Famulus. Romina Paredes
cuerpo fue cada vez más ajeno. Mi obsesiva exigencia me desconectó de él. Me acostumbré a desayunar jugo de naranja con vodka en un intento por calmar las náuseas y el temblor de mis manos. Cada botella terminada era una competencia menos en mi memoria. El alcohol parecía darme una confianza inusitada; por primera vez, sentía que decidía por mí misma.
En los bares me exaltaba hablando sobre mi carrera de nadadora. Así me di cuenta de que no sabía explicar mi vida sin mencionar las competencias. Uno que otro amigo intentó rescatarme de mí misma, pero en todos veía a la entrenadora o a mi madre diciéndome lo que debía hacer, y los alejaba. Despertaba cada fin de semana con el impacto del pubis de un desconocido contra mis nalgas, sus gemidos con olor ron y yo intentando entender cómo llegué hasta ahí.
Busqué en el plano el número que me dieron en el módulo de informes del cementerio. Nunca pensé que pudiera ser un lugar tan agradable: niños jugando, familias haciendo picnic, risas, música y naturaleza.
Llegué al sitio. Globos en forma de corazones y estrellas. Coloridas flores frescas. Me eché en el césped, sobre un costado. Las rodillas cerca de mi pecho y los brazos sobre su nombre tallado en mármol blanco.
Un largo suspiro me trajo a la vida.
Rata
Cogía libros y fingía leerlos, porque no sabía. Estaba obsesionado con esa imagen del gigante de ojos desorbitados que devoraba el brazo de un cuerpo decapitado. Me aterraba y, al mismo tiempo, me parecía irresistible. A veces desviaba la mirada, pero volvía a mirarla.
El resto de la tarde me dediqué a ver pasar a las señoras con sus carritos del mercado, los ropavejeros y los camiones con desmonte por la ventana de la habitación de mi abuela. Cuando bajé de la silla, un ave negra se posó sobre el macetero. Quise acariciarla, pero emprendió vuelo con el sonido del silbato del afilador de cuchillos. Luego noté que un auto se estacionó frente al edificio. Mamá se bajó riendo. Se agachó y reposó los antebrazos en la ventana del conductor, ignorando los piropos subidos de tono de los transeúntes.
«¡Mami!», gritó mi hermano y corrió a recibirla. Yo me quedé en el marco de la puerta viendo cómo mi madre se arrodillaba para atraparlo. Su maletín cayó al suelo y rodó un envase lleno de lo que parecía ser chicha morada. Abrí la tapa y bebí un poco. «¡Qué asco!», dije. Mi abuela entró corriendo al escuchar mis arcadas. «Veste, zonzo. Esto es vino», dijo, muy seria, quitándome el termo de las manos.
Después de media hora, mi madre salió de la ducha con una toalla enrollada en la cabeza. Se arreglaba e ignoraba los pedidos de mi hermano: quería alquilar una película, comprar golosinas y calcomanías para llenar su álbum.
«Ya está servido el almuerzo», dijo mi abuela. Mamá estaba sentada frente al tocador, delineándose los ojos con la mirada en el techo y la boca abierta. «Yo ya comí. Me voy», respondió indiferente. Cogió su cartera y mi hermano se tiró al piso gritando y dando patadas y puñetes al piso de la sala. «Ya, papito, tranquilízate», pero seguía con el berrinche. Mamá chascó la lengua. «¡Ya sé!», aplaudió y se llevó las manos a las mejillas, fingiendo una sorpresa. «¿Y si vamos a comprar chocolates y alquilamos una película?». Mi hermano se paró de inmediato y cogió la mano de mamá para ir a la tienda. Ella ya no sonreía. Rebuscó en su cartera y sacó un cigarrillo.
Al regresar, mamá se puso en cuclillas para estar a nuestra altura. «Voy a salir. Se quedan con la abuelita ¿ya?». Nos dio un beso en la frente. «No le digan nada a papá ¿de acuerdo?». Mi hermano asintió y fue saltando a colocar la cinta de vhs. Mamá me observaba. Recordé el auto en el que llegó a casa esa tarde y apreté los puños. Como no respondí, me agarró de los hombros. «¿Entendiste?», me preguntó. Dije que sí con los ojos cerrados. Desde la ventana de la sala, mi abuela y yo vimos cómo entraba al edificio de enfrente.
La película ya estaba avanzada, y mi hermano no quiso ponerla desde un principio, así que fui a la habitación de mi abuela. Ella sacó un rosario y un libro pequeño forrado con estampitas de santos. Me gustaba contemplarla durante sus rezos.
Escuché unos golpes en la ventana: era esa ave negra otra vez. Ahora picoteaba la ventana. Me acerqué y voló al instante, haciendo un ruido que despertó a mi abuela. Se acercó y se colocó los anteojos. «Jesús sacramentado. Llegó tu padre».
Papá estuvo de guardia el día anterior en la estación de bomberos. Llegó despeinado, con los ojos hinchados y la camisa por fuera, sucia. Nos llevó a la sala y se agachó frente a nosotros. Un hálito de güisqui y cigarrillos azotó mis sentidos. Nos preguntó, calmado, dónde estaba nuestra madre. «No sé nada», afirmó mi hermano. Papá apretó su brazo. «¿Estás seguro?». Mi hermano forcejeó para que deje de lastimarlo. Papá se dio cuenta y se disculpó de inmediato. Luego se puso delante de mí. Su sonrisa era amplia y sus pequeños dientes amarillos parecían vibrar. «¿Tú sabes dónde está tu mamita, no?». Mi abuela le dijo que no sabíamos nada. «Yo sé que tú me vas a decir la verdad. Dime, por favor, hijito» insistió mi padre y, mirando al suelo, apunté en dirección al edificio donde estaba mamá.
Mi padre la arrastró hasta la casa, cogiendo con ambas manos su cabello, y la tiró frente a la habitación de mi abuela. Poco a poco los gritos de mamá se debilitaban, como si se quedara sin aire. Mi hermano y mi abuela se lanzaron encima de mi padre para detenerlo, pero ambos cayeron al suelo y mi hermano corrió hacia la puerta principal del departamento.
Me tapé los ojos. Solo escuchaba el sonido de las suelas de las zapatillas chocándose con el parqué. La puerta se cerró golpe. Abrí los ojos. Mamá estaba en la habitación y mi abuela aplastaba el seguro de la puerta. «¿Dónde está mi hijo? Tengo que buscarlo», dijo mamá. Mi abuela la detuvo porque mi padre aún estaba afuera.
Corrí al clóset a esconderme. Ahí dentro, de cuclillas, con la cabeza enterrada entre las rodillas, mirando las puntas desgastadas de mis zapatos ortopédicos, recordé la imagen del gigante y apreté con fuerza la mandíbula. ¿Qué era esa figura? ¿Por qué el gigante devoraba a ese hombre?
«¡Huele a kerosene!», gritó la abuela. Volteó hacia su hija. «Solo pídemelo. Dime que lo mate y lo hago», sentenció mi abuela. Después de un momento en silencio, mi padre empezó a patear la puerta de la habitación. «¡Abre la puerta o incendio todo, carajo! ¡Voy a limpiar esta casa!», gritó.
Конец ознакомительного фрагмента.
Текст предоставлен ООО «ЛитРес».
Прочитайте эту книгу целиком, купив полную легальную версию на ЛитРес.
Безопасно оплатить книгу можно банковской картой Visa, MasterCard, Maestro, со счета мобильного телефона, с платежного терминала, в салоне МТС или Связной, через PayPal, WebMoney, Яндекс.Деньги, QIWI Кошелек, бонусными картами или другим удобным Вам способом.