Outsiders. Sebastián Alejandro González Montero

Outsiders - Sebastián Alejandro González Montero


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      […].

      Cada vez que pienso en ese momento me sale por el ojo visor, el que se usa para apuntar, su cara de miedo cuando se me vino encima. Digamos que me tenía miedo o que me tenía celos. Eso quedará así […]. Tengo todavía la carrera en la garganta cuando recuerdo el salto que di sobre su cuerpo, el salto que di al salir de la discoteca […]. El salto que dio la voladora y el viento del río que me fue devolviendo el resuello. Matar es matar. (Molano, 2011, p. 89)

      Por supuesto, no se trata de pensar la narración en términos de la idea simplista del hombre “malo”. En la narración, se pueden encontrar diversas preocupaciones, muchas loables y cercanas a cualquiera de nosotros, que hacen contraste con el testimonio de la violencia, las armas, la muerte. Preocupaciones como esta: estando ad portas de la pobreza extrema y con la responsabilidad de su familia a cuestas, el Abeja dice:

      Conversamos y el arreglo fue: “Yo me voy para Neiva, busco levantarme otra vez y la llamo cuando tenga dónde cobijarnos” Neiva no está lejos. Ellas [su esposa y su hija] podían pasar de un día para otro. Así que hice mi atado y al Huila fui a parar con la ilusión de trabajar a lo bien. Aunque yo no había aprendido sino a manejar finca con ganado y a cultivar coca, pensé que algo encontraría para sacar a mi familia adelante. (Molano, 2011, p. 93)

      Otras situaciones por el estilo afloran en la narración. La preocupación por los hermanos. La angustia por el destino de su padre. Las ganas de salir adelante haciendo bien los trabajos que se consigue a cada paso. El gusto por el reconocimiento que sus jefes le ofrecen. Molano se cuida de registrar los variados asuntos que competen al personaje de la narración. Cuidado que obliga a reconocer que, en realidad, en la guerra y en la pobreza no todo es blanco y negro. Molano lo ha mostrado con recursos en muchas de sus historias de vida —Mujeres en la guerra, de Patricia Lara, iría en similar dirección (cfr. 2014). Asuntos, claros y oscuros, y muy matizados, están en juego: las disputas entre guerreros, las jerarquías de los comandos, la pobreza de la gente y los medios para conjurarla (i. e. el uso de la tierra y la producción de coca), los mecanismos de chantaje (i. e. “la obligación” como sistema de endeudamiento), los sectarismos, las visiones salvíficas, la sexualidad, la relaciones amigo-enemigo, las apuestas ideológicas que llevan a logros y fracasos, el rol de las mujeres y sus padecimientos, etc. En medio de todo eso (y la lista no es exhaustiva), el relato “El Abeja” representa una historia de vida que recuerda el imperativo general del personaje en cuestión: “Subsistir”. “Subsistir como pasión”, esa es la guía de sus acciones.

      Piénsese en “El Abeja” como en la historia de un personaje entrador. Su apelativo no es equivocado: es muy trabajador, andariego y preocupado porque la vida no se lo lleve por delante. Al tiempo que se enorgullece de cosas buenas (por ejemplo, de que su madre se dedicará, durante mucho tiempo a servirles a los demás, principalmente a los niños de su comunidad, a los que enseñó a leer y a escribir), es capaz de referir los aspectos más crudos de sus distintos oficios (cfr. Molano, 2011, pp. 83-84). Hizo trabajos con la coca. Hizo trabajos con ganado. Construyó puentes. Se dedicó mucho a las discotecas, las mujeres, las armas, el alcohol. Sus asuntos lo llevaron al ruido de “los cidis”, en las noches de dinero y trago, tanto como a la muerte y los duelos de asesinos y los arreglos con las armas —“uno en manos de un hombre enfierrado poco o nada puede opinar”, dice refiriéndose al negro Joaquín Gómez (cfr. Molano, 2011, pp. 84-88 y 90).

      Hablemos unos instantes más del tema. De trabajar en las líneas que sirven para llevar y traer mercancía por trochas y demás caminos, el Abeja queda confinado en la cárcel —episodio que le cuesta su familia, en primera instancia, y luego sus bienes (Molano, 2011, pp. 102-103). Queda el asunto expuesto así:

      Me juzgaron en un par de semanas, me condenaron. Me habían cogido con las manos en el timón de un carro con diez y siete kilos y ochocientos gramos de cocaína de la “más alta pureza”. Cierto: nuestro cristal era el más fino que salía del Caquetá. Esa cuenta sumó seis años. Mi padre se movió rápidamente, pero Marlene fue más viva. Yo le había aceptado eso de que “las niñas tienen papá”, y les habíamos hechos los papeles con Bienestar. En el juicio estuvo con las niñas. Me preguntó: “Papi, ¿quiere que le ayude?”. Las niñas lo necesitan. “Sí”, le respondí, sabiendo lo que me iba a pedir: “¿Dónde firmo?”. Firmé, cerrando los ojos, un poder universal sobre mis bienes. Hechos los papeles, vendió el apartamento y hasta el sol de hoy. (Molano, 2011, p. 103)

      Los siguientes pasos fueron las Convivir en el Huila. Donde no duró mucho porque cualquier día le dijeron:

      Mire, se la están preparando a usted. Usted ha dado mucha información y le tienen montada una celada. Usted sabe que el que mucho sabe, mucho aprieta y por eso lo pasaportean. Mejor váyase, mejor pobre y desempleado que muerto. (Molano, 2011, p. 106)

      Por supuesto, sale huyendo. Y termina en Ecuador corriendo en una travesía casi eterna por Bucheli y Cacahual, el Cabo y Ancón de Sardinatas y, finalmente, por San Lorenzo (Molano, 2011, pp. 107-108). Allá conoció lo que ya conocía desde tiempo atrás: hombres armados, tránsitos arreglados, enemigos prevenidos por la fuerza de su fama de matón y regio mandadero; otra discoteca, más mujeres, más jefes de zona y más muertos (Molano, 2011, pp. 109-114).


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