Como en una canción de amor. Maurene Goo

Como en una canción de amor - Maurene Goo


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asintió con la cabeza.

      –Bien, creo que recuerdo haber visto algunos jugos y unas ensaladas en el menú.

      No llegué a responderle porque el dibujo de una hamburguesa estaba danzando encima de su rostro. Hubiera matado por ir a un local de hamburguesas en ese mismísimo instante. A veces extrañaba Los Ángeles. Empujé las ganas por entre los recovecos de mis costillas, como siempre hacía. Si dejaba que las ganas se apoderaran de mí, entonces jamás podría seguir haciendo esto. Extrañar, como tantas otras cosas, era un lujo que no podía darme en ese momento. Iba a tener que lidiar con el sentimiento más tarde. Siempre más tarde.

      Ji-Yeon ordenó la comida, y luego se apareció en el pasillo para avisarle a Ren que pronto alguien extraño llegaría con el servicio de habitación. Ren solía quedarse junto a mi puerta toda la noche. Había más guardias de seguridad en el lobby y en el coche también, por las dudas.

      Podía parecer algo exagerado, excepto cuando una vez uno de mis fans sasaeng (súper fans que rozan el acoso) estaba esperándome en la parte trasera de mi coche.

      El skyline de Hong Kong se veía colorido y dramático y prácticamente invadía mi habitación de hotel; la pared de puras ventanas me hacía sentir como si estuviese flotando en el cielo. Los edificios eran enormes y estaban tan cerca unos de otros que parecían piezas de papel y luces de neón superpuestas. Cuando me acerqué más a las ventanas, Ji-Yeon cerró las cortinas bruscamente, marcando el final de tan romántico instante. A pesar de estar tan cansada que podría haber dormido unos cien años, la antigua ansiedad nocturna se impuso.

      De niña, odiaba el anochecer y los rituales inminentes de la hora de irse a la cama: lavarse los dientes, colocarse el pijama, apagar las luces. Una sensación de terror me perseguía a medida que el día se acercaba a su final.

      –Aquí tienes –Ji-Yeon colocó un pequeño plato junto a mi mesa de luz. Dos pastillas para dormir y un Ativan. Las pastillas eran las estándar, las que todos tomaban. Pero el Ativan… Eso era top-secret. Las enfermedades mentales seguían siendo tabú en Corea del Sur y, si alguien descubría que yo estaba tomando medicación para manejar la ansiedad, bueno, entonces…

      La princesa adicta del K-pop

      La prensa coreana me comería viva. El resto de Asia seguiría sus pasos. Y luego mi carrera colapsaría, como una estrella que cedía finalmente ante la gravedad.

      Al tomarlas, mis largas uñas rasparon el plato. Las coloqué sobre la palma de la mano, y las tragué con un poco de agua.

      Después de armar mi cena, que consistía en un mix de verdes con un aderezo liviano de aceite de oliva y una guarnición de almendras, Ji-Yeon se dirigió a su habitación y me dejó sola. Aunque codiciaba mi privacidad, también tenía problemas para conciliar el sueño estando sola. La compañía de Ji-Yeon era reconfortante y era una de las pocas cartas de diva que solía utilizar.

      Pero esta noche me inquietaba mi inminente debut norteamericano. Necesitaba un poco más de ayuda que la de siempre.

      Hice a un lado mi ensalada y llamé a mi madre por FaceTime. Era muy temprano para ellos, pero no se quejaron. Mis padres siempre se hacían un tiempo para mis llamadas, porque no eran muchas mientras estaba de gira y pasaba mucho tiempo entre una y otra.

      El teléfono sonó tres veces y mi madre atendió. La pantalla quedo oscura y borrosa durante unos segundos antes de que se ajustara a su rostro, los ojos separados de la nariz, los mechones de cabello ondulado enmarcándole el rostro suave.

      Me estudió a través de la pantalla.

      –¿Sucede algo? –ese era el típico saludo de mi madre.

      –Hola, Umma. No, todo está bien. Solo llamaba –dije con la voz ahogada. Habían pasado tres semanas desde la última vez que habíamos hablado. Ver y oír la voz de mi madre me quitó de inmediato la seguridad de estrella del pop. Era yo misma otra vez.

      El rostro de mi padre también apareció en la pantalla, y ella quedó hecha a un lado. Él se colocó las gafas para verme mejor; su cabello se veía desaliñado.

      –¡Ah! ¿Qué haces aún despierta? –mi padre siempre se veía como un profesor loco en una escuela de hechiceros.

      –Son apenas las diez –dije, riendo, observando a mis padres disputarse el espacio en la pantalla–. ¿Te desperté?

      Mi mamá hizo un gesto con la mano, como pidiéndome que no exagere.

      –A mí no. Yo me despierto más temprano que tu padre ahora.

      –¿Ah, sí? ¿En qué mundo? –dijo mi padre, mezclando algo de coreano y de inglés, como siempre hacía–. Tal vez esta semana, porque…

      –Está mirando esa cosa llamada Juego de tronos –interrumpió mi madre–. No sé cómo puede ver eso antes de irse a dormir. Es horrible –dijo encogiéndose de hombros.

      –¿De verdad estás viendo eso? –le pregunté sorprendida–. Padre, eso es muy violento. Además, ¿llegas a entender el argumento?

      Mi madre lanzó una risotada y mi padre se levantó las gafas, nervioso.

      –Bueno, bueno, está bien, parece que tu padre ahora es un babo.

      La palabra coreana para “tonto” jamás fallaba, siempre me hacía reír.

      –No, eso no es cierto –protesté–. Tiene demasiados personajes y es un mundo de fantasía complicado –dejé de hablar cuando una explosión de color blanco y ojos negros cubrió la pantalla de repente. Era Fern, la perra pomerania de mis padres. Todo fue caos durante unos segundos mientras mi madre intentaba sujetarla en brazos para tomar una selfie. Su nariz contra la cámara me hizo reír; y luego oí una voz que se quejaba en el fondo.

      –Dios mío, ¿por qué tienen que hacer tanto ruido tan temprano?

      Ah, el tono inconfundible de una irritada niñita de quince años.

      –Tu hermana está al teléfono, ¡di hola! –dijo mi padre mientras movía el teléfono para que yo llegara a ver el rostro de mi hermana. Era como el mío, pero no. Sus mejillas eran más regordetas, la boca era más grande, los ojos eran más grandes.

      –Hola, Vivian –le dije.

      –Hola –saludó en voz baja–. Odio FaceTime.

      –¿Qué anduviste haciendo hoy? –le pregunté, aunque ya sabía la respuesta.

      –Nada –Vivian no solía mirarme a los ojos demasiado, pero llegué a ver cómo su mirada se detenía en mi rostro unos instantes–. ¿Te hiciste microblading?

      Pasé mi dedo índice por mis cejas naturales.

      –No.

      –Se ven extrañas.

      Nada como una hermana menor para bajarte el ánimo.

      Mis padres intercedieron, hablando de sus planes para el fin de semana. La normalidad de todo el asunto se sentía muy bien. Al fin una conversación fuera de mi trabajo, mis horarios, mis fans.

      Cuando bostecé, mi madre frunció el ceño.

      –Deberías ir a la cama ahora mismo. Has tenido una larga gira, y ahora debes prepararte para The Later Tonight Show, ¿no es así?

      Asentí con la cabeza.

      –Sí. El lunes. Irán a verme, ¿verdad? –estarían esperándome en el camarín luego de la grabación.

      –¡Por supuesto! –dijo mi padre–. Nos aseguraremos de que comas bien para que luego tengas mucha energía.

      Las expresiones de preocupación en sus rostros me destrozaron el corazón una vez más. Traté de mostrarles mi mejor sonrisa.

      –No se preocupen. He comido muy bien en esta gira. Muchos dumplings y noodles y esas cosas.


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