Outsiders. Sebastián Alejandro González Montero
la existencia en el miedo, en la ira y en el resentimiento. Usaremos el punto de vista del superviviente para redondear el asunto —avanzado de cerca de las reflexiones de Canetti en Masa y poder (cfr. 2007, pp. 266-330). La idea es señalar que el personaje del superviviente habla de la existencia del que teme y salvaguarda su integridad siguiendo el guion del iracundo resentido que gusta de la violencia y las agresiones como medios para vivir en escenarios de competencia. En el teatro de la supervivencia (que es el mismo de las fieras y los gladiadores iracundos), veremos privilegiadamente concentradas las características del miedo, la ira y el resentimiento. Para ilustrar el problema general, recuperamos reflexivamente una narración particular venida del escenario del conflicto armado contemporáneo en Colombia. Creemos que el recurso narrativo posibilita la reflexión informada sobre devenires y experimentaciones —Molano dice expresamente: “sobre procesos vivos” (2006, p. 16)— frente a los que se puede reaccionar pensando en las vivencias a las que conducen el miedo, la ira y el resentimiento.5
§ 1. Miedo
La mejor vía no invasiva ni sustitutiva de coexistir y relacionarnos con los demás yace en la firme decisión de dejar ser. Deja ser lo que los otros son propiamente coincide con el punto de vista de quien cultiva las condiciones para que puedan desarrollar sus auténticas posibilidades de acción —haciendo igual consigo mismo, por supuesto. Justo lo contrario de lo que ocurre en el miedo, pues este no es más que medida de la impotencia, tasa de la incapacidad y el indicador de aquello que inhibe la vida. Permítase decir que el miedo es menos una sensación y más una medida. Una medida de las capacidades invertidas en su lado reactivo, impropio, inauténtico. Hablemos brevemente de la cuestión.
En situación de combate, nos hacemos gladiadores en el mismo elemento: el de la necesidad de restar las oportunidades de crecimiento, el de la obligación de eliminar los motivos de desarrollo, en el elemento que es la situación de evitar los encuentros que amplían, ensanchan, extienden... Pero no se trata de no poder o de inactividad —que son los conceptos de la muerte. El miedo es un vector que indica en gradientes negativos el modo en que nos hacemos menos, pequeños, frágiles. Tenemos miedo y nos hacemos poca cosa porque se supone que, al crecer, los demás podrían tener motivos para la lucha. Porque suponemos que, al tener valía, habría razones para merecer la muerte. Porque, al lograr cosas, pensamos se ofrecen motivos de amenaza y agravio. Porque, al buscar amigos, nos hacemos objeto de recelo. Porque, al alcanzar metas, nos convertimos en contendientes. Porque, al buscar recursos, nos hacemos competidores en el escenario de la lucha. Pacto de pasividades: yo tengo miedo. Ellos tienen miedo. Tenemos miedo. Y nos medimos en esta escala en la que las capacidades propias y las de los demás son interpretadas como portadoras de peligro. Si los demás se hacen fuertes, ya no aplaudo o elogio. En su lugar, siento miedo. Miedo de que ellos quieran acabarme. Y al contrario. El crecimiento propio es causa de competencia y rivalidad. Al querer, ellos me verán con temor. Seré su adversario. Lo cual no arroja otro resultado que la tendencia a inmunizarnos de los demás.6 Al buscar garantías de la supervivencia individual y al atesorar los recursos necesarios a la propia seguridad, no hacemos otra cosa que actuar en nombre del miedo (cfr. Espósito, 2012, p. 200; Canetti, 2007, p. 272; Blits, 1989, p. 424).
Un detalle que no debe escapar: la experiencia del miedo da lugar a la idea de que es un motor de amplio alcance. Se podría pensar que, al tener miedo, hacemos cosas, nos movemos, buscamos opciones, construimos alianzas. Y, sin embargo, es claro que el miedo traduce el peor aspecto de lo que somos capaces de hacer, incluso cuando pensamos en los demás. Lo que hacemos, sentimos y pensamos a través del miedo lleva el signo de la disminución, el decaimiento, la impotencia. El miedo sustrae a los individuos y a las comunidades la posibilidad de su propia realización. De allí que toda cosa alcanzada por miedo sea reactiva. No hay nada detrás del miedo, si se quiere. O nada más que la respuesta a las exigencias que de allí vienen. De hecho, en el miedo, solo existe la común servidumbre —que es exactamente lo contrario a la comunidad. Los vínculos en el miedo asemejan a la guerra: uno se encuentra con el otro, pero solo para atormentarse.7 “He aquí la especie humana dividida en rebaños de ganado”. Cada uno “tiene jefe, que lo vigila para devorarlo” (Espósito, 2012, p. 86). Miedo y ferocidad: esta es la terrible ecuación de la paranoica existencia del único superviviente.
¡Pero cuán extraña es esta situación de proteger la vida y al tiempo negarla! Pensando en vivir un día más, en realidad terminamos por vivir menos. Incluso dejando de vivir. El tiempo consagrado a la competencia y a la supervivencia es tiempo destinado a esfuerzos pobres por sustraer de las propias capacidades el potencial de su crecimiento alto y progresivo. De eso se trata el combate y la lucha. Ambas imágenes privilegiadas de la carrera más mortal que es aquella en la que se evita perecer a costa de uno mismo y a través de la búsqueda de los medios para que los demás sean igual poca cosa. Se ve así el instante en que vivir se hace objeto de tiranía. Pero no tanto la del hombre que ama la violencia y la aplica a todo cuanto ve.8 Es la tiranía de la supervivencia y la competencia. Mejor: es la tiranía de la guerra. La dignidad de una vida sin miedo se pierde en la necesidad de resistir bajo la creencia de que se puede perder todo en cualquier momento. Y lo peor es que podemos vernos juntos en esto. Porque ninguno de nosotros quiere la desaparición. Nadie quiere perder lo propio. Lo que representa el ángulo más reactivo posible: viviendo en el miedo veo que somos iguales porque los demás tiemblan como yo. En el fondo es lo mismo porque estamos sujetos al miedo. Este nos vincula y enfrenta. Es nuestro propio miedo. Estamos atados por él, pero también inevitablemente separados. Todo en virtud del proceso disolvente de conservar los lazos con los demás desapareciendo toda prospectiva potencial y descartando todo vínculo activo entre nosotros (cfr. Espósito, 2012, p. 68).
§ 2. Ira
El miedo prepara el escenario de la ira. Su papel es provocarla y darle sentido al mundo en litigio. Como fuerza motivante, el miedo garantiza la ira y la sostiene, convoca sus erupciones y les da unidad.9 De hecho, puede que el miedo exista antes que la ira y que incluso le continúe —es cierto que nadie sabe si una vez consumada la ira, desaparezca el miedo de donde nace (cfr. Séneca, 1987, pp. 11-14). Así que la ira es contragolpe, contrafuerza, la reacción que le sigue al miedo en muchos casos. El iracundo tiene miedo y es su miedo el que lo fuerza a responder con furia a las cosas que le agravian y le angustian intensamente. El miedo y la ira representan asuntos que van de la mano: esta es su respuesta más repulsiva, incontenible y agresiva y él es su fuente más oscura.
Es un rasgo específico de la ira crecer hasta su explosión. Sin decoro ni contención ni ahorro, la ira es energía beligerante cuya expresión es de muchas formas intensa y enardecida. Órdenes, gritos, palabras terribles, revanchas, humillaciones, golpes, degradaciones, despojos, extorsiones, despidos… hasta la muerte y la venganza: el botín para el iracundo se da del lado negativo o llega por el lado agotador, ya que solo tiene en frente una única escapatoria: la de desfogar la tensión que le ocupa con retaliaciones de naturaleza furiosa y muchas veces violenta.10 Porque el miedo es su motor, en la ira nos hacemos pequeños. Pero la ira es engañosa. Pues, aunque se manifiesta en estados de ebullición y aparentes fortalezas, en el fondo no tiene sino un único horizonte empobrecedor: el de acabar con lo que se tiene en frente siguiendo el imperativo de tener éxito, de conquistar prestigios, de acabar con los rivales, de ganar batallas.11 Uno se engaña asumiendo el miedo como motor de la acción humana, pues este no conduce sino a litigios iracundos que perduran mentalmente incluso en tiempos nuevos ya no necesariamente guerreros. Aunque alardee y grite mucho, el iracundo es débil, inhábil, porque olvida la conveniencia del trabajo colectivo, porque descuida y desconoce todo afecto y porque, en medio de su efervescencia, hace ruinas y destruye aquello que lo haría mejor y obtener mejores resultados. El iracundo se agita violentamente y aplasta precisamente todo lo que (y a quienes) habrían de garantizar su progreso y ganancias. Es toda una ironía (cfr. Séneca, 1987, pp. 14-18).
Por otra parte, el que tiene miedo muestra los dientes para no ser tomado a la ligera. En verdad, la ira se ve muchas veces confirmada en la necesidad de lustrar la propia valía en la conciencia de los otros. Lo cual puede ser terrible.12 De nuevo: la ira opera como refuerzo de la imagen propia. Por eso, el iracundo grita tanto. Por eso, hace tanto escándalo. Porque es infantil. También es ambicioso, un tanto exagerado y muchas veces sombrío y malhumorado. Sus excedidas