra de la ausencia del indígena que en realidad no es ausencia sino invisibilidad: “Esto que parece un sueño hoy en que al indio sólo lo vemos