Como en una canción de amor. Maurene Goo
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Lucky está en la cima de su carrera, pero ¿es realmente feliz?
La noche de su último show en Asia no puede dormir y, a pesar de haber tomado píldoras para relajarse, decide burlar a sus guardias y escabullirse fuera del hotel en búsqueda del mayor objeto de sus deseos:
Una hamburguesa.
Jack es un paparazi talentoso que trabaja en secreto o su familia lo mataría. No está seguro de qué camino seguir en la vida, pero sí sabe que no quiere ir a la universidad y acabar siendo un banquero aburrido como su padre.
Cuando se cuela en un hotel de lujo tras una exclusiva, no espera encontrarse con una chiquilla en pantuflas que parece ebria y desorientada, y solo clama por una hamburguesa.
La nobleza lo obliga a quedarse con ella y cuidarla hasta que recupere la consciencia. Pero pronto descubre que aquella muchacha es nada menos que Lucky, la famosa estrella del K-pop. Entonces tiene la oportunidad de su vida: si logra pasar todo el día con ella, conseguirá una gran historia y un gran ascenso.
Pero ¿sería capaz de hacer algo así?
Con muchas risas, aventuras y mentiras, Lucky y Jack viven un día romántico de ensueño en Hong Kong, que les hará cuestionárselo todo. Empezando por sí mismos y sus sueños.
ARGENTINA
MÉXICO
En memoria de mi abuela Swan Hee Goo, quien me mostró por primera vez los romances en blanco y negro.
Y para Christopher, que me mostró lo realmente verdadero.
She went, ever singing,
In murmurs as soft as sleep;
The Earth seemed to love her,
And Heaven smiled above her,
As she lingered towards
the deep.
—por John Keats Percy Bysshe Shelley,
“Arethusa” .
VIERNES
Capítulo uno
LUCKY
Cuando tu rostro es reconocido en todo un continente, no hay lugar para errores.
En especial, sobre el escenario.
Miré a los fans, que gritaban sin parar; las luces me enceguecían y el sonido de mi propia voz se perdía en mi auricular. El clamor constante hacía que me resultara imposible oírme a mí misma.
Una vez, durante una presentación, cuando me arrojé de cuerpo entero a los brazos en alto de mi bailarín, el micrófono inalámbrico se enredó en mi cabello, y la voz se me quebró en el momento más dramático de mi hit “Heartbeat”.
Fue lo más visto en Asia. Había videos en internet que repetían una y otra y otra vez el incidente. Algunos hasta habían sido intervenidos e incluían conejitos animados y efectos de sonido. Uno de mis favoritos era el que tenía una especie de panel animado de vidrio que se hacía añicos en el momento exacto en que mi voz se quebraba. Estaba tan bien logrado que me reía cada vez que lo veía.
A mi sello discográfico no le pareció nada gracioso, desde ya. Lo vieron como una falla, una imperfección en quien era su estrella perfecta.
Esa falla era justamente en lo que estaba pensando mientras estaba de pie en el escenario en Hong Kong, la última parada en mi gira por Asia.
Había algo en la vibración del aire, en la ola de emoción que llenaba los espacios entre mi lugar en el escenario y mi público. Esa era la razón por la que yo hacía todo esto. Lo que fuera que hubiese sentido días o incluso segundos antes de salir al escenario, como el terror a arruinarlo todo una vez más, desaparecía en el instante en que la energía del público se deslizaba por debajo de mi piel y se me metía a la fuerza en el torrente sanguíneo.
Una adoración feroz por ósmosis.
Mis botas plateadas estaban plantadas firmes sobre el suelo. Las piernas bien separadas. Los pies doloridos, como ya era costumbre. Tenía esta pesadilla recurrente en la que mis botas me perseguían por un estacionamiento en círculos infinitos. Mis representantes habían insistido en que usara las mismas botas cada vez que actuaba. Eran mi sello distintivo. Botas ajustadas por encima de la rodilla.
Yo soy alta. Casi un metro ochenta. Una giganta en Seúl. Pero, para ellos, nunca era “demasiado alta”.
Mientras bailaba de memoria la coreografía de “Heartbeat”, ignoré el dolor que se expandía hacia todo mi cuerpo desde las puntas de los dedos de los pies, pasando por mi pequeño short siempre demasiado ajustado, y hasta los largos mechones de la peluca rosada que se me pegaban a ambos lados del rostro cubierto en sudor.
Podría hacer esta coreografía con los ojos vendados… y con las dos piernas rotas. Había hecho esto cientos de veces. Llegado un punto, mi cuerpo se movía solo, como si estuviera en piloto automático. Tan en piloto automático que, a veces, cuando terminaba de cantar “Heartbeat”, mi cabeza quedaba colgando en un ángulo un poco incómodo (porque así terminaba la coreografía), y entonces parpadeaba unas tres veces y me preguntaba dónde había estado en esos últimos tres minutos y veinticuatro segundos.
Cuando mi cuerpo se apoderaba de mí de esa forma, sabía que había hecho mi trabajo. Mi premio era la precisión absoluta con la que ejecutaba mi presentación.
Y hoy no había sido la excepción. Terminé