Camino al colapso. Julián Zícari

Camino al colapso - Julián Zícari


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públicos, CTERA, cuando decidió establecer una Carpa Blanca frente al Congreso de la Nación. Desde allí, docentes estatales de todo el país realizarían huelga de hambre y actividades de todo tipo con figuras nacionales e internacionales provenientes del campo del espectáculo y de la cultura para reclamar una nueva ley de financiamiento para la educación pública.

      Del mismo modo, el interior del país también sería protagonista de nuevos desplazamientos, a partir de una serie cada vez más explosiva de “estallidos sociales”. En 1995 fueron la antesala directa en Córdoba para lograr en julio la renuncia del gobernador Angeloz, mientras que en septiembre casi ocurrió lo mismo en Río Negro con el gobernador Pablo Verani; un año después, en 1996, en el partido de Cutral-Co –provincia de Neuquén– una fuerte pueblada había logrado la solidaridad de un amplio espectro social; en Tartagal y General Mosconi –provincia de Salta– ocurrió igual, con protestas lideradas principalmente por trabajadores desocupados. Así, en el interior del país y con las economías regionales cada vez más en crisis, desde sindicatos hasta partidos de oposición, se alzaron voces para señalar los límites a un modelo económico que estaba fabricando continuamente una masa enorme de excluidos.

      En este sentido, no debe dejarse de lado tampoco la reconversión que comenzó a hacer la Iglesia Católica Argentina a partir de la segunda presidencia de Menem. Con el nombramiento de Monseñor Estanislao Karlic al frente del Consejo Episcopal Argentino (CEA) y los cambios en la Pastoral Social (con la llegada del Cardenal Primatesta) la bendición general con la cual había contado Menem en su primer mandato (con Antonio Quarracino como titular del CEA) comenzó a desfigurarse (Del Piero, 2004). Con el avance de la vulnerabilidad social, el desempleo y las crecientes denuncias sobre corrupción (leídas como “decadencia moral y espiritual”) empezaron a alarmar a numerosos miembros de la Iglesia. A principios de 1996 un grupo de obispos publicaron en conjunto un manifiesto –el cual dejaba en claro los cambios y reacomodamientos internos en la Iglesia–, señalando contra el gobierno que “la gravedad de la situación social y la existencia de corrupción en diversos niveles del Estado y la sociedad, acompañada de una notable impunidad [es alarmante]” (Página 12 13/03/1996). Además, el grueso de las protestas sociales realizadas en el interior del país contó con el apoyo eclesiástico, y utilizó misas y demás espacios como plataforma de esas luchas1.

      Con relación a estos cambios, es importante señalar que en muy poco tiempo el clima general de apoyo con el cual había contado el menemismo había comenzado a desmoronarse. Si a mediados de 1995, cuando obtuvo la reelección, la imagen de aprobación superaba con creces el 50%, para fines de ese año había disminuido hasta el 35%. Ya para mediados de 1996 se encontraba en torno al 20% en todos los sondeos (Novaro, 2009: 494). Una de las explicaciones con respecto a esto ha sido el desgaste, de alguna manera natural, que se suele producir con los gobiernos cuando comienzan su segundo mandato consecutivo, esto es algo que le pasó a Perón desde 1952, le pasaría al kirchnerismo a partir de 2008 y era algo que le estaba ocurriendo a Menem. En este caso, porque el recambio de gobernantes en las repúblicas tiende a tomarse como un valor en sí mismo, como además los actores sociales y políticos se encuentran en mejores condiciones de enfrentar a los gobiernos ya establecidos, puesto que conocen cómo funcionan sus lógicas internas y cómo golpear para obtener respuestas a su favor, como a su vez, algunos temas importantes que habían estado en un segundo plano durante su primer mandato, y que ocuparon un lugar periférico frente a otras cuestiones consideradas como prioritarias, suelen tener más peso en un segundo mandato y ganar así el centro de la escena política. Particularmente para el gobierno de Menem, su imagen congénitamente asociada a la corrupción continuó acentuando el perfil que lo relacionaba con prácticas políticas poco honestas, la malversación de fondos, los amiguismos y demás hechos ilícitos que se habían vuelto un lugar común del espacio político argentino. En este sentido, una vez que el orden socioeconómico menemista pareció finalmente asegurado, se instaló un nuevo clima de opinión, como una suerte de proyecto fundacional común, en el cual una vez garantizadas primero la democracia (con Alfonsín y la UCR) y luego la estabilidad (con Menem y el PJ), debía construirse una nueva política y una mejor república todavía, bajo una regeneración moral, capaz de acabar con lo que comenzaba a denominarse el “horror de la corrupción” y que debía erradicarse como principal utopía política hacia el futuro. Como había dicho por esa época Álvarez: “Yo creo que terminar con las tranzas, los canjes y la corrupción es parte de la utopía de los años 90” (Página 12, 11/04/1994). Ahora la corrupción ya no era percibida como resultado de un caso individual aislado, sino bajo una lógica sistémica general que todo lo carcomía. Y con ello, se ratificaba una imagen espuria y de cierto hartazgo social por el tipo de prácticas dudosas que se le atribuían cotidianamente a Menem y a su gobierno, estableciendo una narrativa omnipresente que reforzaba el componente melodramático del problema. Desde diarios de centro izquierda como Página 12 (bajo las plumas de Horacio Verbitsky, Román Lejtman o de Gabriela Cerruti), o de centro derecha, como La Nación (con columnas de reflexión a cargo de Mariano Grondona o de Joaquín Morales Solá), y de programas de televisión que realizaban periodismo de investigación, como Telenoche investiga (de canal 13, que luego amplificaba sus denuncias en las tapas del diario Clarín, del mismo grupo empresario) y el programa Día D (a cargo de Jorge Lanata, por canal 2), se referían una y otra vez a temas como coimas, sobreprecios, contratos irregulares, compras sin control, negocios con empresas fantasmas y todo tipo de mecanismos de captura de fondos estatales por parte del gobierno de Menem, en los cuales se hacían cámaras ocultas, se sugería la existencia de negociados y se revelaba información oficial en clave de sospecha. Varios libros se habían convertido en auténticos fenómenos de venta en torno a casos de corrupción así como las “biografías no autorizadas” de políticos, legisladores, gobernadores, jueces de la Corte Suprema, militares y hasta del entorno familiar del presidente. Títulos como Robo para la corona (Verbitsky, 1992), Todo tiene precio (Capalbo y Pandolfo, 1992), La corrupción (Grondona, 1993), Hacer la Corte (Verbitsky, 1993), Narcogate (Lejtman, 1993) El palacio de la corrupción (Carnota y Talpone, 1995) y El otro (López Echague, 1996) construían una y otra vez una imagen de abusos inescrupulosos por parte de políticos, los cuales quedaban recurrentemente impunes gracias a tener una red de protección garantizada por esa misma corporación política de la que se sospechaba. Incluso, el legislador por el Frepaso Juan Pablo Cafiero llegó a pedir la instauración de una suerte de nueva CONADEP, pero ya no para abordar el tema de la desaparición de personas, como había sido luego de la última dictadura militar, sino para investigar la corrupción, pedido que era recurrentemente promovido por el periodista Mariano Grondona desde su programa Hora clave, por canal 9.

      Sin embargo, que la retórica “anticorrupción” haya ganado una centralidad inusitada durante la década de 1990 en el país no puede ser atribuido únicamente a los medios de comunicación, por más que ellos hayan cumplido un rol importante en esto. Por empezar, porque según los relevamientos empíricos que se han realizado, durante el periodo 1990-2001 fueron principalmente políticos (oficialistas y opositores) y funcionarios públicos los responsables de originar el 56% de las denuncias que se convirtieron en “escándalos de corrupción” y que tuvieron gran notoriedad pública, cuando los periodistas o los medios de comunicación generaron solo el 13,8% en ese periodo (Pereyra, 2012: 271); más aún, durante el segundo gobierno de Menem, cuando el tema tuvo mayor relevancia política, los medios de comunicación y los periodistas tuvieron su menor participación en ello, originando el 8,6% de aquellas denuncias (id.: 272). Es decir, el tema de las denuncias y los usos simbólicos de la corrupción deben ser entendidos más propiamente como un recurso que se generó al interior de la propia corporación política y que sirvió principalmente como un instrumento de lucha política y de posicionamiento entre líderes y partidos políticos en aquel contexto, donde además serían –precisamente– los partidos de oposición los que más hincapié harían en esta temática, siendo el Frepaso el caso más activo y destacado al respecto, al apelar a este tópico como parte de su estrategia de relucir como el partido de la “nueva política2”. De igual modo, ante un clima de consenso mayoritario sobre los esquemas económicos vigentes, el uso reiterado de hablar sobre la corrupción era una rápida vía de escape que permitía ganar consenso fácil al tocar un tema de acuerdo universal (¿quién se opondría


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