Pedagogía de la desmemoria. Marcelo Valko

Pedagogía de la desmemoria - Marcelo Valko


Скачать книгу
de imprecisión o de una utilización desmedida del término. Los exterminólogos son muy puristas al respecto.

      2

       Teorizando sobre la pira de cadáveres

       ¿A dónde iremos que muerte no haya?

      Nezahualcoyotl, poeta nahuatl

      No desconozco las implicancias conceptuales de lo que entraña un genocidio y que, por ejemplo, se utiliza para definir el caso del Holocausto Judío o Gitano perpetrado durante la II Guerra Mundial. En aquellos casos, se procuró la eliminación masiva de un pueblo mediante mecanismos estatales. La ciencia al servicio de la supresión de seres humanos procuró el mayor rendimiento al más bajo costo. La razón llevada al paroxismo. En este caso, indudablemente, le debemos dar la razón a Walter Benjamin cuando señala que todo documento de cultura es un documento de barbarie. Y el documento de barbarie es extenso. No sólo nos encontramos con los carceleros de la red de los campos entre los que sobresalieron Treblinka, Teresinstadt o Auschwitz, también están los ingenieros que diagramaron las prisiones, los convoyes ferroviarios que trasladaban a los “asociales”, los calderistas que construyeron los hornos para desintegrar personas, los economistas y contadores que calcularon con toda meticulosidad el costo de la eliminación de cada individuo y, por supuesto, un dato que siempre se olvida, la siniestra complicidad de los Aliados que ni siquiera bombardearon las vías férreas para impedir el transporte del cargamento humano.

      La Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio fechada el 9 de diciembre de 1948, en su Artículo II señala claramente lo que la ONU entiende sobre este tema:

      En la presente Convención, se entiende por genocidio cualquiera de los actos mencionados a continuación, perpetrados con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial, o religioso, como tal: (a) Matanza de miembros del grupo; (b) Lesión grave a la integridad física o mental de los miembros del grupo; (c) Sometimiento intencional del grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física, total o parcial; (d) Medidas destinadas a impedir los nacimientos en el seno del grupo; (e) Traslado por fuerza de niños del grupo a otro grupo.

      Los modernos cadaverólogos no toman en cuenta estos ítems. Un historiador con afán de corregirme señaló que las decenas de millones de indígenas que murieron en América no entran en la categoría de genocidio, porque la implementación de la muerte careció de la impresionante infraestructura Estatal que presenta el ejemplo alemán. Aquí, los conquistadores hispanos, lusitanos, holandeses o sajones, desconocieron esa prolija metodología. Aquí las matanzas fueron desordenadas, en general no ocurrieron en sitios preestablecidos, sino que los cadáveres quedaron dispersos en multitud de acciones a lo largo del continente y en un lapso de varios siglos. Tal amplitud desorienta a los exterminólogos, que son gente muy prolija, capaz de identificar únicamente genocidios acotados en tiempo, forma y espacio.

      Detengámos en algunos casos recientes para no irnos tan atrás, al menos en estas primeras páginas. Por ejemplo, en lo ocurrido en Napalpí durante el invierno de 1924. Allí se mataron como escarmiento “apenas” unos 200 qom (tobas). Objetan que no fue un genocidio porque no se buscó eliminar a todos los qom del Chaco. Sólo se trató de una advertencia, apenas un escarmiento brutal. Los especialistas en el tema, los cadaverólogos, jamás elevarían 200 muertos a la categoría de genocidio. Para el caso formoseño de Rincón Bomba de 1947 podrían aducir, y con razón, que no se intentó exterminar a toda la etnia pilagá y wichi, solamente se buscó disciplinar a garrotazos, mejor dicho a tiros, al enorme conglomerado humano que aquel 10 de octubre de 1947 se encontraba en Las Lomitas. Más de un teórico apegado a las fórmulas que emanan de sus papers dirá que aquello tampoco fue un genocidio. De nada serviría decir que hoy en día existe un juicio entablado por la Federación Pilagá contra el Estado Nacional por delitos de lesa humanidad donde se menciona entre 500 y 1.200 indígenas asesinados. En la estadística de la muerte que establecen tales preciosismos técnico-semánticos, se ubican en una categoría menor. Napalpí y Rincón Bomba son apenas una matanza, una de las tantas masacres. Seguramente, algún especialista en genocidios de esas ONG que nunca faltan habrá elaborado un cuadrito con especificaciones de víctimas para genocidios, masacres, matanzas o asesinatos masivos que irá de mayor a menor, decreciendo siempre según los números. ¿Cuál será peor? ¿Una matanza? ¿Una masacre? ¿Cómo hacen los tecnócratas de la muerte, los cadaverólogos, para elaborar semejante ranking mortuorio? ¿Cuántas víctimas se requieren para cada caso? ¿Cuántos muertos y asesinados de qué manera necesita América para ingresar en esta macabra estadística? ¿A qué se debe este sentimiento de inferioridad frente a lo numérico, frente a la pleitesía del número? Para el caso americano, esas disquisiciones se asemejan a los célebres debates bizantinos que se esforzaban en dilucidar temas tan acuciantes como cuántas miríadas de ángeles caben en la punta de un alfiler. Más atrás, hablamos de los campos de exterminio del régimen hitleriano. Hablamos de la complicidad de la razón, de los ingenieros que planificaron los campos, de los ferroviarios, de los químicos. El caso Americano fue y sigue siendo distinto. No tuvimos un lugar que aplicara la muerte en forma general, visible y prolija como Auschwitz. Aquí tuvimos las minas de Potosí donde al menos unos ocho millones de mitayos se quedaron para siempre en la oscuridad de los desprolijos socavones. Aquí tuvimos las selvas donde se dejaron pudrir los cuerpos o las corrientes de los ríos donde eran arrojados para un viaje sin retorno. Aquí tuvimos la invisibilidad del campo de concentración de la isla Martín García con su horno crematorio que comenzó a funcionar 29 años antes que su homólogo del cementerio de la Chacarita.

      No sólo los pulcros exterminólogos se encuentran atrapados por la inferioridad del número, es decir, la necesidad de contar con gran cantidad de muertos para que el episodio se tome en cuenta. Recuerdo que, en muchas conferencias sobre lo ocurrido con el Malón de la Paz, hubo gente del público que parecía decepcionarse de la ausencia de muertos durante la represión y secuestro del contingente kolla. Un buen número de muertos es siempre convincente para seducir al auditorio, es parte de un show mediático. En un mundo manejado por las cifras se requiere de guarismos abultados y se rinde pleitesía a las cantidades.

      Lo sucedido en América y en el caso argentino en particular no se atiene a los criterios de los especialistas que teorizan sobre la pira de cadáveres. Es hora de advertir hasta qué punto estamos en un Nuevo Mundo donde no funcionan necesariamente los mismos criterios y herramientas teóricas pensadas para otras latitudes, ni siquiera las fórmulas sobre la muerte masiva. Me pregunto ¿cuándo vamos a dejar de lado el vasallaje intelectual, esa pleitesía que rendimos a cuanta teoría nos llega enlatada desde el Primer Mundo? Tendríamos que estar hartos de ver cómo se intenta trasladar mecánicamente todo tipo de conceptos construidos para explicitar otras realidades. Aquí tenemos la pasmosa convicción de que las teorías producidas en los países centrales deben encajar en nuestro suelo a como dé lugar, es decir, yuxtaponiendo la realidad a patadas dentro del marco conceptual importado. Provienen del Primer Mundo, eso basta y sobra para hacerlas prestigiosas. La esclavitud no sólo de los cuerpos, sino también el sometimiento mental, se encuentra tan extendida en América que en esa relación dialéctica de amos y esclavos, de dueños y desposeídos, también somos esclavos teóricos, estamos destinados a ser meros repetidores de las teorías europeas. Cuando Sarmiento nos ubica de una vez y para siempre en el mercado internacional con sus leyes de oferta y demanda, olvida un dato. Señala que “los españoles no somos ni navegantes ni industriosos, y la Europa nos proveerá por largos siglos de sus artefactos a cambio de nuestras materias primas, y ella y nosotros ganaremos en el cambio” (Sarmiento 1845: 228); pero olvida decir que también el Norte “nos proveerá por largos siglos” de sus marcos conceptuales que deberemos tragar crudos, sin posibilidad de cocinarlos de acuerdo con nuestra realidad como hizo por ejemplo un lúcido Mariátegui incorporando “la pata indígena” para comprender la realidad peruana.

      Tomemos por ejemplo los conceptos que se utilizan para clasificar a la prehistoria o edad de piedra. Para el caso del Viejo Mundo, los arqueólogos elaboraron un marco evolutivo basado en el perfeccionamiento del instrumental lítico. Así, tenemos conceptos como paleolítico (vieja edad de piedra), mesolítico


Скачать книгу