Pedagogía de la desmemoria. Marcelo Valko
del todo” creada por el periódico es tan confusa como sugerente. El indio es ausencia, y cuando lo hacen aparecer como por arte de magia, resulta que nos encontramos con un indio de comparsa, con un indio disfrazado, un indio objeto de burla y escarnio. La satisfacción que provoca la ausencia es tan descomunal que incluso la región pampa-patagonia parece emerger a la historia recién en momentos en que Roca construye el Desierto, por eso no es extraño toparnos con frases como la siguiente: “La pampa es el único de nuestros territorios del que puede decirse que no ha tenido adolescencia. Y de este espécimen de colonización es posible que no pueda jactarse ninguna nación de la tierra. No sólo no hay indios. ¡No hay gauchos!” (Molins 1923: 28).
La alegría por su extinción es contagiosa y produce un gran coro de voces. Por ejemplo, Carlos Octavio Bunge se felicita porque “el alcoholismo, la viruela y la tuberculosis –¡benditos sean!– habían diezmado a la población indígena y africana” (Ingenieros 1913: 81). En el mismo sentido, Sarmiento, citando a Juan de Ulloa, señala que los indios disminuyen en todas partes debido a “los estragos formidables que hacen las viruelas, bien por el uso de bebidas fuertes” (Sarmiento 1882: 37). Un poco antes, en una nota reproducida por la prensa que se titula “La cruz o el sable”, el Gobernador de los Territorios del Chaco expone ante el flamante Ministro de Guerra una opción simple: “Hay también que pensar, señor Ministro, en reducir o exterminar a los indígenas del Chaco, pues mientras esto no se haga, la colonización estará constantemente expuesta a sus depredaciones” (La América del Sur 20/02/1879). Reducir o exterminar, dos caras de la misma moneda. Hasta un pensador como José Ingenieros, que es considerado por algunos como “progresista”, afirma con total indiferencia que el país está “libre ya o poco menos, de razas inferiores” (Ingenieros 1913: 50). Por otra parte, su racismo ya se había manifestado tempranamente en sus Crónicas de viaje de 1905, aspecto del que ya nos ocupamos oportunamente en Los indios invisibles... y del que extraigo apenas una sola frase: “Cuanto se haga en pro de las razas inferiores es anticientífico; a lo sumo se les podría proteger para que se extingan agradablemente”.
Las voces de expertos sociales, políticos variopintos y pedagogos de toda laya se suman una tras otra como la de Ernestina López de Nelson, que en su texto Nuestra Tierra, editado en la década del 1910, casi no toma en cuenta “el problema indígena” dado que “quedan ya muy pocos, apenas unos cuantos centenares”. En 1913, en la Cámara de Senadores, Joaquín V. González se congratuló ante una realidad que consideraba definitiva, ya que “las razas inferiores, felizmente, han sido excluidas de nuestro conjunto orgánico; por una razón o por otra, nosotros no tenemos indios en una cantidad apreciable”. Es notable la liviandad del senador cuando oscila entre “una razón o por otra”. “¿Hubo en verdad, indios en la Pampa y en la Patagonia? Pocos vestigios quedan de la temible raza. Sí, los había” (De Salvo 1939: 184). En un libro de geografía, aprobado como texto escolar por el Ministerio de Educación y escrito en 1926 por el profesor Eduardo Acevedo Díaz, los niños aprendían que “la República Argentina no necesita de sus indios. Las razones sentimentales que aconsejan su protección son contrarias a las conveniencias nacionales”. Los indios no están, quedan muy pocos o directamente no son de utilidad para el país.
La percepción de la extinción del indio será tan rotunda que en el N° 678 del cómic Patoruzito de diciembre de 1958, dedicado a Ceferino Namuncurá, ya desde la tapa se pregunta: “¿Dónde están los indios argentinos?”. Para poderlos encontrar, los protagonistas de la historieta deben ir acompañados de expertos, de hecho, en el cómic consta que esa historia está basada en la “documentación ofrecida por la Dirección Nacional de Asuntos Indígenas que dirige el Reverendo Padre Dr. Emilio Martínez” (Patoruzito 1958: 4). En un manual de texto de 1970, Exequiel Ortega no tiene empacho en escribir: “A esta altura del problema del indio en que nos hemos situado, la presidencia de Avellaneda significó su solución final” (Ortega 1970: 367). O la publicación infantil de la Editorial Atlántida que para el Día de la Raza de 1979 decidió recordar la Conquista del Desierto: “Al término de su campaña, Roca había eliminado a 6 caciques principales y 1600 indios de pelea. Tomó 10.000 prisioneros y terminó con las indiadas poderosas” (Billiken 09/10/1979: 10). Una cosa es que Estanislao Zeballos, ideólogo de la campaña roquista, declare en 1878 que “la opinión pública está ansiosa de llegar a la solución radical del problema de tres siglos” (1879: 51) o que el semanario El Mosquito se pregunte “¿Cuáles son los [indios] que deben ser suprimidos inmediatamente?” (El Mosquito 17/11/1878). Otro asunto muy distinto es educar a los estudiantes a fines del siglo XX utilizando las conjunciones idiomáticas de “solución final” o “el problema indio” que realmente son de una gran peligrosidad, donde se naturaliza el genocidio pasado y reciente. Incluso decir “final” es corroborar desde el Ministerio de Educación que ya no quedan más indígenas, por lo tanto ese “final” es una suerte de “solución”, es aceptar la invisibilidad. Tal solución ya la habían planteado los primeros cronistas como Fernández de Oviedo, quien en su Historia general y natural de las Indias aseguró que “Dios los ha de acabar muy pronto (…) Ya se desterró a Satanás de esta isla; ya cesó todo con cesar y acabarse la vida a los más de los indios”.
De la solución final a la pureza racial existe apenas un paso. La búsqueda de una raza mejor, sin “mezclas espurias”, será una preocupación que se traslucirá hasta en libros de divulgación como el que se publica sobre el origen del partido de Saladillo. Allí se lee claramente: “No quedó en esta zona ninguna toldería de indios, ni grupos que se mezclaran y mestizaran con la población blanca. Eso evitó taras étnicas a la raza que se formaba aquí” (Ibáñez Frocham s/f.: 53). Recordemos de paso el extremismo segregacionista de las legislaciones coloniales que se obstinaron en meticulosos y complejos árboles clasificatorios para diferenciar con precisión “las mezclas de sangres”, algo que se deseaba evitar. Básicamente, se consideraban en un orden decreciente de lo blanco hasta llegar al extremo de la cadena de lo no blanco. Los estamentos de mayor a menor eran los siguientes: españoles, criollos hijos de españoles, mestizos, mulatos, negros e indios. Pero como estos a su vez se cruzaban entre sí, se necesitaban categorizaciones más específicas para identificar los productos de tales cruzas, como los zambos, cuarterones u ochavones, en virtud de la cantidad de sangre que de tal o cual grupo circulaba por las venas del individuo. La Nueva España tenía nombre para todo: indio con negro daba lobo; mulato y español engendraba un morisco; español con mulato generaba un albino; español con albino producía tornatras; lobo con indio daba zamabayo; indio con zambayo originaba un cambujo y, a su vez, el cambujo con mulato producía albarzado. Con toda seguridad, esta cátedra de barroquismo genético se situaba fácilmente en un plano hipotético o filológico que en un nivel efectivamente biológico, ya que establecer en la práctica la diferencia entre un cambujo y un zambayo no sería tarea sencilla por más empeño que pusiese “un extirpador de idolatrías y bestialidades” (Valko 2012a: 133). Menos elaborada y más concreta, en la zona sur de Brasil (Paraná y Río Grande), la clasificación se dividía, comenzando por supuesto con los blancos, en criollos, caipiras (campesinos blancos pobres de Paraná), mulatos mestizos de blanco y negro, el caboclos producto del mestizaje entre un blanco con india, y mamelucos que era la cruza de negro con indio.
Argentina nació aferrada al espejismo de la inmigración anglosajona, mientras invisibiliza a la población que efectivamente se radica en el país, como paraguayos, bolivianos y peruanos, pero que no encaja en los moldes de la opción teórico-ideal del Estado concebido por Alberdi cuando señala que “en América todo lo que no es europeo es bárbaro: no hay más división que ésta; 1º, el indígena, es decir, el salvaje; 2º, el europeo, es decir, nosotros” (Alberdi 1852: 62). Ése es el mismo discurso que encontramos en Sarmiento cuando habla de que la lucha es “entre la civilización europea y la barbarie indígena, entre la inteligencia y la materia” (Sarmiento 1845: 38). Mientras tanto, ciertos pedagogos no dejan de soñar, como se observa en el texto de lectura denominado Lunita de Plata editado en 1962. Allí, los dibujos de niños rubios abundan en una correlación de 3 a 1 frente a los dibujos de chicos de pelo castaño u oscuro. Y en nuestro país, si no me equivoco, esa no es la proporción que vemos en las calles.
La mezcla “racial” es un problema grave que desvela a nuestros máximos pensadores. Sarmiento, nuevamente escudándose