Outsiders. Sebastián Alejandro González Montero
al concepto de ira. Podemos suponer que la ira, además de ser una respuesta a agravios y perjuicios no triviales, es asimismo una respuesta a las necesidades de autocomplacencia.13 De allí las demostraciones de fuerza. Y por eso en medidas extremas. Por regla general, el iracundo cae en la inevitable presión de la comparación y recae muchas veces por la presión crónica del estrés competitivo convirtiéndose en ejemplo vigoroso de la hinchazón y la vanagloria de sí (cfr. Séneca, 1987, p. 38). El iracundo es un poco fanfarrón y muchas veces presuntuoso porque invierte su existencia y capacidades en fuentes de satisfacción que coinciden con la ruina de los demás. El iracundo se siente a gusto y bien consigo mismo cuando destruye. Diríamos así que el camino a la ira se traduce en la búsqueda de situaciones en las que poder hacer gala de las propias fuerzas y de las —a veces supuestas— ventajas en contra de quienes son generalmente asumidos como inferiores, enemigos y rivales.14
Permítase una acotación. Vemos este gesto en el paranoico, iracundo terrible y exaltado, para quien
[…] la sensación de ser poca cosa, negada durante largo tiempo, encuentra una solución en apariencia definitiva en la fantasía contraria de grandeza: justamente porque son cada vez más numerosas las personas que toman conciencia de su valor, estas se alían, por celos, para impedir que se reconozcan sus méritos. (Zoja, 2011, p. 33)
Tanto para el iracundo como para el paranoico (que a larga son iguales porque temen) lo fundamental es protegerse y vencer. Esa es su doble estrategia. Como siempre sospecha, como cree que el peligro está por doquier, como parte de la premisa de que hasta el más leve comentario y el más sutil gesto (incluso si es de amabilidad) podría corresponder a la presencia de planes secretos y hostilidades, el paranoico se mantiene alejado y cierra sobre sí las defensas y crea todo tipo de astucias y previsiones agresivas. El iracundo es un paranoico y, a la vez, alguien que está solo y lleno de sospechas porque insiste en querer triunfar sobre los demás siguiendo la idea de que así tendrá el crédito que tanto busca al tiempo que se fortalece contra los propósitos de sus enemigos (cfr. Canetti, 2007, pp. 272-273).
Un último paso. Hace tiempo aprendimos de Nietzsche que culpa y deudas tienen conexión antigua en el resentimiento (cfr. 2003, pp. 11-31). Conexión que sirve para señalar el hecho de que una profunda insatisfacción corre agresivamente en quienes buscan compensaciones. Digamos que el resentimiento explica la intranquilidad iracunda promovida en la ambición de llenar el vacío y la falta que dejan los impactos y los daños reales, concretos y específicos causados en uno mismo y en los más cercanos. Ese es su elemento central.15 En estas circunstancias, se reúne el potencial agresivo para malhumorados competidores y perjudicados que florecen como iracundos que regresan del agonismo político al enfrentamiento violento y las vías de hecho —desde las órdenes y los gritos hasta los golpes y las balas (Mouffe, 2003, p. 114). Tesis que podemos aplicar en nuestro contexto así: el tiempo de la ira está signado tanto por la obligación de perseguir y acabar a quien ha cometido perjuicio y causado agravio como por el compromiso con el hecho de que tenga que pagar con sangre por los actos cometidos. La ira conlleva el deseo de devolver sufrimientos. Por eso requiere cancelación y venganza (cfr. Séneca, 1987, pp. 19 y 23). El iracundo no olvida nunca. Permanece colérico en nudos del pasado que conserva por encima de salidas alternativas y de las posibilidades venideras. Dicho en pocas líneas: la ira es la manifestación pura del resentimiento, y no solo porque convoca las respuestas impulsivas y desbordantes del que tiene miedo y repele con agresiones gradualmente intensas, sino porque presenta la asociación entre perjuicios, agravios y contraprestaciones violentas.16
§ 3. Supervivencia
La ira es masculina y no representa más que ánimos asociados a la vanagloria de quien sabe que acabó con otros, de quien sabe que cobró sus deudas y al sentimiento de fortalecimiento y (falsa) invulnerabilidad que ofrece la conquista y el triunfo en los conflictos humanos.17 Estas características llevan directamente a las entrañas existenciales del superviviente. Efervescencia, pretensiones de aprobación, refuerzos en el aprecio de sí mismo, incontinencia, desborde excesivo, abatimiento de los enemigos y los contrincantes, resentimiento: estas motivaciones se encuentran enlazadas en el marco de la supervivencia y agravan el fenómeno del miedo y la ira.
Supervivencia es el término de la victoria elemental, la más básica. Mana: “el superviviente está de pie”. Ha combatido y derribado a sus rivales y enemigos. Y lo ha logrado con sus propias fuerzas y se ha fortalecido. Ahora podrá temblar todo el que quiera abatirlo (cfr. Canetti, 2007, pp. 296- 297). El superviviente se siente en ventaja. Ha quedado él y nadie más. “Se ve solo, se siente solo y, cuando se habla del poder que este momento le confiere, nunca debe olvidarse que deriva de su unicidad y sólo de ella” (Canetti, 2007, p. 266). Aquí estamos lejos de los criterios de construcción de comunidad, lejos de pensar la proximidad solidaria y la confianza, el amor o la compasión. Estamos en el terreno de la mera supervivencia. Terreno que obliga a tener que subsistir sin importar con quién, sin importar que no haya compañía, sin otro motivo que el de estar aquí por encima de cualquier otra cosa. Es fundamental este punto de vista. El superviviente quiere ganar porque derribar a los demás sirve para dar a conocer su nombre, porque la victoria sirve para que se sepa que él fue el que superó a todos y arrolló con lo que estuviera a su paso. Es que lograr el sentimiento de victoria depende de que otros hayan perdido. Así el superviviente puede verificar que lo ha hecho él, nadie más, y, por supuesto, mejor que cualquiera.18 El superviviente quiere los premios y las medallas. Por eso anhela famas en altavoz y golpecitos en la espalda —aunque a veces sea más terrible porque quiere quedarse con pedazos de sus vencidos y muertos (cfr. Canetti, 2007, pp. 298-308). De hecho, no hay nada que desee más que eso. Librar batallas contra otros redunda en la propia afirmación del superviviente haciendo insaciable su necesidad de homenajes y recompensas.
Siempre hay que tener presente la voluntad bélica del superviviente. Como dijimos, en él acabar con los demás es asunto declarado. Lo necesita. Lo demanda. Es uno de sus motivos. Por supuesto, no le importa el precio que deba pagar. Arriba lo insinuamos: entre los vencidos yace mucha de su gente. Entre las cosas que destruye está aquello que lo mantiene (y mantendría) a salvo. Pero las batallas ameritan el costo. Quiere luchar. El premio de la victoria lo vale. ¿Qué es lo que quiere el superviviente? Erguirse “afortunado y preferido” (cfr. Canetti, 2007, p. 267). Busca conservar su vida y sus privilegios (así sean nimios). Y los quiere para poder compararse con quienes han perdido y luego hacer gala del asunto. Pero, ante todo, disfruta del combate. Su capacidad de actuar siempre está en juego frente a este deseo. Tanto que es posible pensar que la voluntad bélica del superviviente tiene que ver, en parte, con un sentimiento de protección y autoestima y, en parte, con una pasión voluptuosa de competencia.19
Demos un paso más.
La fragilidad es igualitaria, diríamos democrática. Así que, como cualquier otra persona, el superviviente está expuesto. Su blandura es igual a la de los demás. Solo que su reacción es mantenerse apartado, aislado. En su temor ataca con artimañas y con armas violentas. No conoce la inmunidad que muchas veces representan los demás. Tampoco reconoce el modo en que los vínculos colectivos dan contento y seguridad real ante las angustias. Todo aquello que asume como espada y hachas en contra de sí son motivos suficientes para querer levantar “murallas y fortalezas enteras alrededor suyo. Pero la seguridad que más desea es un sentimiento de invulnerabilidad” (Canetti, 2007, p. 268). Invulnerabilidad que conlleva eliminaciones en extremo. El superviviente cree alcanzar salvaguarda por medio de la derrota de sus contrincantes y del vencimiento de las situaciones adversas. Diríamos, incluso, que se avergüenza del reconocimiento de la necesidad mutua. Debe ser un ganador. El riesgo de perder y la necesidad de recompensa en la victoria no hacen más que reforzar su actitud hostil, pues asume que la fortaleza viene de someter y piensa que, al hacerlo frente a más y más enemigos y obstáculos, más y más oportunidades tiene de alcanzar la inmunidad buscada.
Ahora bien, la pasión de sobrevivir es voluptuosa y explota en pequeños placeres oscuros e insaciables (cfr. Canetti, 2007, p. 270). La satisfacción del que sobrevive estalla por los triunfos alcanzados. Pero, además de ser una motivación jactanciosa, es una motivación de creciente demanda y tanto más intensa cuanto más dura es la carrera y más son los vencidos y más prestigiosos son los premios,