Outsiders. Sebastián Alejandro González Montero
la situación de vivir con alegría implica una investigación sobre el sujeto que desea, no lo que le es preciso, sino lo que conduce al gozo, al agrado, a la duración, a la intensidad. El enriquecimiento y la ampliación de las propias posibilidades de acción se constatan en el justo momento en que se desarrolla la disposición a no encontrarse en un sitio fijo e insano. Es siempre una grata experiencia la de no encontrarse en el mismo lugar cultivando la habilidad de conectar con aquello que sirve a la prolongación de la propia potencia y a la duración del goce y el deseo. La melancolía ininterrumpida se contrarresta con el gusto de cambiarse por la alegría de buscarse nuevas perspectivas. La ilustración de ese punto de vista la encontramos privilegiada en aquellos guiados por ánimos vitales. O sea, en aquellos para quienes tiene sentido decir:
El mundo de donde soy y mi propia manera de existir no me satisfacen en nada. No me gusta identificarme conmigo. Mi hechura por primera, lo que soy después de nacer al hacerme individuo en la historia y sociabilidad, no puede ser lo único que tenga cabida en mí. El pasado no me representa completamente. Es la aspiración de largarme de mi cuerpo, de mis cosas, de mi casa, de mi rostro fijo, de mi historia y mi memoria lo que me impulsa.
¿Cuáles son las posibilidades de existir alegremente? ¿Qué programas y movimientos hablan de búsquedas joviales? Digamos que acerca de las preguntas tiene sentido plantear la siguiente hipótesis de trabajo: habría existencias, posibilidades, maneras de ser, de sentir y de pensar que presentan esquemas de trabajo, prácticas y dinámicas capaces de negar abiertamente la normalidad de la vida diaria, las herencias de generaciones anteriores, el archivo de los conflictos y las violencias pasadas, los horrores del desconocimiento y el espanto. Puede suponerse, pues, que existen dramas e historias que hablan de luchas formidables por encontrar el elemento activo de la vida. Elemento que sería propio de la alegría y la jovialidad, personal o colectiva, cuyos rasgos sirven para pensar el motivo constante de cualquiera que quiera algo más que regodearse en el pasado.
Hagamos un resumen. Sin querer pasar de ridículos, y sin que necesariamente deba entendérsenos como afectados de cursilería sentimental, quisiéramos decir que una réplica de la melancolía, con tintes de jovialidad, tiene que ver con el gesto de afirmar la vida y de preservar las posibilidades instaladas en el presente. Se consigue mucho así. Alguien que recuerda, aún ante la muerte, las satisfacciones de la amistad, de la complicidad amorosa con los demás, de los proyectos a emprender, de los regalos que ofrece el contacto sano con los demás, de los provechos de la resistencia y el activismo, de las insospechadas luchas por perseverar en la propia capacidad, etc., sabrá, en última instancia, que puede soportar todo tranquilamente. Quizá sea la mejor manera de ensalzar el hecho de que existen cosas más fuertes que la muerte.3 Esto es tan definitivo que conlleva la siguiente idea: las cosas que pasan, las situaciones de la realidad acontecida, los hechos en general se instalan tan profundamente en nosotros que se puede estar persuadido por momentos de que todo lo que se vive no es más que obligaciones y eventos por mucho pesados. Es natural el pesimismo que se deriva de esa confirmación. Cuando algo terrible ocurre, cuando la violencia acecha, cuando se pone en riesgo lo más querido, ¿cómo no pensar negativamente?, ¿cómo no tener la sensación de que todo es terrible, inhumano, doloroso, decididamente insoportable, violento, etc.? De todos modos, a pesar de que el pesimismo se funda en constataciones reales y muchas veces dolorosas, vale la sospecha de que existen intentos de invertir la realidad y de lidiar con sus condenas. Intentos que deben ser pensados en reconocimiento de las alegrías extravagantes, los devenires y las fugas, cuya naturaleza expresa escenarios importantes de lucha jovial y libertad.4
§ 1. No +
Donde la vida vulnerada nos deja suspendidos ante el terror y el dolor, debemos recoger toda afirmación de la vida misma. Lo cual bien pudiera representar una empresa cuando menos irrisoria. Y, sin embargo, ¿qué otra alternativa habría? Afirmar que la vida es una idea difícil de defender a la luz de los acontecimientos que aquí importan. Sabemos de personas envenenadas por el odio, hundidas hasta el cuello por la desesperación y la angustia sembrada por años de violencia, maltrato, violación, desaparición, tortura, muerte. Sabemos de personas víctimas de actos desgraciados para quienes el pánico y el espanto son noticia de primera mano. Aquí ha habido muertos, desterrados, desaparecidos, masacrados. Nuestra historia está atiborrada de capítulos de sangre, quebrantamiento, asesinatos, sevicia, despojos, extorsiones, etc., que configuran modalidades y repertorios de violencia cuyas dimensiones son, en varios sentidos, difíciles de medir (cfr. GMH, 2013, pp. 31-34).
No existe abstracción en el asunto. El testimonio de lo vivido en estos tiempos es fundamental. Crónicas y narraciones manan por todas partes como registros lúcidos de la experiencia vivida, del tiempo experimentado de la violencia y el conflicto armado. Crónicas y narraciones que dejan ver la situación cotidiana, capilar, “micro”, si se quiere existencial de lo que a veces, en una imagen detenida, aparece en cifras, recapitulaciones históricas, itinerarios cronológicos del pasado. Se trata de voces heterogéneas, expresando acontecimientos de sentido múltiple, que florecen en la escena pública hablando de cómo fueron las cosas con el detalle de quien habla de sus mañanas, de sus tardes, de sus días, de sus pensamientos, de sus emociones, percepciones, impresiones, ideas, etc. (cfr. Castro Caycedo, 2013; Molano, 1999, 2000, 2001, 2011).
Tan solo con una pequeña aproximación es suficiente para percatarse del modo en que las narraciones y las crónicas refieren el oprobio, la ignominia, la bajeza, la infamia, el desprecio y la degradación. Allí están las voces de mujeres, niños, adultos, ancianos, indígenas, todas personas cotidianas (llamadas técnicamente “población civil”), cuyo destino se vincula al remate de bandos, al enfrentamiento de actores armados con supuestas motivaciones legítimas, con pretendidas razones políticas y hasta con apasionadas reivindicaciones de justicia social, redistribución, equidad y demás. Todo en un tinglado de causas, factores, actores, motivos, inspiraciones y doctrinas, cuyo resultado tal vez solo sea la historia de la negación, la violencia, la muerte —lo que, en general, aquí vamos a llamar terror y dolor. Las voces de los sobrevivientes, las narraciones de sus vidas y de las de quienes ya no están aquí, son las voces que dejan ver, que ponen de relieve la experiencia de quienes no tuvieron a dónde ir, de quienes huyeron de la noche a la mañana, de líderes desterradas, de mujeres sin familia y de familias sin mujeres, de humanos a quienes la muerte no descuidó (cfr. Castro Caycedo, 2013, pp. 101-129).
Ahora bien, lo cierto, tan cierto como una certeza incontestable, es que una brisa atraviesa la penumbra cuando otra vez una mañana se encarga de hacernos saber que la vida aún sucede (cfr. Sloterdijk, 2008, p. 315). Ocurrido el terror, hecho realidad sobre mí y sobre quienes más quiero, existen dos posibilidades: la reacción de la venganza y el resentimiento, continuadores de los males acontecidos, o la actividad inmoderada, superior a lo ocurrido, valiente y luchadora de ocuparse de las condiciones de la vida, de aquello que la celebra, la mantiene, la hace durar, la expone a sus máximos de posibilidad, la hace intensa.
Siempre es mejor pensar que cualquier actividad luchadora, contestataria, rebelde, hecha para la denuncia, beligerante, lo es en efecto porque es producto de la afirmación. El rechazo frontal al mal que nos hacemos es pálido si no está impregnado de vida y pasión por la vida. Resistirse, negarse a obedecer, luchar por lo propio, defenderse, sentar reclamaciones, etc., son gestos nacidos al hilo de la reyerta o la contienda, gestos de un “No” pronunciado frente a aquellos que sirven a los fines de lo peor, del miedo, de lo bajo, de lo que arrastra hacia la nada. Legítimo y justificado “No” que, a pesar de todo, debe ser comprendido más allá de la idea de que negar, luchar, resistirse, etc., son actividades que sacan su fuerza de la oposición, de la contradicción. Resistirse, negarse a obedecer, luchar por lo propio, defenderse, sentar reclamaciones, etc., deben ser comprendidas como actividades de afirmación de las que, por ser precisamente actividades, germina toda potencia guerrera. A las fuerzas del terror y el dolor hay que contestar con fuerzas de afirmación luchadoras, que al mismo tiempo representen alegría, vida, placer, y esta vía es una interesante opción respecto de la preocupación de redimir las culpas en algún más allá metafísico y de encarar las responsabilidades en el más acá jurídico. La afirmación de la vida es relativa a la idea de buscar la vida deseada por sí misma, experimentada en sí misma y por encima de aquello que la niega, subordina, opaca.
¿Tiene sentido la defensa