Pedagogía de la desmemoria. Marcelo Valko

Pedagogía de la desmemoria - Marcelo Valko


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Durante su mandato fue sancionado el decreto que refrendaron los ministros Felipe Yofré, Luis María Campos, José María Rosa, Martín Rivadavia, Martín García Merou y Emilio Civil. El mismo disponía:

      Que, sin producir alteraciones en el texto del Himno Nacional, hay en él estrofas que responden perfectamente al concepto que universalmente tienen las naciones respecto de sus himnos en tiempo de paz y que armonizan con la tranquilidad y la dignidad de millares de españoles que comparten nuestra existencia, las que pueden y deben preferirse para ser cantadas en las festividades oficiales, por cuanto respetan las tradiciones y la ley sin ofensa de nadie, el presidente de la República, en acuerdo de ministros decreta: Artículo 1°. En las fiestas oficiales o públicas, así como en los colegios y escuelas del Estado, sólo se cantarán la primera y la última cuarteta y coro de la canción nacional sancionada por la Asamblea General el 11 de marzo de 1813.

      Como vemos, la amputación de los versos del himno que se refieren a la “conmoción del Inca en su tumba” en nada herían la sensibilidad de la comunidad española, muy respetable por cierto. Pero aquellas autoridades nacionales, que gobernaban para los intereses del puerto de Buenos Aires, aprovecharon la oportunidad para deshacerse no sólo de las estrofas que podían incomodar a la colectividad hispana, sino también para eliminar la presencia indígena de nuestra canción patria. El diario La Nación en un suplemento de historia llamado “Diario íntimo de un país” explica en un recuadro que tal amputación se realizaba “como cortesía a la inmensa cantidad de inmigrantes españoles que se habían afincado en el país”, pero no menciona por qué se aprovechó tal cercenamiento para quitar las estrofas que mencionaban al Inca. El general de brigada Alonso Baldrich en una conferencia en la que glorificaba al general Roca se refirió al recorte del Himno diciendo que fue “hidalgamente mutilado por el juicio superior del presidente Roca al suprimir de la canción nacional los versos que, sin necesidad, herían sentimientos respetables” (Baldrich 1926: 12). Sin embargo, la mutilación de 1900 no fue obstáculo para que el texto siguiera publicándose completo en manuales escolares, así como también en las antiguas Libretas de Enrolamiento de nuestros padres y abuelos.

      Noventa años después del cercenamiento roquista, el peronista Carlos Menem completó el proceso de invisibilización de los incas suprimiendo, mediante otro decreto, la obligatoriedad de publicar la versión completa (Chavidoni 2008: 66). De esa forma, no sólo perdimos las estrofas del Himno que nos vinculaban con la “América Profunda” que tan acertadamente describiera Rodolfo Kusch, sino que se suprimió todo rastro o vestigio del espíritu americanista que había impulsado a nuestros revolucionarios.

      A diferencia de los hechiceros e invisibilizadores, los verdaderos forjadores de la Argentina pensaban de otra forma, pensaban en el conjunto de la sociedad, y el conjunto involucraba a todos por igual. Y todos quiere decir todos, también incluye a los indígenas. Y esa intencionalidad era claramente perceptible. Por ese motivo, el 5 de octubre de 1811 una delegación de caciques, entre los que se encuentra Quintelén, llega a Buenos Aires para entrevistarse con las nuevas autoridades. Son recibidos con toda cordialidad por Chiclana que oficiaba como presidente interino de la Junta, que señala: “Sin entrar en el examen de las causas que nos han separado hasta hoy, bástenos decir que somos vástagos de un mismo tronco. Amigos compatriotas y hermanos, unámonos para construir una sola familia” (Martínez Sarasola 2011: 226). Los caciques le expresaron su amistad y adhesión al nuevo gobierno. Hasta un historiador roquista como Walther, profesor de la Escuela Superior de Guerra y Director del Museo Roca, reconoce el deseo de hermandad de aquel encuentro. En 1812, la Junta decide integrar a los oficiales indígenas que hasta ese entonces se encontraban incorporados en los batallones junto a pardos y morenos, para que integren los regimientos de criollos. El decreto de la Junta es claro: “En lo sucesivo no debe haber distinción entre un militar español y el militar indio, ambos son iguales y siempre debieron serlo” (Walther 1970: 129).

      Juan Bautista Alberdi, un ideólogo a quien, como ya vimos, no puede objetársele ser partidario de la causa indígena, en su Crónica dramática de la revolución de mayo, señala que los revolucionarios que formaron el primer gobierno patrio, antes de confeccionar su juramento, invocaron a Túpac Amaru II: “Por el Dios de la libertad, de la igualdad y de la patria, por los sepulcros sagrados de nuestros abuelos los incas, por las víctimas del Tupamar” (citado en Lewin 2004: 388).

      El 9 de julio de 1816, aquellos patriotas, o al menos los que deseaban que los alcances de la independencia fueran conocidos por todos los habitantes de este suelo, consiguieron que el decreto se promulgara en castellano y en otros tres idiomas: quechua, aymará y guaraní, justamente para que nuestros “paisanos los indios”, como gustaba decir José de San Martín, conocieran los objetivos y beneficios de la Revolución. En aquella oportunidad, Manuel Belgrano hizo moción para que nuestra forma de gobierno fuese una monarquía atemperada cuyo regente debía provenir del linaje de los Incas, restituyendo: “Esta Casa tan inicuamente despojada del Trono (…) Yo hablé, me exalté, lloré e hice llorar a todos al considerar la situación infeliz del país. Les hablé de monarquía constitucional, con la representación soberana de la Casa de los Incas: todos adoptaron la idea” (Mitre 1887: 276).

      Esta adscripción de los revolucionarios de Mayo al imaginario andino no es antojadiza. No olvidemos que los incas habían llegado hasta Tucumán y Santiago del Estero, donde aún subsisten hablantes de quechua y que, a su vez, el límite norte del Virreynato del Río de la Plata incluía no sólo los yacimientos de Potosí, sino también a Tiahuanaco. Estas preocupaciones por posicionarse en el contexto de las naciones desde una determinada conciencia histórica dejaron otras huellas perdurables que fueron oportunamente borroneadas por los magos.

      La que es considerada primera bandera nacional fue donada por Belgrano al Cabildo de Jujuy el 25 de mayo de 1813 después de hacerla bendecir en la iglesia matriz, como premio y homenaje al pueblo jujeño que lo acompañó en el Éxodo del 23 de agosto de 1812, pueblo que posibilitó los triunfos de Piedras, Tucumán y Salta. La tela de la bandera es de raso cortado en tres paños y lleva pintado el Escudo de la Asamblea del año 1813. Afortunadamente también subsiste un escudo original pintado en madera, destinado a la escuela que sería construida con el dinero recibido por Belgrano como recompensa por sus victorias. Manuel Belgrano, con el altruismo que caracterizó su vida, donó los famosos $40.000 pesos oro para construir 4 escuelas en Jujuy, Tucumán, Santiago del Estero y otra en Tarija, actualmente en la república de Bolivia. Como sabemos, el dinero nunca llegó a destino y el escudo pintado en 1813 es lo único que subsiste de aquel noble gesto. La mención de la primera bandera y del solitario escudo de la escuela invisible viene a colación por un detalle: el gorro frigio. Tomado de la revolución francesa que había proclamado la Libertad, Igualdad y Fraternidad, el gorro frigio condensaba aquellos ideales integrados en la nueva América. Sin embargo, a primera vista se impone una diferencia fundamental entre el gorro frigio de la Asamblea del Año XIII adoptado por Belgrano y su homólogo francés. Tanto en aquella bandera primigenia como en el escudo que se encuentran en la actualidad en el Salón de las Banderas del Palacio de Gobierno de Jujuy, aparece en forma notoria la borla incaica como suplemento o remate del gorro.

      La Asamblea del año 1813 encomendó al diputado puntano Agustín Donado que dispusiera la creación de un sello oficial destinado a legitimar sus resoluciones. El diputado por San Luis confió la tarea al platero y grabador Juan de Dios Rivera, quien fue el artífice material del sello. Ahora bien, aunque existen dudas acerca de la autoría ideológica del sello, debemos tener presente que Juan de Dios Rivera, cuyo nombre incaico era algo extenso, Quipto Tito Aphauti Concha Túpac Huáscar Inca, había participado de la rebelión de Túpac Amaru. Tras la derrota de 1781 y a raíz de la persecución posterior, huyó de Potosí dirigiéndose inicialmente a Córdoba hasta recalar en Buenos Aires. Más allá de la discusión que pueda entablarse acerca de la autoría ideológica para incorporar este elemento típicamente andino, lo que verdaderamente importa es que con dicha inclusión el gorro frigio experimentó una mutación de envergadura, se americanizó (Astesano 1979: 99). Esa borla es la misma que usan los indígenas del noroeste y del altiplano como remate de las orejeras de sus gorros. El tricornio de la revolución francesa le decía muy poco a Rivera, quien decidió vestirlo de acuerdo con la cosmovisión americana. De esa forma, nuestro escudo surgió ligado al ideario del grito de Tinta lanzado por José Gabriel Condorcanqui,


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