Como en una canción de amor. Maurene Goo
esto. Sabía de los sacrificios que mi familia estaba haciendo para traerme hasta aquí. Lo mínimo que podía hacer era hacer que no se preocuparan por mí.
Cortamos la comunicación y sentí que mi ánimo se desplomaba todavía más. ¿O acaso serían las píldoras para dormir? Sentía las extremidades pesadas, pero mi mente no paraba de funcionar. Me metí en la cama sin siquiera lavarme el rostro ni los dientes. El cubrecama blanco prácticamente me devoró; las sábanas lujosas se apoyaron sobre mi pijama, frescas y acogedoras. Estaba bien abrigada, un hábito que había adoptado viviendo en Corea.
La primera noche en el campamento de entrenamiento, me había ido a dormir con un top y mis interiores, y las otras niñas se burlaron de mí incluso terminado el verano. Vamos, niñas, ¡es solo ropa interior! O, como yo las llamaba, ppanseuh, la palabra que usaban mis padres para las prendas íntimas. Una cosa más que me dejaba en ridículo. Aparentemente, esa era una palabra japonesa muy antigua que solo las abuelas utilizaban. Los niños bien decían “panties”, como en inglés. Pero a mí esa palabra me ponía nerviosa. Y nadie dormía solo en “panties”.
Saben, mis botas me molestaban todo el tiempo últimamente. Era como si alguien gritara: “¡No dejen que Lucky use zapatos sin tacón, Dios no lo permita! ¡Mide un metro setenta! ¡ESO… SIGNIFICA… MUY… ALTA!”.
Cuando pensé en mayúsculas, las pastillas ya estaban surtiendo efecto. Di vueltas en la cama, golpeé la almohada unas cuantas veces. No sé si era el hambre que tenía o qué, pero no podía dormirme. Tenía que levantarme temprano para practicar. No podía hacer un papelón en The Later Tonight Show. No, señor.
Mmm… Hamburguesas.
Ese era el problema. Seguía tan hambrienta como antes. Me deshice de mis sábanas y abrí la maleta. Me dejé la camiseta térmica puesta, pero me quité los pantalones del pijama y los cambié por unos jeans negros rasgados. También tomé mi gorra favorita de béisbol (una de color verde oliva que no llamaría jamás la atención). Mi peluca rosada estaba siendo custodiada por Ji-Yeon y ya lejos de mi cuero cabelludo… gracias a Dios. Así que me coloqué un tapado color beige claro y busqué mi calzado, pero no lo encontré por ningún lado.
–Nota para mí misma –murmuré–. Alguien me está robando los zapatos –busqué las pantuflas blancas del hotel debajo de la cama. Eso sería más que suficiente.
Estaba a punto de abrir la puerta y salir cuando recordé quién estaba allí fuera. ¡REN! Di un golpe a la puerta con el puño y caí de rodillas.
Luego, me enderecé. Mi cabello volvió a su posición. Yo era inteligente. Todo el mundo lo decía, incluso si solo era porque a mi sello discográfico se le había ocurrido decir que yo había estudiado en Harvard.
Ja… ja… ja.
Sí, está bien, había hecho el intento de ingresar en Harvard en mis épocas de almuerzos a base de patatas y mientras aprendía a hacer piruetas en el sentido contrario de las agujas del reloj.
Vamos. Piensa, Lucky, piensa.
Luego de un segundo, golpeé la puerta suavemente.
–¿Ren? –dije en una voz patética y suave.
–¿Sí? ¿Te encuentras bien? –la voz de Ren retumbó del otro lado de la puerta.
–Nada muy importante, pero… Ji-Yeon está durmiendo ya, y necesito una medicación. Es para mis calambres menstruales.
Pude sentir el asco a través de la pesada puerta.
–Lo siento –agregué con voz dulce.
–¿Qué es exactamente lo que necesitas? –preguntó, haciéndose el fuerte.
–Midol. O su equivalente chino. Diles para qué es, y ellos sabrán qué darte.
Lo oí refunfuñar por lo bajo y esperé a que el sonido de sus pasos pesados desapareciera. Unos segundos después, abrí la puerta y espié el pasillo. Estaba en el piso de los penthouses porque necesitaba privacidad, así que no había una sola alma a la vista.
Cerré la puerta suavemente, y me apresuré a avanzar por el pasillo. Corrí, marché, y luego volví a correr. ¿Cuál sería la mejor manera de escaparse sigilosamente?
Los elevadores estaban al final del pasillo, había uno abierto y esperándome. Corrí hasta llegar al interior y presioné el botón “1”. Me relajé apenas un instante, porque luego una mano apareció de la nada y detuvo el cierre de las puertas. Maldición. Di un paso para atrás y me ubiqué en el rincón, ocultando mi rostro.
–Gracias –dijo la voz masculina. Levanté la vista. Era un muchacho joven y asiático con una chaqueta en la mano. Me apretujé aún más contra el rincón para quedar lo más lejos posible de él, pero no me estaba prestando atención a mí.
El tipo sonreía y observaba todo con una especie de orgullo. Luego se quitó la camisa de dentro del pantalón y se despeinó el cabello.
Quería mirarlo. Era un muchacho raro. Raro, pero lindo. Con un cabello increíble. Alto. Hombros anchos y brazos largos. Pero con una vibra muy extraña, sin duda; una especie de euforia maníaca. Cuando lo oí reírse por lo bajo, me apreté aún más contra la pared del elevador. Loco.
Intenté calmar mi corazón acelerado, rogando que no se nos unieran más personas. Por suerte, así fue. Recién volví a respirar cuando el elevador se detuvo en el primer piso.
Cuando salí, estaba en un pasillo alfombrado, pero no era el lobby. Miré el elevador por si me había confundido.
–Si buscas la planta baja, ese sería el nivel “G” –dijo el muchacho desde dentro, apenas levantando la vista de su teléfono.
Con todo el orgullo que pude recuperar en ese instante, mentí.
–No, aquí venía –y me fui. Es verdad que no sabía dónde diablos estaba. Ni tampoco recordé que llevaba pantuflas.
Hoteles. Yo sabía de hoteles. Iría hasta el lobby y preguntaría lisa y llanamente dónde conseguir las mejores hamburguesas. Así que busqué las escaleras y bajé otro piso.
¡Qué fácil fue! ¡Lo logré! Festejé mientras nadie estaba mirando. Esto es demasiado sencillo para ti. Recuerda aquella semana que dormiste solo ocho horas en total y debiste ser hospitalizada por deshidratación luego de los MTV Asia Awards. Esto de fugarse no tiene nada de especial si lo comparas.
El lobby se veía impecable y simple. Mis representantes siempre me anotaban en hoteles boutique bien discretos, con la esperanza de que fueran mejores escondites que las grandes cadenas.
Dos de mis guardias de seguridad hablaban ávidamente con el aparcacoches y no me vieron cuando me detuve frente al mostrador de la recepción porque me ubiqué estratégicamente junto a una maceta con una pequeña palmera.
–Hola –saludé con la que esperaba que sonara como una voz normal y relajada–. ¿Podrían indicarme en dónde encontrar la mejor hamburguesa sin tener que ir demasiado lejos?
Uno de los jovencitos detrás del mostrador sonrió, atento.
–Claro, señorita. Hay un restaurante al estilo norteamericano en el centro comercial que está conectado a este hotel –su cabeza giró en la dirección de la puerta, pero luego me miró otra vez y supe que me había reconocido.
Maldición. La gente podía reconocerme incluso sin el cabello rosado. Me ajusté la gorra.
–Muchas gracias –le dije cuando ya me había dado vuelta para irme.
Avancé y crucé las puertas dobles de vidrio en dirección al centro comercial.
Los centros comerciales en Hong Kong eran cosa seria. Este era gigante, un laberinto infinito de vidrio y granito gris, con muchos niveles y dispositivos de iluminación esculturales que brillaban por doquier.
Me quedé quieta