Como en una canción de amor. Maurene Goo

Como en una canción de amor - Maurene Goo


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      –Sí que tenemos –mentí con facilidad–. Cómo sea, me está empezando a doler la garganta también.

      Papá me dedicó una mirada penetrante.

      –¿Crees que enfermándote te librarás de esto?

      Aspiré con la nariz… porque en verdad sentí la necesidad de hacerlo.

      –¿Por qué haría algo así? Sabes lo mucho que me emociona mi primer banquete del banco y… eso.

      Mientras que el escepticismo se alineaba en su rostro, pude sentir su fobia hacia los gérmenes superando su sensor paternal.

      –Muy bien. Esto ya se está terminando de todos modos. Ve a casa y descansa. ¿Necesitas que tu madre te envíe algo de comida?

      La victoria más sencilla de la historia mundial.

      –No, estaré bien. Puedo comprar algo de arroz congee en la tienda de la esquina.

      Justo antes de salirme del salón en dirección al lobby del elegantísimo hotel, le oí murmurar muy por lo bajo algo sobre que el porridge coreano era mejor que el arroz congee.

      Mi familia no era de Hong Kong. Mis padres habían emigrado a los Estados Unidos desde Corea cuando ambos eran unos niños, y yo nací y crecí en Los Ángeles. Y luego, hacía ya un año, mi padre recibió esta oferta tan tentadora del banco que no pudo rechazar. Hong Kong es la capital financiera y bancaria de Asia.

      Siempre se trataba del dinero. Mi padre había dejado de lado sus sueños de escribir la “gran novela norteamericana” cuando la familia de mi madre lo presionó para que consiguiera un “trabajo de verdad”. Eso fue lo que lo condujo hasta el banco; y luego tuvo hijos, lo que lo atrincheró aún más en el mundo bancario. Y así fue cómo llegamos hasta aquí.

      Dos porteros abrieron las puertas dobles para mí y yo los saludé a ambos con una reverencia antes de salir. Miré la fachada del hotel desde afuera; una elegante y vertiginosa torre de vidrio rodeada de otros rascacielos, muchos ya encendidos con luces rosadas o verdes. Una leve niebla se había asentado, dándole a todo una sensación de ensueño, casi futurística. Me froté los brazos para darme calor por encima de la chaqueta. Sentía demasiado frío para la temperatura que había afuera. El calor del verano solía durar hasta bien entrado el invierno por estos lados.

      Al comienzo, extrañaba tanto mi casa que creí que iba a morir. Ahora ya me había comenzado a encariñar con Hong Kong. A veces sucede que vas a un lugar nuevo y resulta que se siente extrañamente familiar, como si en algún momento de tu existencia tú ya hubieras estado allí, como en un sueño.

      No es que quiera romantizar la idea ni nada.

      Caminé por el sendero de entrada de vehículos del hotel. Había coches de lujo esperando en fila, y uno de ellos casi me atropella. Un Escalade color negro que frenó de repente frente a la puerta de entrada. Los muchachos del valet se apresuraron a abrir la puerta trasera del coche, y de él descendió un hombre blanco de gafas oscuras y cabello rojo rabioso.

      Lo reconocí de inmediato. Era Teddy Slade, una estrella de acción norteamericana. Diablos, ¿estaba parando en este hotel? Un sexto sentido que me decía que alguien estaba a punto de hacer algo prohibido o incorrecto hizo que lo siguiera hasta el lobby. Él se dirigió directamente hacia el elevador, cuyas puertas alguien estaba manteniendo abiertas para él.

      Una mujer con gafas negras y un tapado oscuro entró justo después que él.

      La mujer tenía el perfil distintivo de la superestrella de Hong Kong, Celeste Jiang. No podía creerlo. De inmediato, le envié un mensaje a Trevor Nakamura:

      Estoy viendo a Teddy Slade en el Skyloft Hotel en este instante. Celeste Jiang está con él.

      Trevor era el editor general del sitio web más grande y ruin de todo Hong Kong: Rumours.

      Y yo trabajaba para él.

      Me respondió de inmediato.

      Todos han intentado capturar este momento. ¿Puedes tomarles una foto?

      Durante los últimos cuatro meses, había estado trabajando con Trevor, consiguiéndole fotografías siempre que podía. Mis padres, claro, no tenían idea.

      Le respondí.

      Sí, puedo.

      Luego, miré los números mientras el elevador avanzaba. No se detuvieron hasta llegar al penthouse del edificio.

       Los tengo.

      Recibí una calurosa bienvenida cuando llegué a la recepción. Los hoteles elegantes tratan bien a todos porque uno nunca sabe a quién le está hablando en realidad. Podría haber sido el hijo de Jackie Chan.

      –Buenas noches, señor. ¿Cómo puedo ayudarlo? –una jovencita muy educada con un leve acento fue quien me recibió. La evalué. Sabía que en hoteles como este no dejaban ingresar a las personas que no eran huéspedes. Había una razón por la que las celebridades siempre lo elegían. Era un hotel pequeño y el personal probablemente reconocía a la mayoría de las personas que allí se alojaban. La discreción lo era todo.

      Le regalé una veloz sonrisa encantadora y me apresuré a leer su nombre en el broche que llevaba en la chaqueta.

      –Hola, Jessica. Me encontraré con un amigo que se hospeda aquí en este hotel. ¿Crees que puedo quedarme por aquí mientras lo espero? –le sostuve la mirada, tal vez por un segundo más de lo permitido.

      Se sonrojó y me devolvió la sonrisa.

      –Ah, sí, claro. El lobby junto a los elevadores será mejor. Así su amigo podrá verlo apenas baje.

      –Gracias, Jessica –toqué con mi mano su antebrazo para acompañar mi agradecimiento y me dirigí al lobby. Convencido de que Jessica seguía mirándome, me senté en uno de los confortables sillones de terciopelo azul oscuro y saqué mi teléfono, como si estuviese enviando un mensaje de texto a mi amigo. En realidad, estaba buscando algo de información sobre el hotel. ¿Habría más de una habitación en el piso del penthouse?

      Sí. Había dos. Fácil.

      Esperé unos segundos antes de volver a mirar a Jessica, que ya estaba ocupada atendiendo a otro huésped. Estudié el lobby rápidamente. Luces bajas y muebles elegantes. Y flores. Muchos arreglos de flores.

      Sonó el timbre del elevador, y yo levanté la mirada. Una pareja con acento australiano descendió y una mujer asiática con bufanda ingresó. Yo me puse de pie, me apresuré a tomar uno de los arreglos florales en una de las mesitas de café y me metí en el elevador detrás de ella, asegurándome de quedar ubicado en una de las esquinas.

      El ramo era más grande de lo que me había parecido que era en la mesa, y casi aplasto a la mujer asiática con él. Ni siquiera podía verla. Espiando por entre las flores, llegué a ver el número “17” encenderse cuando ella colocó su tarjeta sobre el sensor.

      Claro. Cada huésped tenía una estúpida tarjeta magnética para poder seleccionar su piso.

      –Demonios, no llego a tomar mi tarjeta con esta monstruosidad que me han encargado entregar –dije en un acento británico–. ¿Le importaría presionar el botón para el penthouse?

      La mujer largó un suspiro y luego la oí pasar nuevamente su tarjeta y presionar el botón para el penthouse.

      –Muchísimas gracias –dije detrás de los anturios y las hojas. La mujer no respondió.

      Usted tranquila, señora. A quién le importa si acaba de dejar entrar en el hotel a la versión coreana de Charles Manson, ¿verdad?

      La mujer se bajó en su piso, y yo respiré aliviado.

      –Buenas noches –le dije mientras ella descendía. Tampoco respondió, y las puertas se cerraron detrás de ella–. No voy a extrañarla.

      El


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